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Kirguistán, amenazas sobre la estabilidad de Asia Central

Fuentes: Le Monde diplomatique

Traducido para Rebelión por Caty R.

Los enfrentamientos a sangre y fuego que han tenido lugar en el sur de Kirguistán en el mes de junio marcan una nueva escalada en la gran crisis política y social que sacude el país. Mientras Afganistán se hunde en la guerra y la represión contra los uzbekos se amplifica peligrosamente, esos sucesos despiertan, además, el miedo a un conflicto interétnico que podría extenderse en Asia central.

En abril de 2010, el movimiento popular que surgió unos días antes en Talas, al norte, se propagó a Bichkek, la capital, obligando al presidente Kurmanbek Bakiev a huir del país. Los enfrentamientos entre las fuerzas del orden y los manifestantes enfurecidos por la subida de los precios de la energía y por la corrupción endémica causaron 84 muertos y miles de heridos. A mediados de mayo, atrincherados en su feudo de Djalalabad en el sur, algunos cientos de partidarios del presidente derrocado consiguieron tomar el control de la administración local durante algunas horas, antes de que los desalojaran los «contramanifestantes». Estos últimos, la mayoría uzbekos, tienen el apoyo de Kadirjan Batirov, un poderoso hombre de negocios de la región, ex parlamentario y propietario de la Universidad de la Amistad del Pueblo de Djalalabad. A continuación los alborotadores saquearon e incendiaron las casas de la familia Bakiev (1). Las escaramuzas dejaron dos muertos y numerosos heridos.

El 10 de junio Och, la segunda ciudad del país, se convirtió en escenario de pogromos antiuzbekos. Bastó un incidente menor, una simple pelea entre grupos de jóvenes, para que las rivalidades políticas se transformasen en un conflicto interétnico que causó 2.000 muertos (cifras extraoficiales) y provocó la huida de 300.000 uzbekos, de los que 85.000 estarían refugiados en Uzbekistán. El derrocamiento del presidente Bakiev parece el responsable de la ruptura del frágil equilibrio que existía entre las comunidades kirguisas y uzbekas en el sur del país.

No es seguro que el retorno de los refugiados y los resultados del referéndum constitucional del 27 de junio basten para apaciguar las tensiones. Las narrativas divergentes de los sucesos ilustran la profundidad de la grieta entre ambas comunidades. Las declaraciones de las autoridades kirguisas aparecen confusas y contradictorias, sólo reconocen 275 muertos y acusan unas veces al entorno del ex presidente Bakiev y otras a mercenarios extranjeros a sueldo del antiguo régimen de estar en el origen de las exacciones. La versión oficial definitiva, presentada por el jefe de los servicios de seguridad kirguisos Keneshbeck Dushebaev, mantiene que Maxim Bakiev, el hijo del ex presidente (arrestado por la policía en el Reino Unido el 13 de junio), recurrió a los servicios de activistas asociados al movimiento talibán y a al-Qaida, el Movimiento Islámico de Uzbekistán (IMU), con el objetivo de desestabilizar el gobierno provisional (2). En la población kirguisa, numerosas voces recuerdan que los uzbekos viven bien en Kisguistán y son prósperos económicamente; es decir, que no tienen ninguna razón para quejarse: ambos pueblos son hermanos y las horas sombrías pertenecen al pasado.

Los uzbekos tienen otra versión de los hechos. Rechazan las acusaciones según las cuales los extremistas uzbekos serían responsables de las masacres y se consideran las primeras víctimas de las violencias del mes de junio. De vuelta en sus barrios de Och o en sus pueblos de los alrededores, siguen traumatizados. No sólo se sienten víctimas de las bandas que los atacaron, sino también de la policía y los militares kirguisos que se unieron a los alborotadores y abrieron fuego. Para ellos no existirá una cuestión de perdón hasta que no se haga justicia.

Las organizaciones internacionales y los medios de comunicación rusos y occidentales corroboran esta versión a la vez que informan de nuevas persecuciones contra los uzbekos y contra los militantes y periodistas que investigan el papel del ejército (3). Acusado de «incitación a la violencia masiva» (4), Azimzhan Askarov, un defensor de los derechos humanos de Bazar-Korgon fue detenido y golpeado en las dependencias policiales. Una militante de Bishkek, Tolekan Ismailova, tuvo que huir del país tras recibir amenazas de muerte. La contradicción de las narrativas de los sucesos de junio, la actitud «antiuzbeka» de la policía kirguisa y el sentimiento de injusticia de la población uzbeka son otros tantos elementos que harán que el sur de Kirguistán siga siendo, en los próximos meses, una zona de turbulencias.

Varios observadores han invocado «la herencia soviética» o una «historia de violencias» para intentar explicar semejante conflagración. Es cierto que, en junio de 1990, la distribución de tierra a los uzbekos en la región de Och desencadenó disturbios, causando varios cientos de muertos (oficialmente 300) en Och y Uzgen. Las organizaciones internacionales alertaron entonces a la opinión pública y expresaron sus inquietudes con respecto al futuro del valle de Ferghana, una de las regiones más fértiles (pero también de las más contaminadas) de Asia central. La desintegración de la Unión soviética, la emergencia de fronteras internacionales, la explosión demográfica y la competición por las tierras de cultivo y el acceso al agua (5) aparecen como otros tantos factores de exacerbación de las tensiones.

Sin embargo otro análisis es posible. Durante veinte años, la región no ha conocido ninguna explosión de violencia. A falta de un árbitro externo (el Kremlin), el consenso postsoviético entre los diferentes grupos étnicos del sur del país se basaba en la división simbólica del espacio público: los kirguisos tenían la administración mientras que los uzbekos poseían las tierras agrícolas y hacían fructificar el comercio. Las evoluciones socioeconómicas de los últimos veinte años han vuelto insostenible esta repartición. Empobrecidos por el cierre de las fábricas soviéticas y la falta de subvenciones públicas, los kirguisos no han podido mantenerse en los pueblos de montaña o en las ciudades industriales del valle. Con la esperanza de aprovechar los frutos de una economía dominada por los uzbekos emigraron hacia Och o Djalalabad. Así, las relaciones entre ambas comunidades no han dejado de deteriorarse. El presidente Askar Akavev, en el poder de 1990 a 2005 y originario del norte, trabajó para mantener el equilibrio entre las poblaciones kirguisas y uzbekas del sur. Bakiev, cuando asumió el poder, optó por favorecer a los kirguisos, reavivando así los resentimientos entre las dos comunidades. Los uzbekos también tienen sus reivindicaciones: Kadirjan Batyrov reclama, por ejemplo, el reconocimiento de la lengua uzbeca como idioma oficial de Kirguistán.

En mayo de 2010 sus partidarios se sumaron inicialmente al gobierno provisional de Bichkek. Sin embargo, durante las violencias interétnicas que estallaron y en las que la policía y el ejército abrieron fuego contra la multitud y los barrios uzbekos, las autoridades de Bichkek no vinieron en su ayuda. Eso indica, por una parte, que el gobierno provisional no tiene ningún control sobre sus propias fuerzas armadas, y por otro lado que la situación política ha cambiado. Bichkek ha mantenido la fecha del referéndum constitucional mientras en Och las tensiones permanecían muy vivas, demostrando de esa forma una indiferencia total ante el derecho de las víctimas. En su descargo, es cierto que el Gobierno dispone de un margen de maniobra muy débil. El país está en bancarrota y los sucesos de 2005 y 2010 demuestran que algunos miles de manifestantes podrían bastar para derrocar un régimen sin levantar la emoción de ninguna potencia extranjera.

Inmediatamente después de los disturbios, Roza Otunbayeva, quien dirige actualmente el gobierno provisional, llamó a las dos cabezas del ejecutivo ruso, el presidente Dmitri Medvedev y el Primer Ministro Vladimir Putin, con el fin de pedirles ayuda militar. Rusia, que antes de los sucesos había dado a entender que estaba considerando el establecimiento de una base militar en Och, rechazó la eventualidad de una intervención directa en Kirguistán. Probablemente Moscú guarda un mal recuerdo de su última intervención en la región en los años 90. Entonces las tropas rusas intervinieron para calmar tensiones de la misma naturaleza y todas las partes implicadas se volvieron inmediatamente contra el antiguo «centro» acusándolo de alimentar la discordia para justificar una acción militar. En la actualidad cualquier injerencia extranjera por invitación de un gobierno inestable expondría políticamente a cualquier tercer país en caso de un nuevo cambio de régimen.

Tras las violencias perpetradas el 7 de abril en Bichkek, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) y varios países, entre ellos Estados Unidos, propusieron la creación de una misión internacional de investigación sobre las violencias. No obstante el establecimiento de un proyecto semejante exige una voluntad real, ya que investigar sobre el comportamiento de la policía y el ejército kirguisos podría tener un precio político que la comunidad internacional puede que no esté dispuesta a pagar. La OSCE finalmente consiguió convencer a Bichkek de que aceptara el despliegue de una cincuentena de policías en el sur de Kirguistán incluso mientras la represión contra los uzbekos se amplifica en lo que la Alta Comisaria de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Navi Pillay, calificó de «auténtico clima de terror» (6).

Kirguistán se niega a admitir el carácter étnico de los sucesos y teme que se empañe la buena imagen que logró cultivar desde su independencia, la de una democracia liberal digna de la generosidad de una ayuda internacional de la cual es muy dependiente. Uzbekistán es el único país capacitado para intervenir. Dispone de una potencia militar de 100.000 soldados frente a los 12.000 de Kirguistán y posee bases a lo largo de la frontera. Tachkent habría podido utilizar fácilmente el argumento étnico para justificar una intervención. Sin embargo el presidente uzbeko ha declarado que su país no intervendrá, añadiendo que el conflicto no es interétnico, sino el resultado de un complot urdido por una potencia extranjera. Uzbekistán, que en un principio recibió entre 80.000 y 100.000 refugiados, se aseguró de que las personas desplazadas permanecieran acantonadas en los campos provisionales y los ha devuelto tan pronto como acabaron las violencias.

Entre los factores de explicación de semejante prudencia el primero es en realidad la ideología de unión nacional a la cual eligió alinearse el país tras la caída de la Unión Soviética. No teniendo por qué reivindicar él mismo una identidad étnica, le resulta difícil utilizar tales criterios para intervenir en Och. El segundo factor se refiere a los orígenes de sus clases dirigentes. Procedentes la mayor parte de Samarkanda y Tachkent, alimentan una profunda aversión por los grupos políticos del valle de Ferghana y desconfían desde hace muchos años de los grupos uzbekos del sur de Kirguistán, de los que sospechan que apoyan a los grupos islamistas radicales.

Al final de la Guerra Fría, durante el desmembramiento del sistema socialista, las reivindicaciones nacionalistas provocaron los disturbios en el Cáucaso y los Balcanes. En el Cáucaso el nacionalismo fue una fuerza revolucionaria, y la alianza entre la intelectualidad disidente y la movilización popular consiguió eliminar a los antiguos dirigentes de la era soviética. En la ex Yugoslavia, por el contrario, fue la nomenklatura local quien se reivindicaría nacionalista para legitimar su dominación política.

En ambos casos esas evoluciones engendraron las guerras que causaron cientos de miles de muertos y arrojaron a los caminos millones de refugiados. En Asia Central, a pesar de los conflictos interétnicos, el nacionalismo permanece marginal ya que fue ahogado por los dirigentes soviéticos, todavía en el poder, una clase vigilante cuya sucesión permanece incierta. Si los sucesos de Och despertasen el nacionalismo uzbeko podríamos asistir al cuestionamiento de varias fronteras. La etnia uzbeka, que constituye la mitad de la población de la región, también está presente en varios países vecinos. El nacionalismo uzbeko podría encontrar en el islamismo (7) un aliado objetivo, como es el caso de los talibanes en el vecino Afganistán. En el momento en que Estados Unidos evoca una próxima retirada de Afganistán, la inestabilidad de Asia Central debería preocupar a la comunidad internacional.

Notas:

(1) Kuban Abdymen, » Kyrgyzstan: Agenda seen behind ‘ethnic’ clashes «, IPS, 24de mayo de 2010.

(2) Daniyar Karimov, » International terroristic organizations are to organize new unrest in south Kyrgyzstan «, 24.kg , 24 de junio de 2010.

(3) Andrew Kramer, » Uzbeks Accused of Inciting Violence in Kyrgyzstan «, The New York Times, 1 de julio de 2010.

(4) Amnesty International, » Fears for safety of uzbek activist detained amid Kyrgyzstan violence «, 18 de junio de 2010.

(5) Vicken Cheterian, » La vallée de Ferghana, cœur divisé de l’Asie centrale «, Le Monde diplomatique, mayo 1999.

(6) Centre d’information de l’ONU, » Kirghizistan : l’ONU dénonce un climat de terreur dans le sud du pays «, 20 de julio. Leer también » Kirghizstan: MSF dénonce des «rafles» «, AFP/ Le Figaro, 21 de julio.

(7) Vicken Cheterian, » L’Asie centrale entre nationalisme et islamisme«, Le Monde diplomatique, marzo de 2005.

Vicken Cheterian, periodista, es autor de War and Peace in the Caucasus: Russia’s Troubled Frontier, C. Hurst – Columbia University Press, New York, 2009.

Fuente: http://www.monde-diplomatique.fr/carnet/2010-07-22-Kirghizstan