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Esa caja

Fuentes: Brecha

A finales de marzo, en la tapa de un diario montevideano se publicó la foto de un hombre de unos cuarenta y pico, de lentes, pelo lacio, pantalón blanco y saco azul. En el momento de la foto desciende por unas escaleras y lleva en sus manos una caja de madera. Es increíble como una […]

A finales de marzo, en la tapa de un diario montevideano se publicó la foto de un hombre de unos cuarenta y pico, de lentes, pelo lacio, pantalón blanco y saco azul. En el momento de la foto desciende por unas escaleras y lleva en sus manos una caja de madera. Es increíble como una imagen así, tan sencilla, te puede agarrar el pecho con la fuerza de un náufrago desesperado que se resiste a lo más profundo del mar.
Saber que ese hombre es Javier Miranda y saber que esa caja contiene los restos de alguien que ahora también tiene nombre -Fernando, su padre, tantas veces negado- puede ayudar a explicar ese enorme poder.
La foto me dio qué pensar.
Pensé en lo tremendo que es saber lo que darían los demás familiares por ese conjunto de huesos con cal, con tierra y pedregullo, con restos de cuerdas y ropas.
Pensé en lo insoportable que es pensar que hay otros restos en alguna parte, en algún arroyo, en alguna chacra, en algún cuartel, esperando ser desenterrados, devueltos a su posición de reposo; muy diferente de aquella en la que los encontramos, de lado, con las manos juntitas -como atadas-. Pensé cómo la violencia deja en ellos, tantos años después, su geometría.
Pensé en Luisa, en su pelo blanco y en las arrugas de sus arrugas, y en la fuerza maternal con la que sigue marchando en silencio cada otoño. Y me vino a la cabeza la canción que canta Mercedes Sosa en su trabajo más reciente:
«Ese dolor que fuimos buscando tumbas,
siempre buscando tumbas en primavera.
Y, por tu primavera, nuestra mirada es más fecunda».
Pensé más. Pensé en esta lotería macabra, en el premio de saber que esos huesitos son huesos de tus huesos, parte de ti. Pensé en los cívico-militares que montaron este juego y que, indignos de toda dignidad, siguen trampeando la verdad.
Pensé en que bien merece un golpe de memoria aquel golpe de olvido -y un debido proceso aquel proceso siniestro. Asesinos, pensé, asesinos.
Pensé en que los derechos humanos se merecen una avenida y no un callejón; que Derecho además de una Facultad debería ser una práctica sin caducidad; que el 30 de marzo debería ser un día rojo, entre tanto día negro.
Pensé en el último derecho violado: el del reposo, el del duelo, el de la certeza de tener un territorio, una geografía propia para tu dolor -y no una impuesta por el odio-.
Pensé en no olvidar; y en la necesidad de excavar el olvido. Pensé nunca más. Pensé en memorizar cada nombre escrito en vidrio al otro lado de la bahía. Y también, como reza la canción, pensé en tanta, tanta sangre que se llevó el río.
Pensé que ¡pucha!, sólo Javier sabe cuánto pesa esa caja. Pensé en cuán inexorablemente solo estaba (con tanta gente alrededor). Y pensé en que la historia que ese hombre lleva en sus manos, en esa caja, bajando esas escaleras, de pantalón blanco y saco azul, habla más del futuro que del pasado, más de los valores con los que vale la pena vivir -y también vivir la pena- que de la desolación de tanta muerte.
Y, entonces, al final, me di cuenta. Esa caja -la de la foto quiero decir- no es un féretro.
Es una cuna.