Hace poco recibí el artículo “Golpismo y neogolpismo en América Latina. Violencia y conflicto político en el siglo veintiuno”, que me envía Carlos Alberto Figueroa Ibarra, amigo de muchos años y académico de la Universidad de Puebla, México, escrito por él y por Octavio Humberto Moreno Velador, profesor de la misma universidad. Voy a referirme a sus importantes planteamientos.
Dicen los autores que desde la década de 1980 parecía afirmarse la democracia en América Latina, de modo que el tema se volvió recurrente en la ciencia política. Sin embargo, durante los primeros 17 años de siglo XXI han resurgido nuevos golpes de Estado, que configuran el “neogolpismo”.
Los autores detectan 87 golpes de Estado en América del Sur y el Caribe durante el siglo XX, siendo Bolivia y Ecuador los países con la mayor cantidad de golpes, mientras México tiene uno. Además, cuatro décadas han concentrado la mayor cantidad de casos: 1930-1939 con 18; 1940-1949 con 12; 1960-1969 con 16 y 1970-1979 con 13 casos; mientras entre 1900-1909 y 1990-1999 se presentan la menor cantidad de casos (3 y 1, respectivamente). Finalmente, 63 golpes fueron militares; 7 civiles; 8 de tipo cívico-militar; 6 autogolpes presidenciales y 3 autogolpes militares. El 77% de los casos tuvo una marcada influencia de ideología de derecha y participación de partidos de derecha; y desde los años 60 se encuentra la intervención de los EEUU en varios golpes.
El neogolpismo del siglo XXI, diferente, por tanto, a los golpes de Estado del siglo XX, tiene otras características. De los 7 estudiados, 4 han sido de tipo militar/policial (2 fracasados, en Venezuela/2002 y Ecuador/2010; pero 2 exitosos, en Haití/2004 y Honduras/2009); 2 son golpes parlamentarios (Paraguay/2012 y Brasil/2016, ambos exitosos) y 1 civil-oficial (Bolivia/2008, fracasado). En 3 casos existe evidencia de intervención de los EEUU (Haití, Bolivia y Honduras). La intervención de los militares o policías se produjo en Venezuela, Haití, Honduras y Ecuador; en Haití, Bolivia y Brasil precedieron movilizaciones de ciudadanos opositores a los gobernantes, que ejercieron presión política; pero también hubo otros casos de movilizaciones posteriores, en respaldo a los presidentes Hugo Chávez y Rafael Correa, que impidieron el éxito de los golpes de Estado contra ellos. Pero en 3 casos hubo clara intervención de los poderes judiciales (Honduras, contra Manuel Zelaya; Paraguay, contra Fernando Lugo; y Brasil, contra Dilma Rousseff), y también de los poderes legislativos. Además, han intervenido instituciones regionales y supranacionales en defensa de la democracia: OEA, MERCOSUR, UNASUR, CELAC e incluso el Grupo de Río. Concluyen los autores: “los nuevos golpes de estado han buscado evadir su expresión militar más cruda para llevarse a cabo. En este sentido la intervención de instituciones judiciales y parlamentarias han representado una alternativa viable para mantener una ¨continuidad democrática¨ a pesar de la ruptura de los pactos constitucionales e institucionales”.
Al análisis que realizan los dos profesores y que resumo sin pormenorizar en su contenido, cabe añadir algunas consideraciones.
Todos los golpes de Estado del siglo XXI se han dirigido contra gobernantes del ciclo progresista latinoamericano: Hugo Chávez, Evo Morales, Manuel Zelaya, Rafael Correa, Fernando Lugo, Dilma Rousseff, aunque el caso de Haití es particular, por la turbulencia que ha vivido un país donde el golpe militar fue contra Jean-Bertrand Aristide, quien había ganado las elecciones con el 91.69% de los votos. Los gobiernos progresistas despertaron furiosos enemigos: las elites empresariales, las oligarquías tradicionales, sectores militares del viejo anticomunismo “macartista”, las derechas políticas, los medios de comunicación “mercantiles” y, sin duda, el imperialismo. No hay un solo golpe de Estado “izquierdista”, lo cual da cuenta de un fenómeno igualmente nuevo: todas las izquierdas han aceptado la democracia como sistema político y las elecciones como instrumento para llegar al poder, en lo que, históricamente hablando, han dado continuidad a la tesis de Salvador Allende y de la Unidad Popular chilena, que confió en la posibilidad de construir el socialismo por la vía pacífica. En cambio, son las derechas políticas y económicas, las que han acudido al neogolpismo, por sobre su discurso de defensa de la “democracia”.
Esas mismas derechas han auspiciado no solo los “golpes blandos”, sino el uso de dos mecanismos que les han resultado tremendamente exitosos: el lawfare, o “guerra jurídica”, utilizada para perseguir, con apariencia de legalidad, a quienes han servido o se han identificado con los gobiernos progresistas; y el uso de los medios de comunicación más influyentes (pero también de las redes sociales y sus trolls), que se pusieron al servicio del combate a los “populismos” y “progresismos”, defendiendo los intereses de los gobiernos persecutores, las elites empresariales, las capas ricas, las diferenciaciones sociales y al capital transnacional. Estos fenómenos han quedado claramente expresados en Brasil contra Inácio Lula da Silva, Dilma Roussef y el PT; pero también en Bolivia, contra Evo Morales y el MAS; y en Ecuador, donde se ha logrado el enjuiciamiento de Rafael Correa, el procesamiento a prestantes figuras de su gobierno y la persecusión a los “correístas”. En Argentina el triunfo de Alberto Fernández frenó el avanzado camino que se tenía contra Cristina Fernández y el “kirchnerismo”.
Pero hay, finalmente, un nuevo elemento por añadir al neogolpismo del siglo XXI: se trata del golpe de Estado anticipado, que ha sido inaugurado, coincidentemente, en Bolivia y Ecuador. En Bolivia no solo se suspendió el conteo de las votaciones, Evo Morales tuvo que refugiarse fuera del país, ha sido proscrito políticamente y en la actualidad se ha hecho todo lo posible por marginar al MAS de las futuras elecciones (https://bit.ly/3gVRfm7). En Ecuador se ha usado todo tipo de artimañas legales para impedir la candidatura vicepresidencial de Rafael Correa (finalmente no fue admitida), para desconocer a su partido y a otras fuerzas que podían auspiciarlo, así como para dificultar al binomio encabezado por Andrés Araúz para la presidencia (https://bit.ly/2QPTKfh). También tiene una característica igualmente singular lo ocurrido en Chile: a pesar de las protestas y movilizaciones sociales, de las presiones políticas internas e internacionales, finalmente se manipuló de tal manera la trama política, que el plebiscito convocado para octubre/2020 no será para una Asamblea Constituyente (que podía dictar una nueva Constitución), sino para una Convención Constitucional, al mismo tiempo que las fuerzas tradicionales preservan su hegemonía, de acuerdo con el análisis realizado por el reconocido investigador Manuel Cabieses Donoso (https://bit.ly/3hQOgg1).
En consecuencia, el neogolpismo ha demostrado que, mientras la democracia institucional y representativa se ha convertido en un valor ciudadano, en un espacio de acción de las izquierdas sociales y progresistas, pero también en un instrumento que permite el acceso al gobierno y, con ello, la orientación de las políticas de Estado en beneficio popular y no al servicio de las elites económicas; de otra parte, ha pasado a ser un instrumento cada vez más “peligroso” para las mismas burguesías y oligarquías internas, tanto como para el imperialismo, a tal punto que no tienen más empacho en romper con sus propias normas, legalidades, instituciones o principios constitucionales, utilizando las nuevas formas de golpes de Estado. Es, sin embargo, una lección por demás evidente en la historia latinoamericana: cuando avanzan los procesos populares, también se preparan las fuerzas dispuestas a liquidarlos. Y, finalmente, no importa para nada la democracia, con tal de salvar los negocios, la acumulación privada, la riqueza y el exclusivismo social de las elites.
Blog del autor: www.historiaypresente.com