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Cronopiando

Entre el dolor y la náusea

Fuentes: Gara

Para una tragedia de las dimensiones que vive Haití no hay peor compañía que padecer, además, la repugnante hipocresía de unos medios de comunicación encubriendo, so pretexto de una mezquina y emponzoñada solidaridad, su ocupación militar por los Estados Unidos. En cualquier caso, tragedia y náusea vienen de lejos. Vienen desde que Haití creyó que […]

Para una tragedia de las dimensiones que vive Haití no hay peor compañía que padecer, además, la repugnante hipocresía de unos medios de comunicación encubriendo, so pretexto de una mezquina y emponzoñada solidaridad, su ocupación militar por los Estados Unidos.

En cualquier caso, tragedia y náusea vienen de lejos. Vienen desde que Haití creyó que la revolución francesa también debía celebrarse en sus colonias y optó por convertirse en la primera república del mundo en abolir la esclavitud. No perdió tiempo Francia en aplicar a la temprana afección haitiana sus mejores remedios sanitarios.

Por si no bastara con la peste del azúcar y la guerra, Haití, superadas sus dolencias, debió indemnizar a Francia con 150 millones de francos por no haber sabido apreciar la civilizadora gesta europea.

A todo renunció Haití, desamparada y sola, para saldar durante más de un siglo su millonaria deuda e intereses. Ya el presidente estadounidense Thomas Jefferson había advertido entonces la necesidad de «confinar la peste en esa isla» no fuera a ocurrir que otras patrias latinoamericanas siguieran su pernicioso ejemplo. Para que no ocurriera, en 1915 Estados Unidos invadió la isla. Como señalara entonces Robert Lansing, su secretario de Estado, «la raza negra tiene una tendencia inherente a la vida salvaje y una incapacidad física de civilización» y para corregirla, los Estados Unidos desmantelaron el Banco Central haitiano convirtiéndolo en una sucursal del Citibank de Nueva York, y administraron el país, especialmente sus cuentas y recursos, durante casi veinte años.

Cuando se retiraron, nombraron como gerente de su empresa a Francoise Duvalier (Papa Doc), un quirúrgico de su entera confianza al frente de una Guardia Nacional semejante a las que, de su mano, también arroparon a Somoza en Nicaragua y a Trujillo en la República Dominicana.

A Papa Doc le sucedió su hijo, Jean Claude Duvalier, y si canalla el padre, canalla el hijo.

Como escribiera César Vallejo, «el cadáver ¡Ay! siguió muriendo». Cada vez eran más fuertes los achaques del enfermo y pasaron a atenderlo otros canallas, Leslie Manigat, Henry Namphy, Prosper Avril… «pero el cadáver ¡Ay! siguió muriendo», y así fue hasta que en 1991, ¡Ay!tí, enferma de severa dignidad, indispuesta de razón y derecho, puso término al buen nombre que se le suponía y volvió a las andadas que la vieran nacer. Creía que era libre y soberana.

El mundo se movilizó de inmediato ante la grave recaída del enfermo y los Estados Unidos voltearon a Aristide a los pocos meses de haberse propuesto, con el respaldo masivo de su pueblo, resucitar de nuevo. Un diestro galeno, Raoul Cedrás, se haría cargo del bisturí.

Años después, cuando ya la terapia había surtido efecto en Aristide, como se lo llevaron del poder lo devolvieron, rehabilitados país y presidente. Y hasta se permitieron en Haití nuevas elecciones para poder disponer de un certificado de salud homologado por la llamada «comunidad internacional», «pero el cadáver ¡Ay! siguió muriendo».

Otro terremoto más, castigo divino aseguran algunos, vuelve hoy a sacudir ¡Ay!Tí, y el Hospital General del Mundo ha decidido operar al paciente. El equipo médico habitual, compuesto por los tres más prestigiosos cirujanos del presente y del pasado, Bill Clinton, George W.Bush y el propio Obama, van a hacerse cargo del cadáver.

Hay agonías que sólo llevan a las estrellas. ¿Será una más Haití?

¿Hay?tí

 

(Bibliografía: Eduardo Galeano)

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.