Cuando el recientemente desaparecido filósofo Luis Villoro, en su libro El proceso ideológico de la revolución de independencia, analizaba las discusiones que se dieron en el Ayuntamiento de la ciudad de México en 1808 -cuando peninsulares y criollos se reunieron para decidir que hacer ante la ausencia del rey, destituido por Napoleón- señalaba con acierto […]
Cuando el recientemente desaparecido filósofo Luis Villoro, en su libro El proceso ideológico de la revolución de independencia, analizaba las discusiones que se dieron en el Ayuntamiento de la ciudad de México en 1808 -cuando peninsulares y criollos se reunieron para decidir que hacer ante la ausencia del rey, destituido por Napoleón- señalaba con acierto que en un primer momento los criollos no pretendían la independencia política y la autonomía sino sólo la posibilidad de administrar los bienes de la nación, mientras se restablecía la monarquía en España: «No es aún libertad de hacer una patria, sino de manejarla y dirigirla; libertad de gerencia, no autonomía» (Villoro, p. 44, 1977). Sólo con el golpe de estado que destituyó al virrey Iturrigaray -para impedir que los peninsulares perdieran su poder- los criollos finalmente se decidieron a desafiar al partido europeo. El agravio se fundó en el rompimiento de la legalidad por parte del partido europeo para que todo se mantuviera como estaba hasta entonces.
Sin embargo, y a pesar de la radicalización de los criollos, que a la postre desembocaría en la independencia, el México posterior a 1821 se debatirá entre la posibilidad de construir un país manteniendo intactas las instituciones virreinales o emulando en la medida de lo posible el liberalismo conservador de Jovellanos o Constand. En ambos casos aunque con sus diferencias, miran siempre hacia afuera para encontrar principios que les sirvan de guía y poder así conformar el entramado institucional del estado. Fue así como se fortaleció una dinámica social, política y económica que, controlada por los criollos, insiste en negarse a si mismo para ser.
Viene esto a cuento porque en la reciente visita de Obama a Argentina, el presidente de los EE. UU. puso a Mauricio Macri como ejemplo para los países de la región. «Quedamos impresionados por el trabajo hecho estos cien días» dijo sobre la gestión de Macri y afirmó «… que él (Macri) está fijando un ejemplo para otros países en este hemisferio». Y lo dijo no sólo por qué ha aceptado pagar sin chistar los fondos buitre o apoyar los planes geopolíticos contenidos en el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP); el embate privatizador para favorecer a las transnacionales y a sus aliados locales así como su oposición a promover la cooperación entre los países sudamericanos seguramente fue la causa para que Obama lo felicitara. Macri logró semejante reconocimiento precisamente por su sometimiento a las políticas yanquis para el continente, entre las cuales no se puede ignorar su aquiescencia para alinear a la Argentina en su guerra contra el terrorismo y el narcotráfico. La colombo-mexicanización (militarización y terrorismo de estado) de Argentina está en ciernes y goza de manera incondicional con el apoyo de la derecha latinoamericana sin importar el costo social.
En este sentido se ha hablado mucho sobre como el triunfo de Macri ha generado un fortalecimiento de la derecha latinoamericana aunque en realidad dicho proceso es promovido desde Washington, el cual ha sometido a países como México y Colombia en su afán por asegurar la fidelidad de la región para enfrentar a China y a Rusia. Y si bien el triunfo electoral de Macri forma parte de dicha política imperial, habría que ver a la ofensiva de la derecha latinoamericana como un defecto típico de las oligarquías latinoamericanas, las cuales siguen mansamente los dictados de los poderes mundiales -en esta dependencia ideológica que les reporta enormes beneficios pero al mismo tiempo socava su poder frente a la mayoría de la población generando violencia, marginación y desigualdad.
Esta obsesión de los criollos del siglo XXI por negar el cambio como elemento consustancial a las sociedades contemporáneas ha generado una miríada de golpes de estado en la región que han provocado miles de muertes.. Y sin embargo, dicha obsesión tropieza una y otra vez, al grado de que si no contara con el apoyo de las corporaciones internacionales y los medios de comunicación locales y globales simplemente no tendría ninguna posibilidad de éxito.
El (d)efecto Macri es el mismo de Enrique Peña o Juan Manuel Santos, a saber, esta incapacidad para conformar un proyecto de país acorde con la historia y las aspiraciones de la mayoría de la población, orientado a satisfacer su necesidades y aspiraciones. Empecinadas en simplemente administrar, las oligarquías latinoamericanas se adscriben sin rubores a un modelo político y económico que las enriquece pero siempre en la precariedad política, sostenida con golpes de estado, duros o blandos, legales o ilegales, rodeados de miseria y desigualdad. La guerra contra el narcotráfico y el terrorismo en Latinoamérica, impulsada desde el Pentágono, demuestra que en su afán por seguir administrando sus respectivos países, las oligarquías latinoamericanas seguirán mansamente los dictados del imperio, reproduciendo así su dependencia histórica para con las doctrinas y visiones que impiden el ejercicio de la libertad plena de los pueblos de la región.
La lección es clara para los millones de seres humanos que no forman parte de ésas oligarquías: dejar de pensar en que sólo ellas pueden dirigir a los países de la región para empezar a mirar hacia abajo y a la izquierda y cancelar definitivamente el ciclo histórico de dependencia política, económica y cultural que inició a principios del siglo XIX. Sólo así, nuestra América podrá aspirar a construir su presente y su futuro para contribuir a la construcción de un mundo donde quepan muchos mundos.
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