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Cruje la puerta sur de la Fortaleza Europa

Fuga de inmigrantes del centro de Lampedusa

Fuentes: Il Manifesto

Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti

«Libertad, libertad». El grito llega de pronto, altísimo. Luego, la manifestación desemboca en via Roma, la calle principal del pueblo. «Son los clandestinos», exclama un viejo, cuya sonrisa sin dientes está impresa en un rostro leñoso. «Se han escapado todos», le hace eco una mujer, medio en broma medio en serio. La masa humana atraviesa la calle. Son cuatrocientos, tal vez seiscientos. Se mueven compactos. Se dirigen hacia plaza principal, se dispersan por las calles de alrededor. Gritan: «Basta de Guantánamo, basta de espaguetis». Miran a su alrededor con cara de turistas despistados, pero parecen actuar con determinación. Cansados pero combativos. Uno pregunta: «¿Pero Lampedusa es una isla? ¿A cuánto está de Italia?». Otro dice: «¿Cuándo nos trasladan al continente?».

La fuga del Centro de Primera Acogida (CPA) comenzó a eso de las diez de la mañana de modo espontáneo. Exasperados por las condiciones degradantes en que les abandonaron, por la misma comida, por la situación de indeterminación en que viven, los inmigrantes saltaron la valla. Lo decidieron sin más, sin ponerse de acuerdo entre ellos, sin responder a una señal. La rebelión de los árabes del centro, tunecinos en su mayoría, no tiene un líder, ni un plan preestablecido. Es fruto de la rabia y del agotamiento. «No podemos seguir viviendo en esa situación. Estamos hacinados. Los baños son horribles. Nuestra habitación apesta, no se puede respirar», cuenta Waheb, de 29 años, que querría ir a Francia, donde vive su padre, y sin embargo, lleva ya 24 días de permanencia en ese CPA donde como máximo debería haber estado sólo 48 horas.

Algunos vinieron al pueblo, otros se dispersaron por el campo. El Centro se quedó vacío: dentro sólo había unos cien ciudadanos sub-saharianos que no se sumaron a la protesta. Al llegar la manifestación, la población de Lampedusa, reunida en la plaza para decidir las próximas acciones contra el ministro del Interior, Roberto Maroni, se queda asombrada. Acto seguido, estalla un aplauso ensordecedor. «Amigos», entonan a coro algunos ciudadanos. «Nuestra lucha es la vuestra. Nuestro enemigo es el mismo: el estado asesino». Así, los «clandestinos» se unen a la asamblea. Se traducen las intervenciones al árabe. Invitan a subir al palco a algunos de ellos. El alcalde Bernardino De Rubeis, temiendo que la situación pueda írsele de las manos, les exhorta a que regresen al CPA, pues «es el único modo que tenéis para que os manden a Italia». El resto hace lo mismo. «Estamos de vuestro lado, pero tenéis que volver al centro. De lo contrario, no sabemos qué puede pasar». Los tunecinos parecen perplejos. No entienden la solidaridad de esta población. Piden que se les traduzcan las pancartas colgadas en la fachada del ayuntamiento: eslogan contra Maroni, contra el gobernador [prefetto] general para la inmigración Mario Morcone, contra la senadora lampedusana [de la Liga Norte] Angela Maraventano, cómplice de Maroni, traidora de la isla. Los inmigrantes no saben bien qué hacer. Se quedan en la plaza escuchando, gozando de un rato de libertad, disfrutando de un sol cómplice que vuelve a resplandecer en la isla. «Queremos irnos, queremos que nos trasladen a Italia», gritan algunos. Una reivindicación que se ha vuelto más insistente, después de que anteayer el ministerio del Interior reactivara puentes aéreos para los ciudadanos sub-saharianos desperdigados por los centros de acogida de todo el territorio nacional. Se marcharon 500, pero ninguno era tunecino. A éstos el ministerio del Interior los quiere repatriar.

La rabia de Lampedusa, cuyo detonador es la decisión de Maroni de instituir un Centro de Identificación y Expulsión (CIE), en la antigua base Loran de la Marina mercantil se suma a la de los «clandestinos», que no aguantan más en el abarrotado centro de acogida y quieren que les trasladen. El ministro del Interior, como si estuviera tanteando el pulso de la resistencia de la isla, decidió que los inmigrantes encerrados en el CPA se quedarían hasta un mes, en lugar de los dos días establecidos. Así, la estructura colapsó, pues albergaba a 1840 personas en vez de las 800 previstas. Esta medida hizo que estallara la protesta doble y complementaria de la población autóctona y de los inmigrantes, que encontraron una complicidad inesperada para una petición común: puentes aéreos hacia otros centros en Italia. La vanguardia de los desembarcos se niega a que la transformen en una cárcel al aire libre, como quisiera el ministro del Interior, y se descubre solidaria con «estos chicos que han huido para encontrar un futuro mejor», como subraya un señor que intercambia frases en francés con un grupo de ellos.

Ellos, «los chicos que han escapado», no saben bien qué hacer. Preguntan qué hay que hacer para que los familiares le manden a uno dinero. Dicen que no quieren volver al centro. Al cabo de una hora de indecisión, con el alcalde cada vez más apurado invitando a la población a volver a casa, la situación se desbloquea gracias a un joven empresario, que actúa como líder improvisado. Salvatore Cappello coge el micrófono y expresa a los extranjeros su solidaridad y la de la población de Lampedusa; les garantiza que «les llevaran a Italia en uno o dos días en avión». Y gritando «basta de pasta, hoy se come cuscús» consigue convencer a gran parte de los fugitivos a volver al centro. El cortejo se reúne en pocos minutos y parte en sentido contrario. Los inmigrantes cruzan de nuevo el pueblo gritando otra vez «Libertad, libertad». Cappello y otros lampedusanos les acompañan. Los carabinieri los dejan pasar, los antidisturbios se separan. El desfile se dirige hacia el barrio Imbriacola, donde está el CPA, a un kilómetro de distancia. Al cabo de veinte minutos, el grupo llega hasta la puerta del centro. Algunos entran de la misma, otros dudan. No se fían: no quieren ir más allá si los carabinieri no dejan que algunos de esos lampedusanos que se han mostrado solidarios entren. Éstos intentan atravesar la puerta, pero los funcionarios del ministerio del Interior se lo impiden. Entre las fuerzas del orden y los manifestantes italianos crece la tensión. «La próxima vez los vais a ir a buscar vosotros», grita Cappello, reivindicando el mérito de haber llevado a los fugitivos de modo pacífico. Se calienta el ambiente. Asaltan y destruyen una ambulancia que va deprisa y quiere abrirse paso entre la muchedumbre. Se empiezan a ver porrazos y a oír insultos entre carabinieri y habitantes. Luego, poco a poco amaina la pelea y se recobra la calma; una calma aparente: tanto los lampedusanos como los inmigrantes han decretado una tregua, a la espera de comprobar si el ministerio del Interior prepara el puente aéreo o si hará falta volver a la acción.

Mientras tanto, la ciudad se queda apagada. Las tiendas siguen cerradas, en parte por la huelga general indefinida contra Maroni, en parte porque «con todos estos clandestinos rondando por ahí, nunca se sabe». En esta situación de caos, cunden rumores de inmigrantes borrachos, intentos de suicidio, robos. Se extiende una especie de psicosis que sin embargo no afecta a la solidaridad autóctonos-clandestinos. Por las calles todavía se ve a grupitos de magrebíes. Un autobús de la Guardia di Finanza está de patrulla buscando fugitivos. Cada vez que dan con uno, el conductor silba y lo invitan a subir. Los inmigrantes vuelven al CPA. Por la noche todos están de vuelta salvo alguna decena. Pero es un regreso temporal. Mañana será otro día y si el gobierno no cede, si no se decide a trasladar a los inmigrantes a otros centros en el continente, si no da marcha atrás sobre el Centro de Identificación, la mecha volverá a encenderse  sin remedio.

 Fuente: http://www.ilmanifesto.it/archivi/fuoripagina/anno/2009/mese/01/articolo/291/?tx_ttnews[backPid]=16&cHash=100e03f922