Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
El vicepresidente de EE.UU., Joe Biden, viajó a Honduras el 6 de marzo con una doble misión: acabar con el parloteo sobre legalización de la droga, reforzar la guerra de la droga patrocinada por EE.UU. en Centroamérica y apoyar la presidencia de Porfirio Lobo.
El gobierno hondureño emitió una declaración diciendo que durante la conversación a puertas cerradas de una hora de duración entre Biden y Lobo, el vicepresidente «reiteró el compromiso de EE.UU. de intensificar la ayuda al gobierno y al pueblo de Honduras y destacó los esfuerzos emprendidos e implementados durante los últimos dos años por el presidente Lobo».
El 1 de marzo, en una información de prensa, el Consejero Nacional de Seguridad de EE.UU., Tony Blinken, citó «el tremendo liderazgo que el presidente Lobo ha demostrado en el progreso de la reconciliación nacional y del orden democrático y constitucional».
Se podría pensar que hablaba de otro país distinto del que visitamos solo semanas antes en una misión de investigación sobre la violencia contra las mujeres.
Lo que encontramos fue una nación sumergida en la violencia y el desorden, un presidente incapaz o no dispuesto a hacer gran cosa al respecto, y un sistema judicial hecho un desastre.
Una caída de dos años
La crisis de los derechos humanos y de la gobernanza en Honduras se ha hecho evidente para el mundo y es un hecho de la vida diaria en el país. En los dos años desde que Lobo llegó al poder en unas elecciones boicoteadas por la oposición, Honduras se catapultó al punto máximo de los homicidios per cápita, el Estudio Global sobre el Homicidio de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) estableció una tasa oficial de homicidios de 82 por 100.000 habitantes en 2010. Hubo 120 asesinatos políticos en el país en 2010-2011. En la región de Bajo Aguán, donde los campesinos defienden sus tierras contra grandes empresarios, 42 campesinos han sido asesinados y 18 periodistas, 62 miembros de la comunidad LGBT y 72 activistas por los derechos humanos han sido asesinados desde 2009. El Centro Hondureño por los Derechos de las Mujeres informa que los femicidios se han más que duplicado y que más de una mujer al día ha muerto asesinada en 2011.
Un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el golpe hondureño registró por lo menos siete muertes, acoso de miembros de la oposición, uso desproporcionado de la fuerza por las fuerzas de seguridad, miles de detenciones ilegales, violaciones sistemáticas de los derechos políticos y de la libertad de expresión, violencia sexual y otros crímenes, sin que haya habido casi ninguna investigación o procesamiento.
A pesar de que las fuerzas de seguridad perpetraron muchos de estos crímenes, la reacción del gobierno hondureño -con apoyo de EE.UU.- ha sido reforzar la presencia militar. Honduras, una de las naciones más pobres del Hemisferio Occidental, aumentó sus gastos militares de 63 millones de dólares en 2005 a 160 millones en 2010. El gobierno de Lobo justifica la militarización diciendo que no puede confiar en sus propias fuerzas policiales. Nos dijo en una reunión: «Estamos trabajando para limpiar la policía pero va a tomar algunos años. La corrupción es profunda».
La impunidad con la cual los criminales comunes, los poderosos intereses transnacionales y los elementos del Estado violan los principios más básicos de la sociedad, con la complicidad o indiferencia gubernamental, deriva del hecho de que el propio gobierno se basa en la violación de esos principios. La crisis de los derechos humanos y la violencia -con todo lo profunda que es- solo es un síntoma de un mal mayor. Al permitir que el golpe de 2009 conservara el poder y escapara del procesamiento, se debilitaron de inmediato la gobernanza, el vigor de la ley y la cohesión social. La crisis constitucional de Honduras se ha convertido ahora en una prolongada crisis social y política.
La responsabilidad de EE.UU. por lo que ha sucedido después del golpe es un tema que merece mucho más análisis e introspección. Al decidirse a no apoyar el retorno al orden democrático y a una recuperación política antes de las elecciones presidenciales, EE.UU. ayudó a dar un serio golpe al sistema político y a la sociedad hondureña. EE.UU. tiene una tremenda responsabilidad por la desastrosa situación, y la pregunta urgente es qué hacer al respecto.
Un golpe para los criminales
El golpe de Estado del 28 de junio de 2009 no fue solo un acto criminal. Fue un acto planificado para beneficiar a los criminales.
Cuando los miembros de las fuerzas armadas secuestraron al presidente democráticamente elegido, Manuel Zelaya, y lo llevaron en pijama a Costa Rica, destruyeron la frágil democracia edificada desde la era de las dictaduras militares. Ninguna de las enrevesadas discusiones sobre lo que el presidente supuestamente hizo para merecer su alejamiento forzoso cambia el hecho de que se había perpetrado el primer golpe de Estado del milenio en las Américas. La OEA y todos los principales órganos políticos en el mundo se dieron cuenta de inmediato de que Honduras se había convertido en el símbolo y la realidad de las nuevas batallas por la democracia del mundo.
Lo que muchos no saben es que el desarrollo de la historia es más trágico que el propio golpe, y contiene aún mayores lecciones para la gobernanza global. Dicho en pocas palabras, el régimen del golpe hondureño sobrevivió increíblemente a los embargos internacionales y a las negociaciones diplomáticas que a fin de cuentas solo sirvieron para extender su control sobre el ilegítimo poder. La inquietante sospecha de que el gobierno de EE.UU., padrino histórico de la región, había otorgado su bendición al nuevo régimen se convirtió en certeza cuando el Departamento de Estado negoció un acuerdo que allanó el camino para unas elecciones patrocinadas por el golpe sin asegurar el retorno del gobierno elegido.
Porfirio Lobo llegó al poder y un país golpeado por la pobreza se hizo añicos en un sálvese quien pueda caracterizado por la polarización política, un aumento del crimen y las apropiaciones de tierras. Honduras no es un Estado fracasado. Es un Estado violado.
El crimen -crimen común, crimen organizado, crimen estatal y crimen corporativo- ha prosperado desde el golpe. El narcotráfico ha aumentado en el país. El último Informe Internacional de Narcóticos de EE.UU. calcula que un 79% de los vuelos de contrabando de cocaína de Suramérica utiliza pistas de aterrizaje en Honduras. Frecuentemente aparecen informes de que el cerebro de la droga mexicano El Chapo Guzmán y otros utilizan Honduras como escondite. La militarización del país ha tenido lugar junto a la propagación del crimen organizado, un fenómeno que debería provocar cierta consideración. Pero los gobiernos de Honduras y de EE.UU. han estado demasiado ocupados impulsando la guerra de la droga para prestar atención a la correlación entre la militarización y el crimen organizado.
Las apropiaciones de tierras para transferir tierras y recursos de pequeños agricultores, pueblos indígenas y residentes urbanos pobres a manos de grandes empresarios y mega-proyectos han generado violencia en todo el país. Muchos de los testimonios de violencia y abuso sexual que escuchamos de las mujeres hondureñas tenían que ver con conflictos por las tierras en los que el régimen apoya activamente los intereses de los acaudalados contra la gente pobre en las ocupaciones ilegales de tierras para el turismo, la minería y proyectos de infraestructura, como las actividades del magnate del aceite de palma Miguel Facusse en Bajo Aguán.
La falta de investigación y procesamiento por los crímenes -y la evidencia de las que fuerzas estatales están involucradas en las violaciones de los derechos humanos contra la oposición y sectores «indeseables»- crean un paraíso para los criminales y un infierno para la mayoría de los ciudadanos.
¿Cooperación o complicidad de EE.UU.?
La responsabilidad de EE.UU. por lo que sucedió después del golpe es un asunto que merece mucho más análisis y examen de conciencia. Al posicionarse contra el retorno del orden democrático y la mejora política antes de las elecciones presidenciales. EE.UU. contribuyó a asestar un fuerte golpe al sistema político y a la sociedad hondureña. EE.UU. tiene una tremenda responsabilidad por la desastrosa situación, y la pregunta urgente es qué hacer al respecto.
Biden destacó los programas estadounidenses para seleccionar a funcionarios policiales y de la justicia. Cuando nos reunimos con la embajadora de EE.UU. Lisa Kubriskie, esta insistió en que la continuación del financiamiento de las fuerzas de seguridad hondureñas terminaría por conducir a la reforma al «cooperar» con fuerzas del gobierno.
Pero incluso si eso llega a ocurrir, mientras tanto las fuerzas gubernamentales siguen asesinando, violando, golpeando y deteniendo a los hondureños, con la ayuda de EE.UU.
¿Cuándo se convierte la cooperación en complicidad? Grupos ciudadanos y miembros del Congreso de EE.UU. han llegado a la conclusión de que esa línea se cruzó hace tiempo. Hasta ahora más de 60 miembros del Congreso han firmado una carta promovida por la representante Jan Schakowsky (demócrata de Illinois) para que se corte la ayuda a los militares y a la policía hondureños, afirmando que el financiamiento de esas instituciones alimenta el abuso.
No hay excusa para que se gasten dólares del contribuyente estadounidense en la ayuda a la seguridad de Honduras mientras se acumulan las violaciones de los derechos humanos. Ninguna cantidad de dinero invertido en esos programas cambiará la corrupción sistémica y las violaciones de los derechos humanos hasta que haya un verdadero compromiso político con la justicia y la reconciliación. Y este no parece existir bajo el actual régimen.
© 2012 Foreign Policy In Focus
Laura Carlsen ([email protected]) es directora del Programa de Política de las Américas, ( www.americaspolicy.org ) en Ciudad de México, donde ha sido analista y escritora durante dos décadas. También es columnista de Foreign Policy In Focus.
Fuente: http://www.commondreams.org/
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