Desde 1996, año en el que los talibanes conquistaron Kabul, la capital de Afganistán, hasta que a finales del 2001 fueron expulsados del poder por la coalición militar dirigida por EEUU, el régimen político impuesto por los «estudiantes del Islam» (es lo que significa la palabra «talibán») a la población afgana sometió al país a […]
Desde 1996, año en el que los talibanes conquistaron Kabul, la capital de Afganistán, hasta que a finales del 2001 fueron expulsados del poder por la coalición militar dirigida por EEUU, el régimen político impuesto por los «estudiantes del Islam» (es lo que significa la palabra «talibán») a la población afgana sometió al país a una dura disciplina de vida.
Ese régimen fue la máxima expresión de la brutalidad islamista: se prohibió la música, el cine, la televisión, la fotografía y hasta el vuelo de las cometas, tan comunes en el país. Reclutaban por la fuerza a un hombre de cada familia, o en cada tienda, local o comercio, o entre los que poseían tierras. Si no podían pagar un sustituto eran forzados a servir en el ejército de los talibanes. Los hombres que se dejaran la barba demasiado corta podían ser azotados; las mujeres dejaron de estudiar o trabajar y no podían abandonar el hogar a menos de ir acompañadas de un miembro masculino de la familia. La aplicación estricta de las leyes musulmanas convirtió al país en una tiranía teocrática sin igual en el mundo.
Fue así como, incluso en las provincias de talante más conservador e islámico, se vio con alivio la caída del régimen talibán y la ocupación militar internacional que impuso un nuevo gobierno en Kabul. La ocupación produjo dos consecuencias de efecto retardado: por un lado, hizo concebir esperanzas a los afganos de una transformación beneficiosa de sus modos de vida; por otro, el rápido y poco cruento derrocamiento del talibanismo permitió que los iluminados estrategas del Pentágono imaginaran que se podría hacer lo mismo con el régimen de Sadam Husein en Iraq.
Ambos efectos han resultado ser muy negativos. La desdichada invasión de Iraq se ha convertido ahora en el principal problema que tiene que resolver EEUU y que afecta a toda la comunidad internacional. Y las esperanzas de los afganos de mejorar sus condiciones de vida se están evaporando ante la lenta reconstrucción del país, la ineficacia del gobierno de Kabul, la inseguridad, la corrupción, el aumento de la delincuencia y la reactivación del cultivo de opio como factor básico de la economía. A esto se une el creciente número de víctimas inocentes causado por las operaciones militares de las fuerzas ocupantes, lo que aumenta el rechazo que éstas producen.
Pero hay poblaciones afganas donde no se teme la llegada de los talibanes porque… ¡ya están allí de nuevo! En Musa Qala (provincia de Helmand), por ejemplo, los talibanes restablecieron el pasado mes de febrero su poder, nombrando al gobernador del distrito, al jefe de policía y a los tribunales islámicos. Pero, conscientes de los errores del pasado, introdujeron cambios para hacerse más aceptables por el pueblo. Un jefe talibán declaraba: «Si la gente quiere ver la televisión en sus casas u oír música, pueden hacerlo. No les diremos nada». Y añadía: «Todos pagan los diezmos a su muláh, y lo hacen voluntariamente, nadie les fuerza». No insistía en el hecho de que cualquier afgano sensato se rascaría gustoso el bolsillo ante un talibán armado y decidido a cobrar su religioso impuesto revolucionario.
Un residente local declaraba: «Nadie dice ahora al pueblo lo que tenemos que hacer. Nos dejamos la barba o nos la afeitamos. Nadie le molesta al que cultiva opio, que se compra y se vende a gran escala». Durante su anterior época en el poder, los talibanes eliminaron casi por completo el cultivo de opio; ahora son más flexibles y se sospecha que participan en los beneficios de su venta y exportación.
Pero los talibanes no han renunciado a sus principios básicos: la emisora de radio local exhorta a los oyentes a unirse a la yihad, emite canciones y marchas patrióticas sin acompañamiento musical y es un foco permanente de agitación contra la ocupación militar. Intenta con ello dominar el temor de los ciudadanos ante las represalias militares efectuadas por las fuerzas de ocupación y por las del gobierno de Kabul, que mantienen a la población en un estado de tensión permanente y fuerzan a muchos a emigrar.
Algunas escuelas han reabierto, aunque la mayoría están derruidas. Se prohíbe la coeducación y, en tanto no se construyan nuevos centros escolares, las niñas permanecen en sus casas: «No nos oponemos a la enseñanza. Apoyamos las escuelas que educan de acuerdo con la cultura afgana y la ley islámica -afirma un jefe talibán- pero controlamos bien lo que en ellas se enseña. Por ejemplo, queremos que en nuestra escuela, al enseñar el abecedario, se diga ‘A de Alá’ y no, como antes, ‘A de Anor’ [anor significa «granada»], ‘Y de Yihad’…».
Triste sino, pues, el de los afganos. Se ven obligados a seguir viviendo entre las imposiciones absurdas de una teocracia adusta y las explosiones de las bombas lanzadas por los ocupantes extranjeros, que con ellas pretenden hacerles libres y democráticos. Bombas destructoras por un lado y religión opresora por otro. Este parece también el sino de gran parte de la humanidad, que no muestra muchas señales de progreso al adentrarse en el siglo XXI.
* General de Artillería en la Reserva