Un mandatario satisfecho, una ceremonia deslucida y acerbas críticas por los resultados del primer año de gestión dejaron un regusto amargo a una ciudadanía decepcionada e incrédula. A pesar de las sonrisas y los gestos ampulosos del Presidente de Guatemala, está claro que con un frágil 20 por ciento de aprobación el camino se le […]
Un mandatario satisfecho, una ceremonia deslucida y acerbas críticas por los resultados del primer año de gestión dejaron un regusto amargo a una ciudadanía decepcionada e incrédula. A pesar de las sonrisas y los gestos ampulosos del Presidente de Guatemala, está claro que con un frágil 20 por ciento de aprobación el camino se le presenta complicado y la recuperación de la confianza de sus electores -quienes desde hace algún tiempo muestran señales de arrepentimiento- se ve lejana en el horizonte.
Pero en realidad su popularidad es lo menos importante. Mucho más relevante es el hecho de que durante su gestión la prometida transparencia ha estado ausente y sus reacciones frente a los señalamientos de corrupción contra su hijo y su hermano han evidenciado que ese propósito nunca fue tomado muy en serio por quien dirige los destinos del país. Tal y como comentan los medios internacionales, el mandatario parece haberse quedado sin guión, si es que alguna ve lo tuvo. La opacidad y el autoritarismo son, precisamente, dos de los grandes pecados contra los cuales la población se rebeló en 2016 y parece dispuesta a repetirse el plato en estos primeros meses del año.
Hablar de avances es casi un gesto de arrogancia por parte del gobierno. Incluso cuando existen pasos concretos en la dirección correcta, en algunos ministerios, las condiciones de vida de las grandes mayorías constituyen la evidencia más palpable de la debilidad de que la actual administración deberá tomar muy en serio las críticas acerca de la ausencia de un plan estratégico coherente y propositivo, una de las fracturas peligrosas en la estuctura administrativa del Estado.
Un 80 por ciento de la población rural infantil en estado de desnutrición deja en ridículo cualquier alarde de éxito en el desempeño del equipo de gobierno. A eso hay que contrastarle el déficit en atención escolar para la población menor de 18 años, la cual sobrevive en una marginación permanente en todos los aspectos más importantes de su desarrollo. Por eso, los discursos protocolarios en estos actos de una solemnidad vacía de contenido hieren de muerte las esperanzas de los más necesitados al ver cómo sus gobernantes se palmean la espalda unos a otros, se felicitan por sus logros y se muestran satisfechos, dando por sentado que la población, desde sus hogares, los aplaude.
El desconocimiento de la realidad no es tan profundo en los ámbitos del poder como la conciencia de que para cambiarla sería preciso destruir los andamiajes de la corrupción y la impunidad, hazaña que pocos políticos parecen estar dispuestos a emprender. Al fin y al cabo, las reglas del juego fueron dadas precisamente para proteger esos nudos cuyos amarres se aprietan con cada relevo. De ahí que los esfuerzos de algunas instancias, como el MP y la Cicig suelen verse entorpecidos por resquicios legales creados ad hoc para ese artero propósito.
Lo más doloroso en este escenario es ver cómo las prioridades están trastocadas y los sectores más desprotegidos y vulnerables estarán en peores condiciones el año siguiente, el que le sigue y muchos más, a menos de reformular todo el plan de gobierno en función de lograr un equilibrio saludable y justo en sus políticas públicas y la ejecución de los programas más urgentes.
Pero esas aspiraciones deben surgir de un profundo acto de reflexión de quienes gobiernan la nación. Porque de nada sirve la retórica del discurso si más allá de los muros del Palacio o del Congreso los niños mueren de desnutrición y las madres de parto mal atendido, mientras sus hijos vagan por no tener escuela.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.