Síntesis La lucha contra la impunidad, en cualquiera de sus formas, es siempre una buena noticia para la especie humana; es una forma de ir afianzando el imperio de la ley, la civilización contra el triunfo y la entronización del más fuerte. En ese sentido, en Guatemala el inicio de los juicios que habrán de […]
Síntesis
La lucha contra la impunidad, en cualquiera de sus formas, es siempre una buena noticia para la especie humana; es una forma de ir afianzando el imperio de la ley, la civilización contra el triunfo y la entronización del más fuerte. En ese sentido, en Guatemala el inicio de los juicios que habrán de juzgar hechos considerados delitos de lesa humanidad cometidos por militares hace más de tres décadas, es una noticia esperanzadora. Sin embargo, hay que ver esa dinámica a la luz de una lectura más política (de oportunismo político incluso) que de triunfo de la causa de la justicia. Los juicios llegan tarde, con un retraso de muchos años, juzgándose a ancianos que, probablemente, hasta puedan ser considerados inimputables dada su edad. Es significativo que los juicios se den en una administración manejada por militares, que como cuerpo serán siempre leales a quienes condujeron el conflicto armado años atrás. Ello lleva a pensar que podría haber en todo esto algo de jugada política: se sacrifica a algunos ancianos militares -para el caso, un general que ha tenido bastante de «problemático» para los grandes factores de poder de la sociedad guatemalteca: Ríos Montt- haciéndole jugar el papel de chivo expiatorio. El cuerpo castrense en su conjunto muy probablemente no sea tocado, y aquellos factores de poder a quienes sirvió durante la Guerra Fría desde el Estado contrainsurgente, no se inquietan, pues sin dudas no están en la mira. Hay justicia, pero bastante relativa. De todos modos, es buena noticia.
El Estado, se supone, está destinado a armonizar la vida y las relaciones de todos los habitantes que se encuentran bajo su jurisdicción. Por tanto, es su deber proteger la vida de todos sus ciudadanos, sin excepción. Si alguno de ellos incurre en graves delitos, en Guatemala, dado que existe pena de muerte, puede llegarse al extremo de condenarlo a ella; pero eso no deja de ser una medida racional, sopesada y, básicamente, apegada a la ley, a un Carta Magna que así lo establece. En todo caso, se podría refutar la pena de muerte desde una crítica ética, desde principios humanísticos. Eso es lo que hace, por ejemplo, la Iglesia Católica. Pero no es posible condenarla por ilegal, por anticonstitucional. Aplicándola, el Estado no se constituye en homicida; simplemente está cumpliendo con un mandato legal que una determinada circunstancia lo lleva a tomar.
Ahora bien: si el Estado, arbitrariamente, mata a alguien fuera de los marcos constitucionales, incurre en un delito. A eso se le llama terrorismo de Estado. ¿Quién es el responsable en ese caso? ¿El jefe de Estado? ¿Aquél que cometió el asesinato? ¿El que dio la orden? ¿Los cuadros intermedios? Asunto difícil, por cierto. Pero lamentablemente, eso sucedió en Guatemala: el Estado fue responsable de muchos crímenes. Eso está largamente documentado en profundos y concienzudos estudios: el de la Iglesia Católica, por ejemplo: el Proyecto Interdiocesano Recuperación de la Memoria Histórica, publicado como «Guatemala: nunca más», que le costara la vida a su mentor, el obispo Juan Gerardi. O el surgido de los Acuerdos de Oslo de 1994 entre gobierno y movimiento revolucionario: el Informe «Guatemala. Memoria del Silencio», voluminosa y bien documentada investigación que realizara Naciones Unidas a través de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico.
Que el Estado practicó terrorismo, que fue anticonstitucionalmente un violador de preceptos legales, está demostrado a través de una cuantiosa documentación. Sucedió en miles de ocasiones. La guerra interna que se vivió por espacio de muchos años dio lugar a una enorme comisión de asesinatos por parte del Estado contra población civil no combatiente. Si fueron 200,000 los muertos, o menos de 40,000 como ahora se ha comenzado a decir, eso no cambia la situación de fondo: no es asunto de cantidades sino de responsabilidades: el Estado no puede matar a sus ciudadanos, así sea que se trate de una guerra civil, tal como la que aquí se vivió. El número no lo exime de culpa. Y así fuera uno solo el muerto en condiciones de ilegalidad, no como ajusticiamiento luego de un juicio público con todas las garantías del caso, el ilícito no puede tener justificación. Si no se lo considera un delito, un quebrantamiento de la ley, un acto que merece castigo por ilegal y del que tiene que haber algún responsable, es lisa y llanamente porque la impunidad se impone. Eso, exactamente, es lo que viene pasando en Guatemala desde toda su historia.
Terminado el conflicto armado interno, las heridas que esa catástrofe social dejó aún están abiertas. Sin dudas lo estarán por varias generaciones aún. 200,000 muertos y 45,000 desaparecidos no son poca cosa; de hecho, fue la guerra contrainsurgente vivida por países latinoamericanos en estas últimas décadas en el medio de la Guerra Fría y las estrategias de Doctrina de Seguridad Nacional más cruenta de toda la región. Ello, seguramente, habla de la impunidad que define nuestra historia: una catástrofe social… ¡y nadie se hace responsable!
Superar tanto dolor no es fácil. Como una de las secuelas principales de esa guerra tenemos una fortalecida cultura de impunidad, que se asienta en una impunidad ya histórica, estructural. Es decir: se puede hacer cualquier cosa (pasar un semáforo en rojo, matar, evadir impuestos, comprar una licencia de conducir, contratar un sicario) con la seguridad que nada pasará. Eso es la impunidad. ¿Nadie se hará responsable de los crímenes que cometió el Estado durante la guerra interna? A 17 años de terminada, parece que no. Pero hay una buena noticia: al menos alguna cabeza visible va a ser juzgada. En realidad: dos. Los generales Ríos Montt y Rodríguez Sánchez van a juicio por masacres en el área ixil, Quiché.
¿Empieza a funcionar la justicia en Guatemala? Quizá… Pero la respuesta debe ser matizada.
Combatir la impunidad, siempre, en cualquier circunstancia, es una buena noticia. La historia reivindica como un avance civilizatorio los que hoy se consideran «históricos y emblemáticos» juicios de Nüremberg, en la Alemania de la segunda post guerra mundial. ¿Por qué? Pues porque la justicia funcionó condenando a quienes cometieron delitos de lesa humanidad, para el caso los nazis, y eso significó un mensaje esperanzador para la humanidad. No puede dejarse de mencionar que esos juicios deben entenderse en clave política: los ganadores de la Segunda Guerra Mundial, los Aliados, en buena medida capitaneados por la potencia emergente de Estados Unidos, se permitieron legarnos esta buena noticia, este mensaje contra la impunidad que constituyó el juicio a los genocidas jerarcas alemanes. Buena nueva, por cierto; pero enmarcada en una agenda que podría cuestionarse: se castigó la impunidad de los vencidos. ¿Por qué no un juicio a quienes arrojaron dos bombas atómicas contra población civil no combatiente en momentos en que militarmente ello no era necesario, pues Japón ya estaba destrozado y a punto de rendirse? ¿Por qué no funcionó allí el combate a la impunidad y al abuso de poder? Simplemente porque Washington fue ganador en la contienda. El mensaje de los juicios de Nüremberg es importantísimo en sí mismo, sin dudas; pero también conlleva un estigma: se castigó al perdedor (¿hacer leña del árbol caído?). El ganador se salió con la suya; la historia la escriben los que ganan, suele decirse. Y de hecho ahí comenzó una carrera de armamento nuclear que nunca se ha detenido y donde la Casa Blanca se siente con derecho a ser la primera y decidir quién puede y quién no puede seguir sus pasos. ¿No es eso impunidad también?
Lo que se quiere resaltar es que los juicios contra los «asesinos nazis» (al igual que los que se puedan haber hecho contra los militares asesinos de Ruanda en su momento, o contra el general Milosevic en la ex Yugoslavia luego de la Guerra de los Balcanes), tienen una carga política nada desdeñable: son una buena noticia para la humanidad, pero también encierran agendas ocultas. Es decir: hay en ellos jugadas políticas (se juzga a unos pero se perdona a otros; se mira para otro lado en el momento de las atrocidades avalándolas finalmente, y luego se las castiga cuando es «políticamente correcto» hacerlo). Lo cual lleva a plantearse hasta qué punto la justicia es realmente independiente.
¿Qué tiene que ver todo ello con los juicios contra los generales Ríos Montt y Rodríguez Sánchez en Guatemala? Pues bien: también puede haber en todo ello jugada política.
Sin dudas, como primera cuestión a puntualizar, es importante decir que el juicio contra quienes están acusados de delitos tan graves como masacres, desapariciones forzadas de personas y, llegado el caso, genocidio (es decir: delitos de lesa humanidad, igual que los jerarcas nazis o los militares ruandeses), es siempre una buena noticia, una bocanada de esperanza en la perpetua lucha de la especie humana por mayores cuotas de respeto a los derechos elementales, al Estado de derecho. En definitiva: cualquier achicamiento de la impunidad debe ser bienvenido y saludado efusivamente.
Pero, ¿realmente eso está sucediendo con estos juicios en Guatemala en este momento? De ningún modo podría decirse, como afirma cierta derecha pro militar, que hay allí algún encono, un espíritu revanchista o cosa por el estilo. El Estado, desde un principismo mínimo que no es políticamente ni de derecha ni de izquierda, no puede masacrar a su propia población. No puede, bajo ningún punto de vista, atentar contra la vida de sus ciudadanos, aquellos que lo financian con sus impuestos. Eso es un delito y no admite justificaciones. Si durante la guerra interna el Estado cometió esos abusos, ahora debe resarcir a las víctimas de los mismos. Y debe enviar mensajes de respeto a la Constitución y a la institucionalidad democrática como una sana medida que preserva el Estado de derecho. Enjuiciar a acusados de delitos de lesa humanidad puede contribuir a afianzar la justicia, no al revanchismo. Es, si se quiere, una medida que finalmente contribuye a crear un clima de paz social y no de confrontación.
De todos modos, como todas las acciones humanas, las cosas nunca son absolutamente puras y transparentes. Por el contrario, en el ámbito del poder, de lo político, más bien son enrevesadas y complejas, sumamente complejas, con agendas ocultas, con dobles mensajes.
¿Se está reforzando la lucha contra la impunidad con los juicios contra los generales José Efraín Ríos Montt y José Mauricio Rodríguez Sánchez? Ojalá así sea. ¿O hay «quinta pata del gato» en la maniobra?
Si la justicia llega, aunque sea tarde, bienvenida. Sin dudas, ahora es algo tarde, porque lo que se está juzgando ahora sucedió hace tres décadas, y ya ha corrido demasiada agua bajo el puente desde aquel entonces. De todos modos, este tipo de delitos, por ser considerados de lesa humanidad, son imprescriptibles. En ese sentido, bienvenidos como aporte contra la impunidad, así como podríamos decir también bienvenidos los juicios que echen luz sobre los crímenes de Estado de la Guerra Civil Española de la década del 30 del pasado siglo. Insistamos: más vale tarde que nunca.
La pregunta es si realmente habrá ahora, aquí en Guatemala, el inicio de una verdadera campaña de combate a la impunidad, o hay en todo esto mucho de una maniobra distractora, de doble rasero, oportunista en definitiva. ¿Cómo entender que un gobierno lleno de militares, con un comando kaibil en la presidencia que fue parte activa de la misma estrategia de guerra por la que ahora se juzga a estos dos generales, la emprenda contra militares? Más bien habría que pensar que se están sacrificando algunos peones, que hay chivos expiatorios. No puede dejarse de mencionar que en el mismo momento en que empieza el juicio se registra una avanzada de agresiones contra militantes del campo popular y defensores de derechos humanos.
No es ninguna novedad que existen poderes que deciden mucho, quizá más que los presidentes (eso no sólo en Guatemala, por supuesto). Ríos Montt es un símbolo, y por eso mismo se lo puede usar. ¿Por qué ahora cae en desgracia y se lo sienta en el banquillo de los acusados? ¿Quién decidió esto? De hecho, hace tiempo ya que no es santo de devoción de los grandes factores de poder, de esos que mandan más que los presidentes de turno; o quizá nunca lo fue, por eso su historia política está plagada de cortocircuitos (se le «robó» una elección presidencial y se le envió a un dorado exilio en España, por ejemplo). Si bien la impunidad reinante permitió que, terminada la guerra, fuera omnipotente Secretario General de un partido político creado a su medida y presidente del Congreso, después del infausto Jueves Negro, en julio del 2003, su figura empezó a caer en desgracia, con arresto domiciliario incluido. Su partido político, el Frente Republicano Guatemalteco -el FRG- de omnímodo dominador de la escena política unos años atrás, ahora desaparece sin pena ni gloria. ¿Por qué fue muriendo, y ya desde las elecciones pasadas, el partido «militar» se recicló en el Patriota? ¿Quién decidió esto? De hecho, hace poco se disolvió oficialmente, y la noticia casi no tuvo cobertura mediática. Más aún: alguien bajó el dedo para que Zury Ríos, la hija del general, saliera de la escena política nacional. Hasta no hace mucho se hablaba de su posible llegada a la presidencia; ahora es un cadáver político, y ni una vez más se la volvió a mencionar en los medios de comunicación desde hace un tiempo. Evidentemente, alguien decidió esto.
Enjuiciar ahora por delitos de lesa humanidad a este par de ancianos militares puede ser el inicio de una lucha frontal contra la impunidad y la recuperación de la memoria histórica del país, conmocionado todavía por esa carnicería que fue el llamado conflicto armado interno (¿por qué no decirle «guerra civil», si eso es lo que fue?) Mucho de la violencia actual («epidemia de violencia», según los expertos) hunde sus raíces en ese conflicto, pues de ahí se sigue buena parte de los problemas actuales ligados al tema de seguridad (o inseguridad) ciudadana. Aunque también puede ser una maniobra que, finalmente, contribuya a dejar inalteradas las causas que provocaron ese cataclismo social que se inició con el golpe de Estado de 1954 y la entrada de la CIA, y que formalmente terminó el 29 de diciembre de 1996, pero cuyas causas reales siguen inalterables.
El ejército, como cuerpo destinado a defender la patria de cualquier ataque, actuó en nombre de aquello para lo que fue preparado durante décadas: la contrainsurgencia, el enemigo interno, el «comunismo internacional» que, según la lógica de la Doctrina de Seguridad Nacional, como «cáncer» se expandió en los años de Guerra Fría. En realidad, lo que esas fuerzas armadas, en cuenta Ríos Montt y todos los militares de aquellos años, defendieron a capa y espada, ahí sigue inalterable: diferencias socioeconómicas irritantes, concentración de la riqueza en pocas manos, reales espacios políticos para transformar esa situación cerrados. Tal como dice la Comisión para el Esclarecimiento Histórico en sus Conclusiones cuando analiza las causas de la guerra: «Si bien en el enfrentamiento armado aparecen como actores visibles el Ejército y la insurgencia, la investigación realizada por la CEH ha puesto en evidencia la responsabilidad y participación de los grupos de poder económico, los partidos políticos, y los diversos sectores de la sociedad civil. El Estado entero, con todos sus mecanismos y agentes ha estado involucrado. Reducir el enfrentamiento a una lógica de dos actores no explicaría la génesis, desarrollo y perpetuación de la violencia, ni la constante movilización y diversa participación de sectores sociales que buscaban reivindicaciones sociales, económicas y políticas».
Es buena noticia sentar en el banquillo de los acusados a alguien que dio órdenes para masacrar, a alguien vinculado al delito de genocidio. Pero los grupos que, en definitiva, se beneficiaron de todo ello, difícilmente serán enjuiciados algún día. Al general no hay dudas que lo dejaron morir solo. No podríamos decir que eso sea para lamentarnos, claro… Pero ello debe llevar a preguntarnos: ¿y qué hay, como dijera el Informe de la CEH, de «la responsabilidad y participación de los grupos de poder económico, los partidos políticos, y los diversos sectores de la sociedad civil» a los que defendió el ahora abandonado militar-pastor?
La intención del presente escrito en modo alguno pretende ser de aguafiestas, de cuestionador del histórico juicio que ahora inicia. Juzgar el genocidio no es asunto del pasado: por el contario, es la posibilidad de construir otro presente y un mejor futuro. Quizá el juicio en sí mismo no garantiza que estos delitos de lesa humanidad nunca vuelvan a repetirse; pero es un paso importantísimo, toral en la búsqueda de una sociedad más justa y equitativa. Lo que no hay que perder de vista es que si se llegó a todas estas masacres execrables, es porque ello se hizo en nombre de la defensa de un modo de vida que, lo vimos en el pasado y lo seguimos viendo ahora, no resuelve los problemas estructurales del país, la pobreza crónica, la exclusión de los más, el atraso comparativo, el racismo.
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Material aparecido en la Revista Análisis de la Realidad Nacional, N° 25 (abril de 2013) de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Se reproduce aquí con autorización de los Editores.
Marcelo Colussi Psicólogo y licenciado en Filosofía. De origen argentino, hace 17 años que vive en Guatemala. Investigador en ciencias sociales, catedrático universitario, escritor. Es socio fundador del Centro de Estudios sobre conflictividad, poder y violencia -CENDES-.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.