Recomiendo:
2

Romanticismo político, tensiones éticas y heridas abiertas

El jardinero y las espinas: para un adiós al Pepe Mujica

Fuentes: Rebelión

El lirismo político como legado: el barro como barrio

Cerró los ojos el viejo jardinero, cultivador de flores polinizadoras de la política, aunque de fecundidad morosa. Sembró raras utopías en tierra yerma y supo regarlas con la terquedad aspersora de los justos. Murió José Pepe Mujica, pero sobrevive el tono terroso de sus palabras y la potencia contracultural de su ejemplo. Murió el hombre, no el gesto. Ni su rancho sin rejas, ni su sillón reciclado, ni su perra de tres patas. Se fue quien convirtió su vida en un acto poético-político de resistencia, de morosas conquistas parciales sin estridencias, hecha de gallinas, discursos descalzos, tractor y banderas de integración, aún de lo irreconciliable. El cambio de balas por semillas y trincheras por surcos, lo fue corriendo hacia el púlpito pagano de la austeridad, desde el que predicó incansable una relibidinización de los haceres. Le apuntó con su fusil discursivo al consumismo, como si fuera un superyó inclemente y monacal, dispuesto a atenuar con escaso éxito, los misteriosos fulgores fetichistas de la mercancía, o en otros términos, a disparar al aire contra inmensos bombarderos sedientos de víctimas. Y como si el guion hubiese sido escrito por algún dramaturgo sensible y sobrio, pidió ser cenizas con destino fertilizante bajo un árbol, junto a Manuela, como si la historia, por una vez, le concediera el derecho de enraizarse y no solo florecer.

Pepe fue, en verdad, un sobreviviente del barro que volvió al barro, no sin antes dejar señales en cada piedra del camino. Un sabio de tribu, un anciano sin toga que hablaba desde el barro y no desde el mármol. Su voz rasposa de boliche y barricada, esmerilada en jornadas de lucha, supo encontrar un idioma nuevo, que hablaba de la tierra y la injusticia como se habla del tiempo y la banalidad de los días. No fue el estratega meticuloso ni el estadista de cifras, pero fue el hombre que quiso enseñar que hay otra política que no se resume en gestos eficaces, sino nobles. Desde las profundidades de la mazmorra del aljibe hasta la Casa Blanca y el Vaticano, desde los asentamientos urbanos hasta los aplausos de Río+20 y la asamblea general de la ONU, su trayectoria no fue una línea recta, sino una espiral melancólica de estribillo tanguero, que nunca perdió el horizonte. Que sus últimos años fueran políticamente ambiguos o erráticos, no empaña el fulgor de haber encendido una ética de la coherencia personal y la autenticidad radical. Quijote y Sancho a la vez, un filósofo como Gramsci los concebía, con alpargatas enchastradas, y un político que no mintió sobre su humanidad. ¿En qué momento Mujica dejó de ser un político y se convirtió en un símbolo global? Quizás cuando dijo en Río+20 que veníamos a hablar de desarrollo, pero que lo importante era salvar la vida. O cuando renunció a privilegios que otros no se atrevían ni a nombrar. Su humanidad traspasó las fronteras, no por su astucia sino por su naturalidad. Fue lo contrario al líder que divide: un referente que, incluso para quienes lo detestaban, resultaba inexpugnable. No por invencible, sino por irreductiblemente humano.

Fue guerrillero y fue preso. Fue baleado y moribundo. Fue fugitivo y torturado. Fue diputado, senador, ministro, presidente. Pero, sobre todo, fue un modo de habitar la política. El de hablar con la tierra en la voz y la historia en los gestos. Su programa fue más coherente que eficaz, más ético que técnico. Cambió promesas por confesiones y discursos por silencios cargados. Su gobierno amplió derechos, hizo crecer la economía del país a tasas casi chinas, mejoró la infraestructura en general y comunicacional en particular. Lanzó un programa de mejoras de viviendas, apoyó al Instituto de la Colonización, creó una nueva universidad pública y sobre todo, bajo su gobierno, se sancionaron finalmente las leyes del aborto, de matrimonio igualitario y legalización del cannabis. Su política exterior fue integracionista, sumándose decisivamente a la ola progresista sudamericana y logró superar la absurda tirantez con Argentina deteriorada desde el conflicto de la pastera. A veces se equivocó de callejón como en materia educativa o con proyectos naufragados, pero siempre caminó a pie. El Fusca devino emblema, pero no por demagogia: fue la coherencia estética de un anacoreta republicano. Su estrategia política resultó autobiográfica. En épocas de “extimidad”, acusarlo de exhibicionismo sería tan anacrónico como tapar un espejo, no por pudor, sino por temor a su reflejo. Su existencia desnudó la obscenidad del privilegio y puso en evidencia el absurdo del cinismo. La derecha intentó sin éxito caricaturizarlo, o simular una condescendencia impostada. El hombre que se definía como “un militante viejo” se volvió el espejo donde nadie quería mirarse: vivir sin ostentar, gobernar sin corromperse. La profesionalización de la política lo toleraba, pero no lo imitaba. Mucho menos los partidos conservadores. Quizás debió haber fundado una escuela, no de pensamiento, sino de imitación. Porque en un sistema que vuelve excepcional la coherencia, si la imitación no se institucionaliza, no habrá (l)imitación. Con solo una consonante de distancia, la política se vuelve virtud en frontera. Como cuando una vocal, permite pasar del barro al barrio.

Mujica fue un asaltante romántico del poder político, al punto de introducir el romanticismo político en el progresismo uruguayo, con proyección internacional. En primer lugar como rechazo al utilitarismo, la mecanización y la mercantilización de la vida, oponiendo una utopía alternativa con cierta nostalgia transformadora, o melancolía activa, como tristeza movilizada. Un utopismo ético y estético mucho más que técnico. Opone un vitalismo a la fría especulación. Una postura trágica pero solidaria, que camina por la cornisa donde es fácil deslizarse hacia el escapismo o el conservadurismo. Rehusó las coordenadas del realismo político: prefirió soñar utopías antes que diseñar escaramuzas menores. Al igual que los socialistas utópicos del siglo XIX, priorizó la coherencia práctica como embrión de transformaciones sociales. Militante del don y del despojo, no buscó restaurar el pasado sino redimir su fulgor comunitario: el sentido del trabajo como arte, de la vida como milagro, del otro como semejante. Mientras el mundo se digitalizaba y aceleraba, él retomaba un discurso pausado que hablaba de felicidad. Su romanticismo no fue evasionista sino utopista, algo insoportable para los pragmáticos. No toda utopía naufraga: algunas se convierten en faros para quienes aún buscan la arena de playa. Cuando José Hernández terminó de dar vida a su gaucho matrero, Fierro, acaso comenzó, sin saberlo, a pergeñar el guion de otro personaje: aquel que hoy revive en la fraseología mujiquista. No fue un romanticismo político institucionalizado, sino una brizna crítica inficionada en la modernidad: un polen revuelto con hebras progresistas. Que Marx y Engels lo hayan castigado en el manifiesto comunista, no debe eclipsar que hay huellas actuales de Fourier, Proudhon o Saint Simón, del vitalismo de Rousseau o en términos intelectuales y más recientes el pesimismo de Benjamin o Bloch. Pero presentadas bajo la figura del individualismo, entre la ejemplaridad que enseñaba sin sermones, y moralizaba sin castigos.

El riesgo de desliz conservador del romanticismo político, no es una hipótesis teórica ajena al personaje, sino que por el contrario, tal vez también contribuya a su humanización. Ni Pepe en particular, ni el MPP, su sector frentista en general, siguieron un derrotero transformador del FA. Buena parte de las alternativas dinamizadoras del Frente Amplio y de la sociedad uruguaya fueron frenadas en sucesivos congresos, enfrentándonos. Desde la reforma constitucional hasta la expansión de los debates hacia las bases. El giro electoralista, sin duda exitoso, lo hizo al costo de producción de una autopista hacia la claudicación para aventureros oportunistas y traidores como Aparicio Saravia o Gonzalo Mujica, provenientes de estas tácticas politiqueras erigidas desde el marketing. También contribuyó, espero que involuntariamente, a la emergencia de la peor excrecencia política uruguaya, el partido Cabildo Abierto del General Manini Ríos y consorte, antiguo comandante en su gestión. Pero más aún nos lo traen recientes declaraciones sobre chismosas mentiras en juicios de genocidas o ambigüedades respecto a la vergonzosa impunidad de delincuentes de lesa humanidad, incluyendo la derrota cívica de la papeleta rosa paralela a su elección presidencial, producto del escaso vigor militante hacia ella. Ya no se trata solo de poner en cuestión la inútil política de defensa que implementó en su gobierno Fernández Huidobro, sino de la herida indeleble al movimiento de derechos humanos y una claudicación imposible de reconciliar con su ética vitalista. Es la herida que no cicatriza, la de un silencio hecho río de sangre personificada en el tránsito por la Avenida 18 de julio como el que acabamos de protagonizar entre decenas de miles en la Marcha del Silencio por Montevideo. Mujica a quién encontramos el año pasado sentado con su compañera en una silla cerca de la explanada municipal, estuvo entre nosotros pesando en el dolor por su partida, aunque símbolo a la vez por lo exiguo de sus esfuerzos por desmontar la teoría de los dos demonios. Por el contrario, con cuidadosa parsimonia, fue introduciendo una política de conciliación inaceptable desde todo punto de vista, ético, político y humano. Algo incompatible con la prioridad de la vida desde la ontología, es decir desde el ser por sobre el tener que caracterizó su estilo, además de imperdonable, para quien predicó la vida como verbo y no como propiedad.

A ese jardinero de las flores, mientras hablaba de la vida que instaba a conquistar mientras la suya se le iba apagando, sus ojos se le llenaban de primaveras. Las flores de la chacra, con las que se ganó la vida antes de ser leyenda, nunca estuvieron exentas de espinas. Las que legó a la política tampoco.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.