La ICIA es una sigla que podría sintetizar la actual ofensiva de los sectores más conservadores de la sociedad sudamericana. Condensaría las supuestas banderas de «lucha» de las clases altas, históricamente privilegiadas, en contra de los avances progresistas y democratizantes promocionados sobre todo por los gobiernos de Hugo Chávez, Cristina Kirchner, Evo Morales y Rafael […]
La ICIA es una sigla que podría sintetizar la actual ofensiva de los sectores más conservadores de la sociedad sudamericana. Condensaría las supuestas banderas de «lucha» de las clases altas, históricamente privilegiadas, en contra de los avances progresistas y democratizantes promocionados sobre todo por los gobiernos de Hugo Chávez, Cristina Kirchner, Evo Morales y Rafael Correa.
Las banderitas de la ICIA («Inflación», «Corrupción», «Inseguridad» y «Autoritarismo») forman el cuadrilátero reaccionario, oligárquico y derechoso, que orienta los discursos y las acciones de una parcela de las oposiciones de la región. Debe llamar la atención que el grado de «sensibilidad» de esas cuatro variables tenga una fuerte relación con dos agentes principales: 1) los grandes conglomerados industriales, financieros y comerciales, controlados exactamente por las clases altas y el capital extranjero; y 2) los medios de comunicación hegemónicos, que también están bajo la intervención de las élites locales y las transnacionales.
Se nota que cada uno de esos dos agentes influye de forma decisiva para la mayor o menor «gravedad» de esos cuatro problemas. Los primeros, los grupos económicos, en la medida que controlan amplias franjas de los mercados, cumplen un papel crucial en la determinación de los precios finales de los productos. Además de eso, por medio del acaparamiento y la especulación, pueden generar el desabastecimiento de bienes, la escasez y la consecuente alza de precios. Esa fue la llamada «fórmula para el caos», que ayudó a derrumbar al gobierno de Salvador Allende, en 1973. La ausencia de productos en las góndolas de supermercados y el encarecimiento de bienes básicos como leche, azúcar, arroz y harina, promocionaron grados de insatisfacción social y la disminución de la popularidad del gobierno. Es lo que se está tramando, en grados relativamente distintos, en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina.
Por otro lado, y de forma complementar, esos mismos elementos desestabilizadores resisten a los controles públicos que intentan actuar contra sus posturas criminales. Los grandes conglomerados económicos acusan a los gobiernos intervencionistas de autoritarios, seguidores de Hitler y Mussolini. Arremeten en contra de la acción del Estado sobre las elevadas tasas de ganancia, las tasas de interés, las tasas de cambio, el acceso a dólares y la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores. Su argumento central es el supuesto «libre mercado», que en verdad es una tela de protección para la libre actuación de poderosos grupos económicos.
La planificación de los gobiernos es tildada como un «exagero interventor», un regreso al «populismo irresponsable» o, incluso, una «dictadura castro-chavista-comunista». Son deprimentes la ignorancia, el desconocimiento y la cultura del odio presentes en esas marchas y cacerolazos de sectores opositores. Todo hace recordar a las momias chilenas que celebraron la llegada de Augusto Pinochet. Utilizan conceptos de forma primaria, haciendo incomprensibles ensaladas con términos desenterrados de la Guerra Fría contra la «amenaza roja» y los «guerrilleros marxistas». El estribillo es el cuarteto ICIA.
Los que manejan un poquito mejor los conceptos suponen que regresar al nacional-desarrollismo de los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo pasado es un gravísimo error. Sin embargo, en lugar de eso, plantean ir aún más atrás. Buscan al viejo liberalismo que tan bien presentó, hace 250 años, el maestro Adam Smith. Se sabe que el planteamiento de un mundo liberal, que un día pudo haber sido parte de los sueños de hombres honestos, desde David Ricardo se transformó en una propuesta malandra, en una teoría hipócrita, para único beneficio de los más grandes y más fuertes. El alemán Friedrich List se dio cuenta de eso y lo denunció hace 170 años. Desde allá no les cree ni el loro.
Al mismo tiempo, los poderosos monopolios de desinformación y de alienación en masa, controlados por dos o tres familias de nuestros países, también se convirtieron en cajas de resonancia de la «corrupción» y de la «inseguridad». De esa forma, las cuatros ruedas de la carroza opositora se convierten en verdades, en pruebas, en denuncias. En acción orquestada, imponen el ICIA. Por eso, los medios sí son autoritarios y torpedean la libertad de expresión. Se autodenominaron los defensores de las libertades individuales, guardianes de la justicia y de los derechos ciudadanos. Esos mismos medios hegemónicos son aquellos que nacieron, se crearon y se callaron durante las dictaduras militares.
Respondiendo netamente a sus inconfesables intereses económicos, denuncian la existencia de una «inflación galopante», la «mayor corrupción de la historia», el «autoritarismo creciente» y la «inseguridad insoportable». Es la fórmula para el caos del siglo XXI, nieta del matrimonio entre monopolios económicos y monopolios comunicacionales. Es lo que se ve, con distintos matices, principalmente en Argentina, Venezuela, Bolivia y Ecuador. En Brasil, se vislumbró de forma muy clara esa campaña mediática en contra del ex presidente Lula. Las vacilaciones y crecientes concesiones del gobierno de Dilma Rousseff a los grandes grupos económicos nacionales e internacionales mantienen una aparente paz, solamente quebrada por los panfletos portavoces de Washington que circulan por nuestros quioscos.
Por fin, es fundamental que nos preguntemos hasta qué punto un gobierno puede controlar los niveles de inflación, inseguridad y corrupción en economías tan concentradas y con niveles tan altos de extranjerización. Con acaparamiento y especulación se genera inflación y se tensionan las tasas de interés hacia arriba, como forma de enriquecer al sistema financiero. Con acciones terroristas y conspiratorias, con playboys quemando caucho y motorizados armados, se aumenta la violencia y los grados de inseguridad hasta niveles «intolerables». Con shows de denuncias y bombardeos de TV, radios, revistas y periódicos se presenta un clima de «corrupción generalizada» como «nunca antes». Y toda acción del Estado para hacer frente a la inflación, a la inseguridad y a la corrupción es denominada autoritarismo por los grandes medios.
Por lo tanto, uno debe preguntarse hasta qué punto los niveles de medición de esas cuatro variables responden a la influencia de los medios de comunicación. Y hasta qué punto la percepción de las personas acerca de esos cuatro problemas es dirigida por los monopolios mediáticos. La respuesta, en nuestro punto de vista, lleva a una conclusión: no hay ninguna forma de avanzar en procesos progresistas, populares y democratizantes sin la implosión y el exterminio de esos dos tipos de monopolios privados. Porque aunque esa combinación de cuatro factores que llamamos ICIA sea etérea, gaseosa y superficial, ha impuesto dificultades y generado frenos considerables a los procesos de avance.
La destrucción de esos monopolios privados, económicos y mediáticos, es imprescindible y genera pavor en las elites y el capital extranjero. Por ese motivo se critica de forma tan contundente cualquier intento de ampliar el control del poder público, del Estado, sobre esas dos estructuras. Cuanto antes los gobiernos progresistas se percaten de la gravedad de esa situación y cuanto antes implementen acciones democratizantes, mayor su posibilidad de éxito. Por otro lado, seguir financiando esos monopolios con inmensas y crecientes sumas de dinero público, además de crimen de traición nacional, puede ser considerado un tiro en el propio pie.
* Profesor de la carrera de Economía, Integración y Desarrollo de la Universidad Federal de Integración Latinoamericana (UNILA), Foz do Iguazú, Brasil. [email protected]
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