Hay rasgos preocupantes en la sociedad uruguaya, paternalistas incluso monárquicos (aunque no expreso´s, ¡eso jamás!).
Tal vez provengan de falencias cosechadas en conciliábulos que “arreglan todo” al margen de la ciudadanía de a pie, de pactos como el del Club Naval; tal vez, de rasgos históricos consustanciales, con nuestra formación sociopolítica.
Lo cierto es que los vemos hoy día. No pertenecen exclusivamente a la actual presidencia; algunos son compartidos por la actual y anteriores.
¿Podrá ser que los paréntesis de nula democraticidad, y/o el propio origen colonial de nuestro país, faciliten, induzcan a debilidades de los alcances democráticos?
¿Cuál entonces sería la razón por la cual la baja democraticidad estaría aumentando, como nos parece registrar en este reciente 2020?
Nuestro país se caracteriza por cierta autocomplacencia que llama la atención. Somos la mejor institucionalidad vigente. Somos los primeros en cuidados de la tercera edad. Somos los menos corruptos entre los mal llamados países latinoamericanos; hay una llamativa ristra de autocalificaciones.
Algunas monarquías presentan también la pretensión de ser lo mejor en su clase. ¿Una visión escolar ligeramente inmadura de los acontecimientos sociales o una forma de compensar sentimientos de inferioridad, un poco al estilo del chiste Divito del petiso que cuando pasa debajo de un toldo en la vereda a casi dos metros de altura, se agacha?
Por nuestro propio origen, hemos tenido abundantes caudillismos de uno y otro lado, superados o negados vehementemente por un democratismo oficial cada vez más afiatado que nos han hecho los más celosos referentes de la institucionalidad.
Dentro de los partidos tradicionales ha existido pluralidad de tendencias y pujas, y el papel del caudillismo ha sido relevante. Y bien podríamos decir que el caudillismo es una suerte de monarquía silvestre o primitiva.
La presencia de cuatro presidentes Batlle del Partido Colorado, es una expresión, no es única, de nuestra configuración política, entre caudillista y democrática. Que ha coexistido, permanentemente, con nuestra condición periférica o dicho más crudamente, como señalaba Carlos Vaz Ferreira, con nuestro colonialismo mental. Algo absolutamente simbolizado por el cuarto presidente de apellido Batlle, Jorge, que consideraba que no había ya nada que pensar en política, porque EE.UU. daba la solución.
En este primer año de gobierno del electo Luis Lacalle Pou se pueden apreciar al menos tres rasgos que al menos tentativamente, vamos a calificar de monárquicos: la LUC, el GACH y otro de más compleja etiología, la prosecución del contrato ROU-UPM.
Y dejemos a un lado su autopercepción de ser ‘el primero de los uruguayos’ que no vamos a calificar.
LUC – Tiene la estructura de un úkase imperial, aunque suavizado por un rápido pasaje legislativo. Este tipo de leyes-ómnibus mantiene la forma legislativa pero la hechura ejecutiva.
Y ya sabemos que el ejecutivo más fuerte es el monárquico, como lo explica su etimología (el mon-arca es el único ordenador). Así que, en cierto sentido la LUC opera como la sola voluntad del Ejecutivo, presidencial, como si de un edicto real se tratase. La perentoriedad de los plazos legislativos para tratar la LUC no ha hecho sino reafirmar los rasgos ejecutivistas.
GACH – Se ha constituido mediante la designación de figuras por el presidente, por su presunta o real excelencia. Excelencia reconocida desde las instituciones en que las figuras designadas han hecho, hacen, su desempeño. Sin entrar a cuestionar dichas excelencias en absoluto, sólo cabe
tener en cuenta la sagaz observación de José Ortega y Gasset de que esas excelencias suelen cumplir una ley de hierro.[1]
Gustavo Salle ha sido maltratado por hacer una pregunta sumamente atinada y atingente: ¿por qué no se dispuso la atención de la invocada pandemia sobre los resortes institucionales con que contaba el país?; el MSP, el laboratorio Clemente Estable, por ejemplo.
Una junta de notables designada personalmente por el presidente es una forma de prolongar el poder presidencial mediante visires, es decir sirvientes, pero no obligatorios o forzosos, como es el caso de obreros en una fábrica o peones en una estancia, sino de servidores voluntarios [2] que aceptan gozosamente la tarea; una sombra del poder.
ROU-UPM – El contrato firmado entre los ejecutivos o gerentes de un consorcio transnacional, UPM, casi tan grande como todo el Uruguay, y los secretarios del presidente uruguayo de turno, Tabaré Vázquez, nos habla de una preocupante debilidad de lo democrático.
La metamorfosis del Uruguay ganadero al forestal –que para José Mujica, era asunto sencillo como cambiar de camisa− no empezó, sin embargo, con presidencias frentistas. Sin saberlo, el país fue introducido en “la senda” forestal desde los tiempos de Pacheco Areco y Bordaberry, antes de la crisis con golpe de estado. El período dictatorial, entretanto, permitió que las plantaciones forestales, que llevan su tiempo, fueran creciendo… y anudando intereses.
Cuando en 2017 se firma el contrato ROU-UPM, hacía ya muchos años que Uruguay había recibido ese destino, con dos plantas ya instaladas, desde los tiempos de presidencias coloradas. La masa forestal estaba preparada para convertir al país en productor (sin mayor provecho para las arcas del país, porque a la vez ya se había diseñado el régimen de zonas francas, para que la producción salga del territorio evitando impuestos). Aunque en aquel momento de las tratativas con las empresas forestales pioneras, Ence y Botnia, el Frente Amplio pareció resistir ese rol neocolonial para el Uruguay, prestamente pasaron a ocupar el papel que el capital transnacional mundializado brindaba “como oportunidad de desarrollo”.
Y con UPM el Frente Amplio se convierte en el responsable pleno y principal por su instalación.
El rasgo monárquico dominante en el contrato ROU-UPM es su carácter secreto.
La invocada pandemia planetaria le brindó a Uruguay una “ventana” para al menos suspender, y tal vez anular, un contrato tan afrentoso como el firmado por el Frente Amplio, criticado en su momento hasta por el actual presidente. A principios de 2020, Luis Lacalle Pou mostró sus fidelidades. Más adicto al capital transnacionalizado que a criticar a su predecesor, se negó a suspender el contrato, y aquella critica quedó finalmente como una puntillosidad, un banderillazo sin consecuencias.
Luis Lacalle Pou ha tenido aciertos como un rey bueno o al menos de buen ojo, cuando a la vista de una casi inexistente pandemia en el país, se permitió rechazar toda obligatoriedad decretada por la OMS en medio de la mayor ignorancia. Lo hizo valiéndose de características propias del Uruguay: un país sin megalópolis (junto con Paraguay se presentó inicialmente como los únicos dos países sudamericanos latinos con escasa incidencia de Covid; bastaba una ojeada demográfica para saber por qué).
Con dinastías tradicionales o con renovaciones políticas, nuestro país conserva su condición dependiente. Es obvio que no es fácil desprenderse de semejante yugo, que ha marcado la historia del país, ya tan tempranamente como con la derrota del confederalismo artiguista.
Pero una cosa es reconocer esa impronta y otra es estar orgullosamente instalado en esa medianía o servidumbre.
El posible protagonismo de la gente sufre siempre la misma encerrona: ante la férula, monárquica o presidencial, donde lo importante no es el adjetivo sino el sustantivo; la férula.
No siempre la férula toma la forma monárquica que estuvimos glosando. Ya vimos que el presidente anterior, ajeno a las familias “monárquicas” del país, Tabaré Vázquez, para entregar (un poco más) el país al capital corporativo transnacional, se valió del secreto para hacer negociaciones entre la entidad en que nacimos, habitamos y vivimos, y la corporación dedicada a la producción de celulosa, UPM. Era novedad semejante secreteo, pero el volumen de lo entregado es lo que la hace particularmente ominosa para el futuro del país.
Secreto que, debido a nuestra baja institucionalidad y cierta flacidez de lo democrático (basta ver como, por ejemplo, casi todo el espectro radial está copado por “opios de los pueblos” –desde los pentecostales hasta los futbolísticos− y cuando me refiero al opio no incluyo ni a todo el fútbol ni a todo lo religioso) pasó inadvertido durante meses, hasta que se reaccionó, aunque tardíamente.
Lo mismo nos había pasado cuando los consorcios celuloseros planetarios definieron al Uruguay, así como a Chile, Filipinas, Mozambique y algunos otros países periféricos como aptos para “ser colonizados” con forestación exótica (algo que la UPM finlandesa jamás ha hecho ni hará en su querido terruño).
En resumen, tendremos que aprender a desmarcarnos de estatutos neocoloniales, y de modalidades monárquicas. No es fácil para una sociedad con pasado colonial.
Pero las cosas cambian. Las conciencias
crecen. Y no sólo para adueñarnos de los últimos gadgets que nos han complicado la vida más de lo que nos habían
prometido facilitarla sino para adueñarnos cada vez más de nuestras vidas.
[1] “¿Es el científico un «ignorante instruido»? […] No es un sabio porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante, porque es «un hombre de ciencia» y conoce muy bien su porciúncula de universo. Habremos de decir que es un sabio ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor que se comportará en todas las cuestiones que ignora no como un ignorante sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio.” (La rebelión de las masas).
[2] Releer el formidable Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Étienne de la Boétie, que ya tiene sus buenos cuatro siglos y medio… y sigue invocándonos y desafiando…