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Ecuador: Los 444 artículos de Montecristi

Fuentes: Rebelión

Ciudad Alfaro no es propiamente el nombre de una ciudad, sino de un complejo de medianas proporciones construido para el funcionamiento de la Asamblea Constituyente ecuatoriana. Se encuentra en la ladera de un monte a lo alto de Montecristi, Manabí, a un puñado de kilómetros de la base de Manta que Mahuad cedió a los […]

Ciudad Alfaro no es propiamente el nombre de una ciudad, sino de un complejo de medianas proporciones construido para el funcionamiento de la Asamblea Constituyente ecuatoriana. Se encuentra en la ladera de un monte a lo alto de Montecristi, Manabí, a un puñado de kilómetros de la base de Manta que Mahuad cedió a los norteamericanos hace diez años. La elección de Montecristi como sede de la asamblea no fue casual; en esta pequeña ciudad, a la que muchos turistas se acercan para comprar los originales sombreros Panamá, nació a mediados del siglo XIX Eloy Alfaro, dos veces presidente de Ecuador, héroe de la revolución liberal ecuatoriana, y emprendedor de la modernización del país contra las oligarquías más conservadoras. No en balde lo mataron y arrastraron su cuerpo por Quito hasta incinerar lo que quedaba de él en el parque del Ejido. En estos momentos, los restos de Alfaro reposan en un mausoleo construido junto a las instalaciones de la asamblea. La forma del mausoleo rememora el vuelo del cóndor.

El busto de un Eloy Alfaro de facciones serias que preside la sala de plenos de la Constituyente ha observado durante estos ocho meses, con ojos escrutadores, cómo se iba desarrollando un proceso que durante la noche del 24 de julio, fecha del nacimiento de Bolívar, ha llegado a su fin: la aprobación de una propuesta de Constitución, que votará dentro de algunas semanas el pueblo ecuatoriano. Como cualquier proceso constituyente plenamente democrático, ha sabido sortear sus no pocos momentos de dificultad. El resultado: un Preámbulo, 444 artículos, 30 disposiciones transitorias, una derogatoria y una final. Los asambleístas cercanos al Presidente Correa, uno de los principales impulsores del proceso, levantaron banderas y gritaron «¡sí se puede!» al conocer los resultados de la votación final: duplicaron por tres los votos negativos de la oposición. Al menos, cabe reconocer que ésta se mantuvo firme durante todo el proceso, a diferencia de la boliviana que, el pasado año, optó por abandonar el foro democrático e irse.

¿Qué es lo que se puede, de aprobarse esta Constitución? Se puede, entre otras cosas, contar con uno de los catálogos de derechos más extensos del mundo, con sus garantías minuciosamente detalladas para hacerlos efectivos, y convertir a la naturaleza en sujeto de derechos. Se puede avanzar en el Estado constitucional que el mismo texto define, con mecanismos de democracia participativa de las que ya quisiéramos poder disfrutar en otras latitudes, como la destitución del Jefe de Estado por votación popular. Se puede observar la presencia de reivindicaciones tan necesarias en América Latina, como el derecho al agua, a la alimentación, o los propios de los pueblos indígenas, o la existencia de disposiciones de avanzada, como la prohibición de discriminación de las personas portadoras de VIH, los derechos de las mujeres embarazadas, los discapacitados, los adultos mayores… Se puede, en definitiva, resaltar que el buen vivir, traducción criolla de los términos quechuas sumak kawsay, es el objeto fundamental del poder público. La legitimidad del Estado no es sólo por su origen, sino por sus actos; una versión andina de aquella libertad civil superior rousseauniana que quedó tan desvirtuada en Europa después del fracaso de los principios con que se fundamentaban las revoluciones liberales.

El lector poco iniciado puede asombrarse sobre ciertas ligerezas en el lenguaje del proyecto de Constitución de Ecuador. Cabe advertirle, para facilitar una lectura sin tropiezos, que el proyecto es fiel continuador de la corriente iniciada en varias constituyentes latinoamericanas de la última década y media que incorporan, como la ecuatoriana, el lenguaje de género -la utilización del femenino junto al masculino en los sustantivos-, la reglamentación detallada de muchas de las funciones del Estado, la división poco ortodoxa de los títulos y capítulos, ciertas contradicciones propias del esfuerzo no siempre perfecto de sintetizar las avalanchas de propuestas -lo que no ocurre en las constituciones de las élites-, y la retórica constitucional que convierten a determinados artículos en un párrafo de manual de sociología más que en una norma jurídica. Son circunstancias que desaparecen al entrar en familiaridad con lo que se hizo en Colombia en 1991, en Venezuela en 1999 o en Bolivia el pasado año.

El nuevo constitucionalismo latinoamericano se basa justamente en eso: en ser reflejo detallado y comprensible de las ansias del pueblo, y útil a sus necesidades, y erradica el misticismo léxico de los expertos y los intereses excluyentes de las élites. Una Constitución que no pueda ser apropiada por el pueblo no puede en estos tiempos, por esencia, ser una Constitución democrática. No nos sorprenda, por lo tanto, que durante una lectura detallada del texto, entre artículo y artículo, nos encontremos, junto con la prohibición de la propaganda política en vallas publicitarias, el incentivo de las ciclovías como forma alternativa de transporte terrestre o la garantía de un acceso perpendicular a las playas. Todo eso, claro, en 444 artículos, más de cien páginas cuya lectura puede hacernos una idea de hasta qué punto está en proceso un cambio de paradigma en el constitucionalismo. Con este proyecto de Constitución, Ecuador da un paso firme en el avance hacia la emancipación. Una vez más se ha demostrado cómo los procesos constituyentes en América Latina están sirviendo de mecanismos de emancipación y quiebres radicales con sistemas anteriores, que vivían de espaldas al pueblo.

La Constitución de Montecristi no es, desde luego, cualquier cuerpo jurídico de disposiciones aburridas. Léanla y decidan por ustedes mismos. Y se aceptan pareceres acerca de dos preguntas que flotan en el aire; la primera, sobre cuál será el siguiente país que, como Ecuador, esté convencido en dar un paso adelante con su proceso de reforma democrática. La segunda, respecto a qué pasará cuando los norteamericanos, cómodos con su presencia en Manta, lean en uno de los 444 artículos del proyecto de Constitución que se prohíbe en Ecuador la presencia de bases militares extranjeras.

Rubén Martínez Dalmau es profesor de Derecho constitucional en la Universitat de València.

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