Uno de los más serios problemas que enfrentan los ideales sociales y políticos de los sectores de izquierda en América Latina es la pervivencia y hegemonía de las economías primario-exportadoras, bajo control privado, en la mayoría de países.
Su conformación tiene una larga historia en la región, marcada por el proceso de conquista y colonización europea, en la que sobresalen España y Portugal. Las economías coloniales, sujetas a regulaciones del Estado, se especializaron en función de los requerimientos mercantilistas y variaron en el tiempo. Las colonias fueron inundadas con productos provenientes de las metrópolis, tuvieron mercados internos estrangulados y exportaron pocos productos, a precios subvalorados, igualmente fijados por las autoridades. En tales condiciones ocurrió la acumulación originaria de capitales en Europa, pero en América Latina no se crearon mercados laborales y salariales, pues dominaron las relaciones pre-capitalistas basadas en la servidumbre.
Una vez concluidos los procesos independentistas, las repúblicas latinoamericanas fueron beneficiadas con la liberación económica frente al antiguo control monopólico de las metrópolis; pero las nacientes nuevas economías debieron obrar en un sistema internacional de división del trabajo, con centros capitalistas y periferias dependientes, que confirmó la edificación de economías primario exportadoras, sujetas a pocos productos: azúcar, café, cacao, maderas, pieles, carnes, guano, tabaco, y además piedras preciosas y otros minerales como la plata. Las “ferias internacionales” de los grandes países adquirieron relevancia coincidente con el ascenso del liberalismo latinoamericano. París las organizó en 1855, 1867, 1878, 1889 y 1900, atrayendo a millones de visitantes. En la “Exposición Universal de París” de 1889, por el centenario de la Revolución Francesa, una de las exóticas atracciones fue la “exhibición” de pobladores indígenas. Los Estados Unidos hicieron sus ferias internacionales en Boston (1883), Nueva Orleans (1885), Chicago (1893), Atlanta (1896), Saint Louis (1904). Siguiendo la corriente, Guatemala fue sede de la “Exposición Centroamericana” en 1897. Pero los países latinoamericanos participantes en las ferias internacionales apenas podían exhibir productos naturales, agrícolas, artesanías y obras de arte, frente a las máquinas inglesas, norteamericanas o europeas.
En el siglo XX se incorporaron nuevos productos, todos primarios: productos del mar, aceites, flores, caucho, estaño, salitre, cobre y, ante todo, petróleo, explotados por compañías extranjeras que obraron como si estuvieran en países reconquistados, creando una historia de corruptelas, privilegios, negociados, explotación y sangre. Al comenzar el siglo XX solo Argentina, Brasil y México destacaban como países con avance industrial, porque la gran mayoría de naciones eran subdesarrolladas.
Esa base de economías primarias, con capas terratenientes hegemónicas, monopolios mineros, comerciantes importadores y exportadores, así como banqueros, sin manufactura ni industria desarrollada y peor tecnologías modernas, explica la consolidación de Estados oligárquicos. Esas élites económicas rentistas, clanes familiares y caudillos que menospreciaban a los sectores populares y reprimieron los movimientos de campesinos rurales, trabajadores urbanos y clases medias identificadas con ellos, establecieron gobiernos despóticos y autoritarios, guiados por valores y principios oligárquicos clasistas y racistas, que han perdurado largo tiempo. No se podían levantar democracia ni institucionalidad fuertes y peor populares, ante el predominio de los intereses privados, el clientelismo, el gamonalismo, la influencia personal, las relaciones patriarcales, el compadrazgo, la corrupción. El Estado fue literalmente un instrumento de saqueo, enriquecimiento y privilegio. La industrialización sustitutiva de importaciones iniciada, con distintos ritmos, desde las décadas de 1920 y 1930, así como los desarrollismos de los años 60 y 70, aunque lograron cierto desarrollo industrial y la formación de las burguesías nacionales, fueron fruto de Estados promotores con gobiernos que tuvieron que superponer la modernización capitalista sobre las resistentes oligarquías tradicionales. El capital extranjero apuntaló los nuevos negocios y la dependencia externa.
A partir de la década de los 80, la penetración del neoliberalismo no respondió a la existencia de burguesías latinoamericanas pujantes y capaces de promover cambios sociales para algún bienestar social. Todo lo contrario. Ha servido para trasladar antiguos valores oligárquicos a las clases empresariales “modernas”. La industrialización y los sectores realmente productivos han sido golpeados a favor de las nuevas fórmulas de negocios simplemente rentistas, de agroexportadores, mineros, comerciantes y, sobre todo, banqueros. Estados mínimos, con flexibilidad laboral, reducción o eliminación de impuestos, explotación ambiental y privatización/concesión de recursos, bienes y servicios públicos, se convirtieron en herramientas para fortalecer a grupos empresariales poderosos y vinculados entre sí, que controlan el Estado, la economía, la sociedad, los medios de comunicación y los gobiernos. Al comenzar el siglo XXI, la experiencia del primer ciclo progresista provocó la reacción de esos sectores, que aprendieron a confrontar a las clases medias y populares. De modo que no están dispuestas a admitir un cambio de las relaciones de poder ni de la riqueza, sin importar las afectaciones a la democracia institucional. Incluso han logrado redefinir a su favor a las fuerzas armadas y policías, que provienen de una caduca tradición anti-izquierdista y anticomunista, formada en la década de 1960, de la cual no se han desprendido.
En estos escenarios cabe entender la persecución a los más importantes líderes del ciclo progresista, los golpes blandos y el lawfare, así como las acciones más recientes: intento de asesinato a Cristina Fernández, golpe de Estado en Perú contra el presidente Castillo, acompañado por masacre de pobladores acusados de “terroristas”; movilización bolsonaristas contra Lula en Brasil, capitaneada por el agronegocio y bajo fundamentos evangélicos; levantamientos regionales y racistas contra el gobierno de Luis Arce en Bolivia, e incluso el frustrante proceso constitucionalista intentado en Chile; además de la permanente arremetida contra el gobierno de Manuel López Obrador en México y contra Alberto Fernández en Argentina, el que tratan de despertar en Colombia contra el presidente Gustavo Petro, o los ataques (y también persecución) del gobierno empresarial de Guillermo Lasso en Ecuador a todos los que se opongan a su mañosa consulta popular (prevista para el 5 de febrero/2023), denuncian la impunidad de los escándalos de corrupción o manifiestan su oposición política.
No resulta ser un fenómeno exclusivamente político el que está sucediendo en la región y tampoco puede explicarse solo por comportamientos de las derechas y de los gobiernos antiprogresistas. Hay un fenómeno histórico de más largo plazo que es la agudización del conflicto entre las elites antes descritas y los sectores sociales más amplios de capas medias y populares. Están más definidos sus intereses. Aparece como un conflicto entre dos modelos contrapuestos: el neoliberal y la economía social. Pero, en el fondo, está respondiendo a las estructuras de las economías primario-exportadoras que no permiten la diversificación económica, la industrialización, ni la tecnología. En consecuencia, hay una base material que estrangula las posibilidades de construcción de sociedades con bienestar, porque sigue funcionando al servicio de los grupos económicos tradicionales, concentradores del capital y la riqueza. En estricto rigor no son sectores productivos los que definen el camino económico, sino elites rentistas y especuladoras, que controlan la agroexportación, la minería, el comercio, los servicios más variados y, ante todo, los bancos.
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