Luego de la cuarentena producida por la pandemia del nuevo coronavirus, nos enfrentamos a un escenario bastante complejo en el que todo parecerá igual pero ya nada será lo mismo. El mundo habrá cambiado dramáticamente y el Perú no será una excepción.
En el Perú ya se aprecia un cambio de sentido en las personas, ya no somos las mismas pero tratamos de portarnos como aquellas que éramos antes de la pandemia. Nos enteramos por las noticias, o por las redes sociales, del mal manejo de la crisis sanitaria del Gobierno Central y solo atinamos a subir los hombros y hacer algún comentario de pena o resignación. Nos dan a conocer que la posición del Ministerio de Economía y Finanzas frente a la propuesta del Congreso de aumentar el presupuesto para educación es negativa y preferimos no pensar en estos problemas ni emitir nuestra opinión al respecto. Descubrimos que la corrupción de varios sectores sigue galopante e inimputable y elegimos no decir nada, ni chistamos, y pensamos, o queremos pensar «así es la vida», «felizmente estamos con vida», «es más que suficiente no estar contagiados». Estamos tan golpeados por la cuarentena, por la pandemia, que mejor no protestamos; porque esta realidad podría ser peor, mejor nos quedamos así.
Todos hemos escuchado, leído o participado en alguna conversación sobre la pandemia y nos emociona imaginar una gran conspiración, tejemos con nuestros escasos elementos de juicio posibilidades y conexiones de agentes sospechosos, «la gran trama china», le seguimos el ritmo cardiaco y mental a Donald Trump, «el culpable de esta epidemia es China», nos quedamos con la limitada y parcializada información de Badabun, las tendenciosas coberturas de Panam Post, Infobae o CNN y las repetimos sin mayor conocimiento, convirtiéndonos involuntariamente en cajas de resonancia de la narrativa que nos quieren imponer.
Por otro lado, hay quienes nos dicen que esta crisis sanitaria ha puesto en evidencia que el sistema neoliberal no funciona. Los países de Europa que estaban obsesionados por convertirse a la nueva iglesia de los ultraneoliberales -más o menos como Perú- ahora retroceden y no desean alinearse a este modelo económico, político y social; incluso el FMI, adalid en otros tiempos de recetas radicales para implementar neoliberalismos salvajes que recortaban presupuestos públicos y todo lo privatizaban, ahora habla de cambiar estas recomendaciones.
Pero en Perú no pasa nada. Aquí el gobierno pide préstamos de entidades internacionales como el propio FMI, que deberán ser pagados por todos los peruanos durante décadas para concederlos en calidad de auxilio a los que más tienen; el Estado protege a las grandes fortunas y los desafortunados ciudadanos comunes nos tenemos que arreglar como podamos. El Estado neoliberal es un Estado que protege y defiende a los más ricos, de no hacerlo, estos últimos usarían todos sus aparatos mediáticos para desprestigiarlo y deslegitimarlo.
Entonces queda por preguntar, ¿qué ha pasado en la pandemia? ¿nos han adormecido, nos hemos quedado paralizados por el miedo a las consecuencias? La respuesta es un contundente sí.
Y esto ha pasado porque la mayor parte de la gente, cuando se le pregunta quién es el responsable de las consecuencias mortales de esta pandemia, o habla de China basándose en la desinformación que pulula cual plaga en las redes sociales y algunos otros medios, o culpa a las personas que caminan por la calle sin protección alguna, o sea, al enorme porcentaje de informalidad que habita en el Perú de hoy, los ciudadanos de a pie.
El Estado ha cumplido una vez más con su labor: dar pan y circo; migajas de pan y espectáculo. Las migajas son las expectativas que generó el Gobierno con los bonos, los retiros de las AFPs, las canastas. Limosnas que han sido percibidas, no como un derecho, sino como un acto de caridad.
Y el circo, el espectáculo, somos todos nosotros. Los que no nos cuidamos, los que, por salir irresponsablemente a la calle a trabajar para buscar el pan de cada día, hemos contagiado a los demás. Quedan exonerados de culpa el Estado, el neoliberalismo, la privatización de la salud, el conjunto de leyes que favorecen a la propiedad privada, al monopolio y la pauperización de la salud. No podemos indignarnos porque todas las farmacias son de un solo dueño, defendemos el monopolio argumentando «pero nos atienden bien, si no quieres comprar en estas cadenas de farmacia, puedes ir a la botiquita de la Virgencita del Carmen de la esquina, que vende más baratito».
El circo también es esa distracción de pensar que la raíz del mal, el origen del patógeno COVID 19, es una conspiración de unos chinos pérfidos -tercermundistas al fin y al cabo- que como aquellos sudamericanos que aparecen en las series de Netflix, son narcotraficantes y coincidentemente con los asiáticos, malvados de nacimiento. Claro, el bueno siempre será el estadounidense que, hombre de buenos sentimientos y con ojos azules color del cielo, como Trump, liberará al mundo de los siniestros tercermundistas, malvados de nacimiento.
El ciudadano peruano, de la pospandemia, ha quedado más herido que de costumbre, más acoquinado frente a los abusos, más pusilánime frente a la corrupción.
Una vez más las historias de hadas, del pato Donald (¿Trump?), Netflix o el cuento chino del virus, nos han manipulado e instaurado un profundo sentimiento de culpa, que se ha construido cuando nos hicieron creer que somos nosotros mismos quienes contagiamos a todos los demás y por lo tanto la culpa la tenemos que cargar todos y cada uno de nosotros. Esta culpa no solo nos ha llevado a la inacción, sino también, a la pérdida de criterio crítico, de capacidad de análisis y de poder imaginar que otra realidad es posible. Hemos ganado en pánicos paralizantes y en desasosiegos esquizofrénicos que nos llevan a espantarnos y huir de lo real para endulzar el miedo con lo irreal. Una curiosa alienación que dejaría perplejo incluso a un manipulador de masas por excelencia como lo era Goebbels.
Lo normal en un ser humano no solo es su capacidad de discernimiento, también lo es su creatividad pero sobre todo, lo que nos hace humanos, es expresar indignación ante la injusticia y mostrar predisposición permanente ante la impugnación, ante lo podrido y lo repudiable. Esto lo hemos perdido. Lo disculpamos todo, justificamos las injusticias, dispensamos que los más necesitados reciban migajas, exculpamos al Gobierno de errores fatales, toleramos la corrupción desmesurada, eximimos a los ricos de su despotismo descarado, perdonamos el abuso y convivimos con la infección. Absolvemos a los responsables y culpamos a los fantasmas.
¿Qué le espera al Perú en este escenario? Por ahora solo la inmovilización, la inacción, un discurso político escamoteado, endeble, artificioso. Por ahora debemos acostumbrarnos a usar tapabocas, literalmente.