Parece mentira que algunos medios de comunicación y periodistas que se pasan la vida reprochando en el monarca español sus reales duermevelas y furtivos bostezos ante cualquier discurso que se extienda más allá de cinco minutos, que han censurado en el rey de España sus supuestas carencias intelectuales para sobrevivir ileso a un pensamiento, o […]
Parece mentira que algunos medios de comunicación y periodistas que se pasan la vida reprochando en el monarca español sus reales duermevelas y furtivos bostezos ante cualquier discurso que se extienda más allá de cinco minutos, que han censurado en el rey de España sus supuestas carencias intelectuales para sobrevivir ileso a un pensamiento, o que han hecho mofa, incluso, de sus alegadas dificultades para hilvanar una sola frase sin que medie el auxilio de un guión, coincidan ahora en criticar al monarca, precisamente, por todo lo contrario.
Hace falta ser mezquino para, de entrada, no reconocer el sacrificio del rey, forzado a abandonar por unos días sus regias obligaciones en regatas baleares o en pistas de esquí alpinas, por la exigencia de una de esas soporíferas cumbres llenas de porcentajes y discursos que reclamaba su augusta presencia.
Para atender semejante solicitud debió, también, el monarca español alterar su propia agenda familiar, trasladando la fecha de dos nobles bautizos y tres puestas de largo, amén de suspender sus tradicionales cacerías de osos borrachos, sus públicos ánimos a selecciones deportivas y la entrega de algún que otro principesco premio, ocupaciones todas ellas, junto a los surtidos brindis, en las que el rey invierte sus mejores afanes.
Al monarca español le esperaba en Santiago de Chile una nueva cumbre americana con la particularidad de que, cada vez más, estos encuentros continentales se van llenando paulatinamente de incontrolados populistas, de líderes rencorosos e indígenas ingratos, macacos todos. Ni siquiera cuando asistía Fidel eran las cumbres tan imprevisibles, que, al fin y al cabo, Fidel estaba solo. Pero de un tiempo a esta parte, ahora que ya ni Fidel asiste, las cumbres dejan oír otras voces destempladas y groseras que, de improviso, son capaces de interrumpir con sus denuestos la borbónica sonnolencia e, incluso, provocar la abrupta salida del monarca.
No fue fácil para Juan Carlos I sustraerse a sus obligaciones reales y sentarse a escuchar improperios y descalificaciones en relación al papel de José María Aznar, como si el hecho de ser un criminal de guerra inhabilitara al ex presidente de defensa alguna como español.
Y tampoco es necesario ser nacionalista para salir en defensa de un delincuente como Aznar aunque la única apelación posible en su defensa se base, precisamente, en la condición de «compatriota» de sus defensores, el rey y Rodríguez Zapatero.
Pero mantuvo el rey de España su debida compostura, sus comedidas formas y habitual tolerancia y respeto a la opinión ajena hasta que Chávez volvió a reiterar la cantinela y a repetir insultos y descalificaciones.
¿Y qué hizo entonces el monarca español?
Simplemente, llevado tal vez de su curiosidad, inquirir por la razón que motivaba la intervención del presidente venezolano. «¿Por qué no te callas?» Frase que analizada al margen de las pasiones políticas, en su escueta semblanza, es sólo la demanda de un espíritu juicioso que no renuncia al conocimiento, a su sed de saber.
Cierto es que si el monarca español además de escuchar hubiera oído, no habría tenido necesidad de preguntar nada. Y es que Venezuela, como Nicaragua, Bolivia, Ecuador o Cuba, ya no son colonias, ni dependen de la venia de monarca alguno, ni tienen que confiar su palabra a la sentencia de un rey. El problema consiste en que tras silencios tan prolongados como los habidos, ahora se amontonan los agravios, los viejos y los nuevos, y no hay discurso por extenso e incisivo que sea que dé abasto a tantas deudas pendientes, cuentas por saldar y crímenes impunes. Demasiada memoria acumulada para un solo rey y una sola cumbre.
Y, sin embargo, en su fulgurante intervención, el rey siguió manifestando su dominio de la situación y su egregia compostura, porque bien pudo el monarca haberle hecho a Chávez el gesto con que obsequiara no hace ni un año a los familiares de presos vascos que le saludaran la familia en la calle, enarbolando por todo argumento su dedo corazón con el puño cerrado; bien pudo haberle preguntado al mandatario venezolano ¿por qué no te marchas a los Cárpatos a matar osos borrachos?… pero no, quiso el rey apelar a una pregunta breve y concisa, casi aristotélica, y formularla con inusual sobriedad, sin mayores aspavientos.
Claro que, hasta la paciencia real tiene sus límites y cuando el siguiente orador en intervenir en la Cumbre, el presidente nicaragüense Ortega, arremetió contra el papel que juegan las multinacionales españolas en América y se atrevió a definir a Unión Fenosa como una compañía mafiosa, el rey, en su real derecho, se levanto por si solo de su asiento y abandonó indignado el lugar.
No es ya que como español se sienta el rey de España en el deber de defender la honorabilidad de esa compañía, es que, además, y tal vez Daniel Ortega lo ignoraba, el propio monarca es socio de esa firma, y tiene valores en la «mafia» que controla el negocio de la electricidad en varios países latinoamericanos, en todos, por cierto, con la misma historia, fama y consecuencias.
Y es que, una cosa es que al rey se le critiquen sus veleidades licoreras, sus aportes a la extinción de osos ebrios o se le mencione la catadura fascista de sus presidentes de gobierno, y otra bien diferente que se le censure la amplitud de sus negocios. Hasta ahí podíamos llegar.