
En la Unión Europea el uso de plaguicidas debería estar sometido a un control estricto y orientado a proteger la salud pública, el medio ambiente y los derechos de los consumidores. Pero la realidad nos demuestra, una y otra vez, que el sistema de regulación no solo es insuficiente, sino que está diseñado para servir a los intereses de la agroindustria, incluso cuando estos chocan frontalmente con el bien común.