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Drogas en la construcción: reportaje desde Nápoles

En el polvo de las obras

Fuentes: Il Manifesto

Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti

En condiciones normales desde la mesa del bar donde Ciro nos cuenta su historia se debería ver el perfil del Vesubio. Pero el panorama metropolitano ha cambiado mucho en los últimos meses, y ahora se ven y se oyen sólo dos montones enormes de basura que sumergen los contenedores de basura. Entre esos dos vesubios de basura, a cien metros del hospital, una rendija permite ver la calle hirviendo de gente en moto. Ciro, que fue delegado sindical durante años en unas obras del tren de alta velocidad «en el norte», ni siquiera se para a comentarlo, pero su testimonio empieza igualmente con palabras amargas: «He trabajado diez años en Italia». ¿Cómo? «Eso. Esto no es Italia. Aquí hay miles de recursos pero no hay trabajo. Trabajo limpio, quiero decir. Aquí, los que se adaptan al trabajo duro, comen; los que no, trabajan, comen y beben». No es fácil encontrar a alguien dispuesto a hablar de la relación entre alcohol, drogas y trabajo en la construcción. Con un poco de buena voluntad y determinación habíamos conseguido ofrecer a los lectores un especial sobre las fábricas metalmecánicas, donde el cansancio, la repetición de las tareas, la soledad y la precariedad del trabajo y la vida sientan las bases de caminos por los que transitan camiones de cocaína. Pero los obreros metalmecánicos cuentan con una tradición de transparencia, de luchas compartidas, sufrimiento y pasiones y una larga historia sindical. Por ello resultó menos difícil que nos contaran la presencia creciente de ese invitado «incómodo», las «sustancias», a caballo entre el capital y el trabajo. En la construcción la cosa cambia, pero al final un testimonio generoso lo hemos conseguido. Entre la basura, en una ciudad del área vesubiana, nos recibe Ciro, representante sindical de la CGIL. Lo llamaremos así, un nombre típico y sobre todo breve. Ciro es encofrador. Al terminarse las obras de la alta velocidad, volvió a su pueblo para ver crecer a sus dos niños a quienes «no vi nacer» y cuyos primeros cumpleaños «no pude festejar». Desde que dejó «Italia» se busca la vida trabajando de albañil -precario y en negro- después a partir de las 18 y hasta medianoche llega a redondear un sueldo medio «variable» entregando pizzas a domicilio. Así, mal que bien, va tirando pero como no puede permitirse pagar un alquiler vive, con su mujer y sus hijos, en casa de sus padres. Lleva a cuestas 24 años de trabajo; empezó a trabajar a los 11, «pero el graduado escolar lo tengo». Su carrera de emigrante comienza pronto, en Ancona en unas obras de la empresa Fincantieri. Ciro se lleva a su mujer durante unos meses, luego ella se queda encinta y vuelve a su pueblo a dar a luz. El dinero les llegaba «para pañales y poco más». Un primer regreso al Vesubio: movilidad y desocupación. Un periodo de trabajo como mensajero y otra vez, maleta en mano, para el norte. A una acería de Terni, una subcontrata, algo de dinero negro; encofrador en su pueblo «con contrato pero por cuatro perras» y venga otra vez a Milán, en negro; Perugia durante un año y medio de albañil. Finalmente, el contrato en la obra del tren de alta velocidad desde verano de 2001 hasta el cierre de la obra en 2005. «Había de todo, buena y mala gente. Obreros de toda las regiones del sur y el centro de Italia, muchos rumanos y portugueses, marroquíes, tunecinos, argelinos y bengalíes. Muchos jóvenes llegaban como interinos, luego los contrataban las empresas para las que trabajaban. Éramos unos mil en toda la obra. Comíamos juntos, dormíamos juntos en los barracones de la obra. Empecé de carpintero y luego desempeñé otras tareas. Sindicalmente empezaba de menos que cero cuando la FILLEA me propuso que hiciera de representante sindical. No pensaba que el sindicato fuera tan importante para los trabajadores: fue una gran experiencia pelear en defensa de los derechos de los trabajadores. Para ayudar a los rumanos a arrancar un contrato italiano sin que les chuparan 250 por el alquiler del barracón del patrón o de estructuras cercanas convencionadas».

Damos un trago de café ya azucarado, óptimo sabor que casi recubre la peste de la basura. «Fue una experiencia agridulce. Como representante de la seguridad vi de todo un poco: seguridad cero, muchos accidentes, y desgraciadamente hasta algún muerto». He aquí que llegamos a las drogas. «Hierba, hachís, cocaína, pastillas de todo tipo, incluso heroína. La mercancía llegaba el lunes con los obreros del sur, pero también de la ciudad cercana a la obra: pago por anticipado en el momento del encargo. Mucho material entraba a través de los empleados de las empresas subcontratadas. Corrían porros de costo durante el trabajo, ¿quién no se ha fumado un porro? Lo admito: también yo le he pegado alguna calada a algún porro, pero nada de mierda dura. Nunca. Las drogas duras se consumían después del trabajo en el barracón. Y ríos de alcohol, sobre todo algunos del sur, los portugueses, y los rumanos. Sabes: cada uno se traía algo de casa: los rumanos la grapa, los portugueses, sicilianos y calabreses, vino y comida picante. De Apulia y Campania llegaban las mozzarellas. Como se vivía como en un cuartel, cada uno se traía lo suyo. Muchas bromas, alguna pelea. Racismo puro y duro no, pero de tanto en tanto había conflictos étnicos, sobre todo entre sicilianos y calabreses o entre sardos y napolitanos. Como me ocupaba de la seguridad, me amenazaron varias veces. Una vez incluso me pegaron. No te puedo contar más. Se trabajaba de 7:30 de la mañana a 16:30 con un descanso para comer. Los que le caían en gracia al capataz echaban una hora extra, y algunos hasta más de una. El sueldo base eran 1.200 euros mensuales. Cansancio todo, calor terrible, pesos excesivos, ritmos estresantes. La vida y la salud amenazadas cotidianamente. Recuerdo dedos cortados: les pasó esto a un rumano y a un marroquí. Luego, qué le vamos a hacer, de noche muchos se ponían hasta arriba de drogas ligeras, de alcohol y los que tenían algo más de dinero se permitía fumar cocaína o heroína. Del alcohol no hablemos. Eran los propios jefes los que ofrecían la bebida a los obreros después de los chorros de cemento. Corría la coca, se consumía a escondidas. No sé decirte qué porcentaje de obreros lo hacía. Si algún periodo no llegaba nada de material de fuera, la gente se apañaba con el alcohol. He visto compañeros trabajar borrachos, te puedes imaginar con qué riesgo para él y para los demás. Algunos obreros que usaban drogas duras se despidieron, bueno, los despidieron y se fueron a curarse a centros para toxicómanos». Todos sabían, empezando por los jefes «pero hacían como si nada -sigue Ciro- y a nosotros, a los representantes, nos tocaba la tarea de contener el fenómeno. Pero no iba yo a denunciar a un obrero, a un cabeza de familia que suda sangre para llevar el pan a casa. Cuando alguien ponía en peligro la seguridad, lo llamaba aparte y le decía que no se pusiera tanto». En la obra, dice Ciro, jamás una redada de los carabinieri. «No sé decirte si había alguna relación entre consumo de alcohol, pastillas y cocaína y los accidentes. Sólo lo sospecho en algunas circunstancias». Cuando le pregunto los motivos, las razones por las que muchos recurrían a las sustancias, Ciro me mira asombrado, «la respuesta es obvia a no ser que seas un marciano». Primero me explica que la vida  en una gran obra es una mierda: «El trabajo en la construcción es de los más machacantes. Nunca llegas a la jubilación. Que si dolores de espalda, que si bronquitis, ceguera, accidentes. Después del trabajo sólo tienes el barracón, una partida de cartas, la cena juntos. Como en un cuartel». Luego añade: «Vive así, estate cuatro o cinco meses sin poder volver a casa a ver a tus hijos y a tu mujer y entenderás lo que te reconcome. Entenderás qué es la nostalgia, esa sensación de soledad y esa amargura en la boca que es mucho más amarga que la grapa rumana». «Hoy por hoy no volvería a trabajar en una obra lejana. Espero no verme forzado. No he podido acompañar a mis hijos el primer día de escuela, ahora quiero estar a su lado, encaminarlos bien. Quiero que crezcan sanos, y aquí no es fácil, créeme. Pero yo estoy convencido de que es mejor tener callos en las manos que esposas en las muñecas». Esposados, dice Ciro, que es así «como terminan los pobres hombres. Los otros, los que hacen dinero de mala manera, se libran de problemas. Como los políticos, a quienes la jubilación rica no se la quita nadie. Es verdad, aquí gobierna la izquierda pero son todos iguales. Es un vivir del cuento general. Por suerte en mi pueblo hay mucha basura pero poca camorra. Antes sí que la había. En cambio, a cinco kilómetros, en ***, ves que no hay nada que no controle la larga mano de la criminalidad». Se ha hecho tarde. Es sábado por la tarde y el sol cae como en pleno agosto, pero también hoy Ciro tiene que marcharse: tiene que ir a entregar las pizzas. Se sube a la moto y haciendo eslálom entre los dos vesubios de basura se pierde en el horizonte.

(Noticia original publicada en Il Manifesto el 26-6-08)

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