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Hablemos, mejor de explotación e injusticia

Fuentes: Rebelión

En los últimos días, y al igual que otros muchos, he procurado escarbar en las causas que vienen a explicar lo que ocurre en tantas localidades francesas. He hablado con colegas, he leído un sinfín de artículos, he escuchado un buen puñado de entrevistas, me he perdido en Internet y he repasado, en fin, lo […]

En los últimos días, y al igual que otros muchos, he procurado escarbar en las causas que vienen a explicar lo que ocurre en tantas localidades francesas. He hablado con colegas, he leído un sinfín de artículos, he escuchado un buen puñado de entrevistas, me he perdido en Internet y he repasado, en fin, lo que ya creía saber.

A decir verdad, no me he topado con pensamiento alguno particularmente original. Esto, que a primera vista es un estímulo para el desánimo, me ha parecido, sin embargo, llamativo: las tesis originales faltan porque, por una vez, lo que ocurre en Francia está razonablemente claro y no levanta dudas mayores. Si acaso queda pendiente de respuesta una pregunta de interés menor: la que se interroga por las razones que explicarían que lo que tenemos entre manos haya estallado ahora y no hace unos años. Es verdad, sí, que, de la mano del viejo Marcuse, podríamos otorgarle a la pregunta un interés imprevisto. El filósofo alemán gustaba de afirmar que lo raro en nuestras sociedades no es que la locura atenace a unos pocos de nuestros conciudadanos: lo realmente extraño es que la mayoría de éstos consiga escapar de aquélla. Eso, y no otra cosa, es lo que merecería una explicación.

El que más y el que menos, incluidos los más reacios a asumir estas explicaciones, acepta hoy que en nuestros emporios de prosperidad y civilización son muchos los problemas que quedan por resolver. Nos hallaríamos, si así se quiere, ante un trasunto local de lo que algunos hemos apreciado en el magma general de la idolatrada globalización capitalista. Es muy llamativo que expertos que hace sólo media docena de años defendían sin pestañear el proyecto correspondiente pareciera como si empezasen a verle las orejas al lobo y hubiesen arribado paulatinamente a una conclusión inquietante: de perseverar una apuesta inmoderada en provecho de la gestación de un paraíso fiscal a escala planetaria, de tal manera que los capitales habrán de moverse sin ninguna cortapisa, arrinconado a los poderes políticos tradicionales y prescindiendo de cualquier consideración de cariz humano, social y medioambiental, bien podemos adentrarnos en un escenario de caos generalizado que escape del control, y también de los intereses, de quienes pusieron en marcha las prácticas correspondientes.

Describamos los hechos así o recurramos a otros términos parejos, habrá que convenir que el discurso de la derecha conservadora –permítaseme la redundancia– algo tiene de suicida y prepotente. La apuesta, inocultada, por la obtención del máximo beneficio en el menor tiempo posible se ve con frecuencia acompañada de la firme aseveración de que los problemas consiguientes se encaran de manera suficiente con disciplina y orden. Por lo que veo, hay quien, en este tronco, se contenta con aguardar presuntos premios electorales aun a costa de ignorar que lo más fácil es que, con esos mimbres, las cosas vayan a peor.

Es verdad que entre los representantes de esa derecha no faltan quienes disfrutan de un feliz sentido del humor. Ahí está, por ejemplo, el alcalde de Marsella, quien, preguntado por las razones que daban cuenta de por qué en su ciudad las algaradas nocturnas se antojaban menores, no dudó en responder que habían conseguido controlar saludablemente la información sobre los incidentes, tanto más cuanto que en Marsella se queman automóviles todo el año… Jean-Claude Gaudin agregaba, aun sí, que en su ciudad disponían de un arma secreta para plantar cara a los desmanes: el Olympique de Marsella permitía arrinconar, rápidamente, eventuales diferencias de criterio en provecho de un sano horizonte común.

Pero vayamos a lo que, a mi entender, es lo principal de cuanto tenemos entre manos. Que lo que ocurre en Francia en estas horas mucho le debe a los avatares de los inmigrantes y de sus descendientes parece fuera de discusión. Nada sería más equivocado, sin embargo, que olvidar que hay muchas gentes que padecen la misma miseria y que no son ni inmigrantes, ni hijos ni nietos de éstos. En este terreno el diagnóstico tiene que ser firme: si nos liberamos de los florilegios retóricos al uso, lo que tantos análisis vienen a decirnos es que sólo los inmigrantes, en virtud de sus presuntas taras culturales y formacionales, y acaso de nuestros prejuicios, vivirían en la marginación y protagonizarían, de resultas, altercados. Se olvida que lo que se barrunta es, por encima de todo, la lacra de una explotación cotidiana que no remite en exclusiva a la condición de los inmigrantes, sino a la más general, claro, de los explotados.

Nuestros gobernantes gustan de tolerar, magnánimos, las diferencias

–étnicas, religiosas y de otro cariz–, pero no muestran mayor preocupación por las injusticias y la desigualdad. Tal vez porque la contestación de los intereses que están detrás de estas dos últimas reclama de una energía, y de una asunción de riesgos, a años luz de las exigidas por el tratamiento de las diferencias étnicas o culturales. No nos engañemos: son la explotación y la desigualdad las que dificultan la ‘integración’, y no la existencia de estas diferencias.

Como quiera que el problema radica, pues, no en la inmigración, sino en la condición, profundamente injusta, de nuestras sociedades, la conclusión parece servida: hay pocos motivos para ser optimistas en lo que respecta a la resolución razonable de los problemas de fondo que dan cuenta de la revuelta francesa de estos días.

 

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.