En los últimas semanas se han difundido dramáticas imágenes de unos 13 mil migrantes haitianos varados en un precario e improvisado campamento bajo un puente que conecta la ciudad de Del Río, en Texas, con Ciudad Acuña, en México, a la espera de que sus peticiones sean procesadas por las autoridades estadounidenses, y muchos han terminado sufriendo persecuciones de la Patrulla Fronteriza, que en actitudes xenófobas los ha perseguido a caballo, como hace dos siglos hacían con los esclavos.
En la última década Haití perdió un millón 600 mil compatriotas fronteras afuera. La migración, que había tenido su pico tras el terremoto de 2010, recrudeció por la grave crisis económica, social, financiera y política, agravada con el magnicidio del presidente Jovenal Moïse.
El éxodo esconde también el negocio del tráfico de personas y la explotación sexual. Se ofrecen inciertos futuros a cambio de 350 dólares por cruzar el Caribe hasta Panamá, Colombia, México o cruzar hacia la otra mitad de la isla, hacia República Dominicana. Desde allí la mitad elige probar suerte en Estados Unidos y Canadá y el resto sigue camino hacia Chile, Argentina y Brasil.
Pero para sorpresa de muchos, la mayoría de estos ciudadanos no viene directamente de Haití, sino de Chile y Brasil, confirmó el canciller mexicano Marcelo Ebrard. Y es que la falta de oportunidades, la xenofobia en varios países, sumado a los problemas para conseguir un estatus legal en estos países latinoamericanos, han generado que los haitianos vuelvan a mirar a Estados Unidos.
Haití, un país que aún no se recuperó del terremoto de 2010, sufrió en agosto otro sismo de magnitud de y7,2 grados Richter que dejó unos mil 500 muertos. Fue otro golpe fuerte más para un país que sufre dos pandemias, la de la miseria y la del covid-19, que registra un 60 por ciento de pobreza y 24 por ciento de indigencia, donde apenas 400 personas, sobre 11 millones de habitantes ha sido vacunado con dos dosis.
La desgracia de Haití, la primera nación de la región que declaró su independencia, tiene raíces ancestrales en la rapiña colonial, en especial de parte de Francia y Estados Unidos, y prosigue el pillaje de los recursos naturales, lo que se traduce en una deforestación del 98 por ciento del territorio. Y para peor de males, el 7 de julio un comando de mercenarios colombianos y estadounidenses asesinó al presidente Jovenal Moïse, lo que obligó a postergar las elecciones.
Esta catástrofe llega en medio de una delicada transición política, dirigida por un primer ministro de facto, Ariel Henry, quien no tiene más legitimidad que la de haber sido nombrado por un presidente también de facto Jovenel Moïse -unos días antes de su asesinato- y ungido por el Core Group, un ente internacional que prácticamente viene dirigiendo Haití en los últimos años.
Este grupo está integrado por los embajadores de Alemania, Brasil, Canadá, España, Estados Unidos, Francia, la Unión Europea, y los representantes especiales de la Organización de Estados Americanos y del secretario general de Naciones Unidas.
Hoy se produce un peligroso entrecruce, entre crisis política y crisis humanitaria por un lado, y entre injerencia política e intervención humanitaria. Haití ha sido objeto de una lucha constante entre diferentes países injerencistas, preocupados por imponer en esta pequeña nación caribeña sus respectivas agendas políticas e intereses.
Siguen en el país las multitudinarias manifestaciones callejeras donde quedó de manifiesto el malestar por las pésimas condiciones de vida de la mayoría de la población, que sigue pensando que las únicas soluciones están fuera del país.
La presencia de migrantes haitianos, por ejemplo, le cambió el look a las ciudades chilenas más importantes, donde -para extrañeza de muchos- se podía ver gente negra (y hablando creole o francés) caminando por sus calles. La llegada del neoliberal Sebastián Piñera al gobierno significó el cierre de oportunidades y el crecimiento de la xenofobia no solo contra los haitianos sino, como quedó demostrado a finales de setiembre, contra migrantes venezolanos.
Poco se sabe sobre el futuro de estos migrantes, pero su pasado, o lo que pasó después de un terremoto que cambió la historia de Haití en 2010. “Lo que estamos viendo ahora es el resultado de un proceso de una década en la que estas personas buscaron oportunidades de vida y seguridad en América Latina, y no las encontraron. La crisis actual es una evidencia de que no hay oportunidades para los migrantes haitianos en toda la región”, señaló la antropóloga estadounidense Caitlyn Yates
Una diferencia es que no migraron hacia Estados Unidos de primeras, sino que llegaron a Brasil y Chile y estuvieron allí hasta que esas opciones se volvieron insostenibles. Es una migración doble, que evidencia los problemas estructurales de países como los dos citados, donde no encontraron oportunidades económicas, acceso a servicios sociales, empleo y hogar, añadió..
En 2013 miles de haitianos decidieron emigrar a Brasil atraídos por la demanda de mano de obra, principalmente para construir los estadios que luego se utilizaron en el mundial de Futbol de 2014. Luego, por falta de oportunjidades, comenzaron la marcha hacia el norte.
Ésta es una crisis predecible, y que intentó invisibilizarse por mucho tiempo. Los cierres de las fronteras de los países por la pandemia aumentaron la precariedad de los traslados y los costos. Por la falta de empleo, problemas de radicación y un tipo de cambio adverso, últimamente se producen migraciones extracontinentales: los haitianos que miran a EEUU vuelven de sus destinos latinoamericanos, pero siguen huyendo.
Lo cierto es que la migración haitiana deambula desde hace una década por América Latina y ha vuelto a hacerse visible hasta en lugares inhóspitos como la selvática frontera entre Colombia y Panamá, donde cientos de migrantes atascados en el municipio colombiano de Necolí, tratan de pasar el istmo por el Tapón del Darién y seguir su trayecto por Centroamérica hacia el norte, con Estados Unidos como destino anhelado y México como nuevo territorio de acogida.
En Haití, la devastación es política, económica y social y, previsiblemente, sanitaria. A la fecha del magnicidio, el país no había aplicado ni una vacuna entre su población de las escasas 500 mil que recibió, donadas, por Estados Unidos. Se aplicaron unas 20 mil dosis, pero un nuevo sismo y la crisis hicieron que se suspendiera la vacunación.
A su vez, las dificultades estructurales se agravaron con creencias culturales que ya habían hecho estragos hace una década y se volvió a escuchar «Mikwob pa touye Ayisyen” dicho creole que se traduce en la creencia de que un simple microbio no puede matar a los haitianos. Se equivocaron con el cólera: hubo 820 mil afectados y 10 mil muertos con el cólera en 2010.
Tras el terremoto de julio, el país reclamó ayuda humanitaria: Estados Unidos le envió 40 marines. Recién la última semana Juan González, director principal del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos para el Hemisferio Occidental, se disculpó en Puerto Principe por el trato que recibieron migrantes haitianos en la frontera, afirmando que esa no es la forma en que se comportan los agentes fronterizos ni el Departamento de Seguridad Nacional.
“Quiero decir que fue una injusticia, que estuvo mal. El noble pueblo de Haití y cualquier migrante merecen ser tratados con dignidad”, dijo sin sonrojarse.
Álvaro Verzi Rangel. Sociólogo venezolano, Codirector del Observatorio en Comunicación y Democracia y analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)
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