Sexta entrega de la serie «El internacionalismo de Manuel Piñeiro
en las relaciones exteriores de Cuba»
La lucha armada revolucionaria en la América Latina de los años sesenta, convertida en el elemento principal de la combinación de formas de lucha durante los setenta y cuyo objetivo, a partir de los ochenta, dejó de ser de manera paulatina la conquista del poder y pasó a ser la acumulación de fuerza político militar negociable, a cambio de reformas progresistas y de la conversión de las organizaciones insurgentes en organizaciones políticas legales; si bien no tuvo el desenlace originalmente deseado, hizo una contribución esencial a la desbordante acumulación de fuerza social y política que «rompió» el «muro de contención» de los Estados de «seguridad nacional» y catapultó a la izquierda y al progresismo, primero hacia los gobiernos locales y las legislaturas nacionales, y más adelante hacia los gobiernos nacionales de un considerable número de países.[1]
Sin lucha armada, probablemente no se hubiesen dado las dictaduras militares y gobiernos civiles de «seguridad nacional», sino «solo» una prolongación del statu quo de creciente dominación, explotación y represión característico de la guerra fría, pero tampoco se hubiese producido el mal llamado proceso de democratización que pretendió paliar las contradicciones políticas, económicas y sociales, nada menos que en medio de la imposición del neoliberalismo, mezcla explosiva que, en sentido diametralmente opuesto a sus propósitos, ayudó a crear las condiciones para lo que algunos han denominado el «ciclo progresista» de la década de 2000.
Dos ejemplos de la línea que conecta a la lucha armada de la década de 1960 con el «ciclo progresista» de la de 2000 son: en Venezuela, el Movimiento Revolucionario 200 y el Tte. Coronel Hugo Chávez Frías, herederos de la tradición de los proyectos e intentos insurreccionales concertados en aquellos años entre organizaciones políticas y sectores militares de izquierda; y, en Brasil, los llamados sobrevivientes de la lucha insurreccional, que junto al nuevo sindicalismo y a los nuevos movimientos sociales, fueron los pilares de la fundación del Partido de los Trabajadores.
En la transición de la etapa de luchas abierta en el subcontinente por el triunfo de la Revolución cubana (1959 a 1989/1991) a la etapa actual, interactuaron dos procesos: uno fue la reestructuración y refuncionalización del sistema de dominación continental; el otro fue la metamorfosis en los contenidos, medios y métodos de las luchas populares.
El primero de esos procesos atravesó por cuatro subetapas:
– durante la presidencia de Ronald Reagan (1981/1985/1989) combinó la aplicación de la doctrina de «seguridad nacional» con la gradual sustitución de las dictaduras militares —las que más desgaste y repudio iban acumulando— por democracias neoliberales;[2]
– durante la de George W. Bush (1989/1993) se concentró en la llamada reforma del sistema interamericano, cuyos pilares eran crear un mecanismo transnacional garante de la defensa, la reproducción y el control de las democracias neoliberales, un Área de Libre Comercio de las Américas y una fuerza militar interamericana;
– durante la de William Clinton (1993/1997/2001) fue sumida en una grave crisis por el rechazo a la creación de la fuerza militar interamericana y por el fracaso de los primeros intentos de imponer el ALCA; y,
– durante la de George W. H. Bush (2001/2005/2009) el proceso colapsó por la derrota definitiva del ALCA en la Cumbre de las Américas efectuada en Mar del Plata en 2005, cuando ya Chávez gobernaba en Venezuela, Lula en Brasil, Kirchner en Argentina y Vázquez en Uruguay.
El segundo de esos procesos atravesó por tres subetapas:
– entre 1985 y 1989, mientras concluía la conversión de los Estados de «seguridad nacional» en democracias neoliberales, las fuerzas populares, de izquierda y progresistas empezaron a ocupar espacios institucionales en alcaldías y legislaturas, pero sus candidatos presidenciales fueron derrotados;
– entre 1994 y 1998, el agravamiento de la crisis de los Estados neoliberales y el auge de las protestas de los nuevos y viejos movimientos sociales repercutieron en el incremento de la ocupación de espacios en las alcaldías y las legislaturas, pero los candidatos presidenciales de la izquierda y el progresismo siguieron siendo derrotados; y,
– en la elección presidencial realizada en Venezuela el 6 de diciembre de 1998, Hugo Chávez Frías abrió, y en segunda vuelta de la elección presidencial efectuada en Brasil el 27 de octubre de 2002, Luiz Inácio Lula da Silva ratificó, el inicio de la cadena de elecciones y reelecciones de gobiernos de izquierda y progresistas en América Latina, ininterrumpida hasta el 28 de junio de 2009, día en que se produjo el derrocamiento del presidente Manuel Zelaya Rosales en Honduras mediante un golpe de Estado de «nuevo tipo».
En esencia, entre 1985 y 1998 los movimientos populares, la izquierda y el progresismo acumularon fuerza social suficiente para derrocar a gobiernos neoliberales, y fuerza política suficiente para ocupar espacios en gobiernos locales y legislaturas nacionales, pero insuficiente para disputar el gobierno nacional y, entre 1998 y 2009, acumularon fuerza social y política suficiente para elegir gobiernos nacionales.
Hubo gobiernos: 1) electos por el quiebre o debilitamiento extremo de la institucionalidad democrático neoliberal, que aprobaron nuevas Constituciones con amplio apoyo popular; 2) electos por la acumulación de fuerza social y política que emprendieron procesos reformadores, sin quiebre o debilitamiento sensible de la institucionalidad democrático neoliberal; 3) de organizaciones guerrilleras devenidas partidos políticos que ganaron la presidencia en elecciones; y, 4) de coaliciones formadas en torno a figuras progresistas provenientes de la política tradicional, en países donde la izquierda no estaba en condiciones de liderarlas.
A partir del concepto de unidad dentro de la diversidad aportado por los nuevos movimientos sociales populares, con una mayor o menor proporción o correlación de fuerzas en las coaliciones, los frentes y/o los partidos multitendencias característicos de la etapa, hay una interacción compleja entre los componentes de un vector hegemonizado por el progresismo y/o por lo que podemos llamar la nueva socialdemocracia latinoamericana, y un vector transformador que enarboló banderas como el Socialismo del Siglo XXI en Venezuela, el Vivir Bien en Bolivia y el Buen Vivir en Ecuador, términos referidos a sus respectivas praxis, y no a un diseño de sociedad futura previamente establecido.
Por primera vez, en América Latina se abrían espacios relativamente amplios y estables, en unos casos, para una reforma legal y en otros para una posible revolución social —no para la revolución social por ruptura violenta y tajante del statu quo que se intentó realizar en las décadas de 1960 a 1980— mediante un proceso de rupturas parciales sucesivas con el sistema social imperante que desembocara en un nuevo sistema social. Pero, la vida demostró, una vez más, que la democracia liberal burguesa no está hecha para dejarse reformar en un sentido progresista, a menos que ello sea compatible con las necesidades e intereses del capital —como ocurrió en una parte de la Europa occidental de la segunda posguerra mundial— y también que se defiende y contraataca «con las uñas y con los dientes» de las «rupturas parciales sucesivas» que pretenden «desembocar en un nuevo sistema social».
Todos los triunfos electorales de las fuerzas de izquierda y progresistas — principalmente todos sus triunfos en elecciones presidenciales— fueron a contracorriente y a pesar de feroces ataques de la derecha, de los poderes fácticos y de los medios de comunicación. Ningún gobierno de izquierda o progresista tuvo un «periodo de gracia», como usualmente se le concede en la democracia liberal burguesa a los partidos del sistema pero, pese a ello, ninguno de esos gobiernos fue derrotado, derrocado o traicionado antes de 2009.
Por eso, en este acápite nos concentramos en el lapso de tiempo comprendido entre el 6 de diciembre de 1998, el día que Chávez ganó su primera elección presidencial en Venezuela, y el 27 de junio de 2009, el día anterior al golpe de Estado que derrocó a Zelaya en Honduras. En términos generales, podemos decir que la década de 2000, excepto el último semestre de 2009, arroja un balance de acumulación de fuerzas a favor de los movimientos populares, la izquierda y el progresismo, y que a partir del derrocamiento de Zelaya es cuando resulta perceptible el inicio de un período de desacumulación.
Las tareas que en la década de 2000 cumplió el órgano de solidaridad dirigido por Fidel hasta 2006 y que, a partir de 1992, era conducido por José Arbesú fueron:
desentrañar las interrogantes planteadas a la política exterior de Cuba por los cambios en curso, tanto en el mundo en general como en el continente americano en particular; efectuar propuestas a la máxima dirección del PCC sobre cómo enfrentar los retos y aprovechar las posibilidades derivadas de la metamorfosis sufrida por los movimientos sociales populares y por las fuerzas políticas de izquierda y progresistas de América Latina y el Caribe; promover que, de los foros, las redes y las campañas de esos movimientos y esas fuerzas «llegara una brisa fresca» a los espacios institucionales que iban ocupando en alcaldías, en legislaturas nacionales y, sobre todo, en gobiernos nacionales; y trabajar en función de que nuestro país pudiera insertarse en lo que, a todas luces, era el mejor escenario continental existente desde el 1 de enero de 1959.
Ni las elecciones de los gobiernos de izquierda y progresistas, ni las relaciones de hermandad y beneficio mutuo establecidas entre esos gobiernos y el Gobierno Revolucionario de Cuba «cayeron del cielo», como una repentina «lluvia de mayo». En el horno de los 90 —título de un libro de esa gloria de las ciencias sociales de Cuba y de América Latina llamado Fernando Martínez Heredia, que caracteriza a aquella década— se «cocinaron» los programas de redistribución social de riqueza, la asimilación de demandas populares de diverso carácter, la promoción del respeto a las diversidades sociales y culturales, las reformas tendientes a democratizar y transparentar los sistemas políticos electorales y, en los países donde había condiciones para ello, se «cocinó» la elaboración y aprobación de nuevas Constituciones orientadas a transformar revolucionariamente, más que a reformar la institucionalidad imperante.
Del «horno de los 90» salieron los espacios de debate, confrontación y concertación de ideas entre movimientos sociales populares, entre organizaciones y partidos políticos del amplio espectro que abarca desde los sobrevivientes de la lucha armada hasta la nueva socialdemocracia latinoamericana, y entre movimientos sociales, por una parte, y partidos políticos, por la otra, que ha sido el más complejo de los tres. Del Foro de São Paulo y de otros muchos agrupamientos, espacios, procesos, eventos, redes y campañas de fuerzas políticas de izquierda y progresistas, y de movimientos sociales populares —que merecen ser mencionados aquí, pero no tengo el espacio para hacerlo— provienen las concepciones, los proyectos, los procesos y las acciones que, tanto en los ámbitos nacionales como en los regionales, se materializaron en la década de 2000.
En la década de 2000, el trabajo político de Cuba con sectores no gubernamentales de los Estados Unidos facilitado por el MINREX, por una parte, y el trabajo político con los sectores no gubernamentales de América Latina y el Caribe coordinado por el Área de América del Departamento de RR.II. del PCC, por la otra, llegaron a un punto culminante y convergente, en ambos casos, con una protagónica y determinante participación del PCC, el ICAP, la UJC, las organizaciones de masas sociales, y otras organizaciones no gubernamentales, entre las que resaltan el Centro Memorial Dr. Martin Luther King Jr. y la (lamentablemente desaparecida) OSPAAAL.
Al igual que durante el primer proceso de normalización de relaciones entre los Estados Unidos y Cuba desarrollado en la década de 1970; en la década de 2000, el órgano de solidaridad fundado por Fidel y Piñeiro participó fructíferamente en la creación de las condiciones que desembocaron en el segundo proceso de normalización de relaciones entre ambos países, ocurrido durante la presidencia de Barack Obama (2009/2013/2017), tanto mediante la labor desarrollada con amplios sectores no gubernamentales de los Estados Unidos, como mediante el establecimiento de una excepcionalmente favorable correlación regional de fuerzas, en función de la cual, ese órgano, en representación del PCC, junto a las instituciones no gubernamentales cubanas ya mencionadas, había venido trabajando durante las décadas de 1980, 1990 y la propia década de 2000.
Mientras en los Estados Unidos, gracias a la ininterrumpida ampliación del trabajo político no gubernamental facilitado por el MINREX desde la década de 1970, en 2009 la administración de Barack Obama encontraba un clima y una correlación de fuerzas que le abrían un margen a favor de desescalar la política de bloqueo y aislamiento contra Cuba —que la parte estadounidense creyó poder aprovechar para sustituir el hard power por el soft power o smart power en función de un «cambio de régimen», reto que la parte cubana aceptó a partir de la premisa de que frustraría ese objetivo y que le sacaría provecho a la desescalada de la política agresiva—, en América Latina y el Caribe, gracias a la ininterrumpida ampliación del trabajo político no gubernamental coordinado por el Departamento América–Área de América realizado desde la década de 1980 —cuando el fin de la bipolaridad mundial impuso la necesidad de un replanteamiento general de nuestros contenidos, medios y métodos de trabajo—, se creó un clima y una correlación sin precedentes de fuerzas que, a la altura de 2009, ejercían presión directa y activa sobre los Estados Unidos a favor de un cambio de política hacia Cuba.
Entre otros muchos frutos de ese trabajo acumulado, se destacan:
– la solidez de las relaciones de Cuba con las fuerzas sociales, las fuerzas políticas y los gobiernos del llamado «ciclo progresista»: Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Nicaragua, Ecuador, Honduras, Paraguay y El Salvador, al igual que con todos los países del Caribe gobernados por la izquierda o el progresismo;
– la solidez de las relaciones de Cuba con las fuerzas sociales, las fuerzas políticas y con fuertes bloques parlamentarios de los demás países del subcontinente;
– la creación en La Habana, el 14 de diciembre de 2014, del mecanismo de concertación política y colaboración en diversas esferas que en la actualidad se denomina Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América — Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA/TCP);
– el ingreso de Cuba al (completamente renovado) Grupo de Río, el 14 de noviembre de 2008 —previamente dominado por gobernantes neoliberales que no sólo la había marginado, sino también atacado durante la década de 1990—, ingreso que se producía sin condicionamiento alguno y por solicitud expresa y reiterada de los nuevos líderes políticos y gubernamentales de izquierda y progresistas de los países miembros, quienes revertían las políticas de sus antecesores proimperialistas;
– el levantamiento de la sanción impuesta por la OEA contra Cuba en enero de 1962, consistente en expulsarla del Sistema Interamericano, levantamiento aprobado el 3 junio de 2009 por la Asamblea General de esa organización efectuada en San Pedro Sula, Honduras;
– el ingreso de Cuba como miembro fundador de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), el 23 de febrero de 2012; y,
– el inicio de la presidencia pro tempore de la CELAC del presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de Cuba, general de Ejército Raúl Castro Ruz, el 28 de enero de 2013, ocho días después del inicio del segundo mandato del presidente Barack Obama en los Estados Unidos.
De todo lo anterior se deriva que Cuba no estaba sola, que Cuba no estaba débil, que en virtud del trabajo político no gubernamental acumulado dentro de los Estados Unidos, y en toda la América Latina y el Caribe, Cuba entraba en su segundo proceso de normalización de relaciones con los Estados Unidos con una fortaleza y un apoyo continental sin precedentes.
La presión que a finales de la década de 2000 América Latina y el Caribe ejercían sobre los Estados Unidos a favor del cese del bloqueo y la normalización de las relaciones entre ambos países se refleja en las memorias de Ben Rhodes, vice asesor de Seguridad Nacional de Obama en el momento en que se desarrolló el proceso de normalización, protagonista principal en sus inicios y activo participante de estos acontecimientos durante todo su desarrollo, quien entre las razones para iniciar ese proceso destacó el reclamo constante que el presidente Obama y su comitiva encontraban en los encuentros con los líderes políticos de la región. Con palabras de Rhodes: «cada vez que viajamos a América Latina nuestras reuniones estuvieron dominadas por las quejas sobre nuestra política hacia Cuba».[3]
A finales de la década de 2000, el órgano de solidaridad fundado por Fidel y Piñeiro, que en ese momento era el Área de América del Departamento de Relaciones Internacionales del Partido Comunista de Cuba, conducida por José Arbesú desde 1992, podía enorgullecerse de que su trabajo acumulado había puesto «un granito de arena» en la colocación de la Revolución cubana en su mejor contexto continental de todos los tiempos, tanto con respecto a los Estados Unidos, como con respecto a América Latina y el Caribe, un contexto que le posibilitaba al gobierno cubano adentrarse en un segundo proceso de normalización de relaciones con ese país desde una posición sólida.
Notas:
[1] Para conocer las opiniones del autor sobre sobre los cambios en las condiciones y características de las luchas populares en América Latina entre 1959 y 1989/1991 y luego de 1991 en adelante, véase a Roberto Regalado: «Reflujo de la izquierda latinoamericana» en dos partes, ambas publicadas en La Tizza, una el 18/5/2021 y otra el 7/6/2021. Para más información, del mismo autor, véase: América Latina entre siglos: dominación, crisis, lucha social y alternativas políticas de la izquierda, Ocean Sur, México, 2006; y La izquierda Latinoamericana en el gobierno. ¿Alternativa o reciclaje?, Ocean Sur, México, 2012.
[2] Al emplear el término «democracia neoliberal» se parte de la premisa de que la democracia es una forma de dominación y subordinación de clase. Siguiendo esta lógica, democracia burguesa es el tipo de democracia que se corresponde con toda sociedad donde se le emplee como mecanismo de la dominación y subordinación ejercida por la clase social burguesa, y por democracia neoliberal entendemos al tipo de democracia burguesa impuesta por la oligarquía neoliberal. La democracia neoliberal se caracteriza por el culto a los elementos formales de la democracia burguesa, tales como el pluripartidismo, pero con un Estado ubicado fuera del espacio de confrontación gramsciano, en el que la izquierda y el movimiento popular pudieran arrancarle concesiones en materia de política social y redistribución de riqueza. Es un sistema de dominación en el que la «alternancia democrática» en el gobierno está restringida exclusivamente a candidatos y partidos neoliberales.
[3] Ben Rhodes: The World As It Is: A Memoire of the Obama White House, Random House, New York, 2018, p. 206.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.