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Unas firmezas que contrastan con otras pasividades

La furia después de la furia

Fuentes: Brecha

Los hechos de la Ciudad Vieja del pasado fin de semana mostraron en acción a pequeñas organizaciones políticas «a la izquierda de la izquierda» que podrían crecer ocupando ciertos vacíos dejados por el gobierno progresista. Militantes de esos grupos, que reivindican «otra manera de hacer política», rompieron autos, vidrieras y negocios en varias calles de […]

Los hechos de la Ciudad Vieja del pasado fin de semana mostraron en acción a pequeñas organizaciones políticas «a la izquierda de la izquierda» que podrían crecer ocupando ciertos vacíos dejados por el gobierno progresista. Militantes de esos grupos, que reivindican «otra manera de hacer política», rompieron autos, vidrieras y negocios en varias calles de la city en protesta contra la presencia de George W Bush en Mar del Plata y la firma del tratado bilateral de comercio entre Uruguay y Estados Unidos.

Si las acciones de los jóvenes se salieron del cauce pacífico, la reacción de la Policía en primer término, y la de un juez luego, sobrepasó toda proporción. Los fundamentos del juez Fernández Lecchini para imputar «sedición» a cuatro de los manifestantes y el derrotero mental de dicho juez para explicar su fallo moverían a risa si no formaran parte de un contexto que de risueño nada tiene: por un lado, la «firmeza» exhibida contra los manifestantes contrasta con la pasividad de la mayoría de los jueces para investigar -aunque más no fuera- los crímenes de lesa humanidad; por otro, instala un mecanismo represivo que amenaza con criminalizar cualquier protesta social no bien sus promotores osen plantear una mera crítica «anticapitalista y antimperialista».

Por más que se quiera minimizar el exabrupto, desde el domingo 6 Uruguay tiene un gobierno progresista que exhibe, al menos para el exterior, desmanes de la ultraizquierda, brutalidad policial, presos políticos (de acuerdo a los considerandos del juez que los llevó a prisión) y cuatro organizaciones «sediciosas». La imagen no es propicia para la estrategia que apuesta a un perfil de seguridades jurídicas y de tranquilidad institucional para atraer inversiones.

Esta especie de travestismo de la realidad política es consecuencia de la prestidigitación de un juez penal que contra viento y marea, y a despecho de las múltiples e insistentes sugerencias a la moderación, aplicó contra cuatro manifestantes «antimperialistas, anticapitalistas y antiglobalización», un artículo del Código Penal olvidado en los orígenes fascistas del ordenamiento de 1934, que demócratas de distinto pelo repudiaron pero no expurgaron de los textos.

El juez Juan Carlos Fernández Lecchini instaló abruptamente la sedición en el panorama nacional, al aplicar los incisos 3 y 5 del artículo 143 del Código Penal, un delito que incluso los militares descartaron en su guerra antisubversiva. La decisión descolocó al gobierno y al Frente Amplio. La oposición, en cambio, subió la apuesta y sin tomar en consideración el escenario que se abría con supuestas organizaciones subversivas actuando en la capital, reclamó la cabeza del ministro del Interior, José Díaz, por una supuesta indolencia en la respuesta policial que llevó a ciertos medios de prensa a cronometrar la inoperancia en términos de minutos y segundos.

Acuciado por una interna ministerial complicada, Díaz basculó entre el respaldo a sus subordinados, la reafirmación de una política que apuesta al diálogo y a la prevención, y a no conceder espacios para la brutalidad policial, que los hechos, confirmados por videos y fotografías, revelan sin lugar a dudas. Así lo consignaron diversos sectores del partido de gobierno (la Vertiente Artiguista en forma explícita), pero lo que era evidente para televidentes no lo fue para el magistrado, quien dedujo la sedición como extensión del acto de arrojar piedras y romper vidrios, en virtud del soporte ideológico que activó el músculo.

La sospecha de una vinculación entre la decisión judicial y ciertos extremos represivos impuso la consideración de una eventual maquinación de la derecha para impulsar la desestabilización. El clima generado por algunas expresiones reales de descontento, como el incremento de las huelgas y movilizaciones populares, las críticas a la política económica y los callejones sin salida de la impunidad, es un buen caldo de cultivo para que proliferen algunas iniciativas aisladas contra el gobierno, pero también algunas no tan aisladas.

Simultáneamente, la insistente apuesta de la derecha a fabricar una sensación de inseguridad ciudadana cuya respuesta es, inequívocamente, la imposición de un endurecimiento de la represión -lo que el ministro Díaz califica de «demagogia punitiva»- habría encontrado en los episodios del viernes 4 en la Ciudad Vieja una rampa de lanzamiento. La demora entre la ubicación, por parte de la inteligencia policial, de militantes «caratapadas» pertrechándose de piedras, y la reacción de la Policía, dejó un espacio de especulación para una condena por supuesta «inactividad».

Versiones de prensa que acudieron a las ya inefables «fuentes militares» afirmaron que las alertas sobre posibles desmanes durante la concentración de un centenar de manifestantes en la plaza Matriz fueron ignoradas por el gobierno y por la jerarquía policial. El jefe de Policía de Montevideo, Ricardo Bernal, desmintió tajantemente haber recibido tal información de los servicios de inteligencia, y conminó a las «fuentes» a que se identificaran. Pero es un hecho que los efectivos de la Guardia Metropolitana descargaron la represión en forma indiscriminada. Voceros de la Plenaria Memoria y Justicia -una organización creada para combatir la impunidad y que está en la mira de algunos magistrados, objeto de sus escraches y pintadas- explicaron los desmanes como consecuencia de los nombramientos de jerarcas policiales que controlan los aparatos represivos que coordinan la acción policial.

Dos de esos jerarcas fueron, precisamente, funcionarios procesados por la justicia por su responsabilidad en los hechos sangrientos ocurridos en las inmediaciones del hospital Filtro en octubre de 1994, cuando se produjo el asesinato del joven Fernando Morroni. Los múltiples testimonios y las secuencias fotográficas que integran este informe no dejan dudas sobre la forma en que se descargó la represión, independientemente del hecho, también evidente, de que algunos de los participantes en la movilización protagonizaron desmanes.

La propia fundamentación político-ideológica del juez revela la incapacidad para obtener elementos objetivos de culpabilidad de los procesados y, quizás, de que ni siquiera fue ése un extremo decisivo y necesario para imponer un procesamiento a todas luces divorciado de la magnitud de los hechos. Igualmente desproporcionada parece ser la iniciativa de una fiscal que pretende procesar a Irma Leites, vocera de la Plenaria, por negarse a identificar a quienes efectuaron pintadas calificando a los miembros del tribunal de apelaciones que archivó el «caso Gelman» como «alcahuetes de los militares».

Todo este cuadro amerita la reedición de la afirmación «pérdida de los puntos de referencia», que el general Hugo Medina puso en circulación para justificar torturas y desapariciones. Lo que está por definirse es en qué medida la acción policial buscó, premeditadamente, extender la represión según un plan, y hasta dónde la decisión del juez de instalar la sedición como elemento determinante de la movilización fue una simple coincidencia o, por el contrario, parte de un esquema elaborado con anterioridad. La fuerte sospecha de que entre los «caratapada» hubo infiltrados de la derecha angosta la incidencia del elemento coincidencia.

Como en los episodios del Filtro, las circunstancias parecen haber actuado a favor de la premeditación para fabricar un estado favorable a la desestabilización política. La «demagogia punitiva» cuenta, para avanzar en su esquema desestabilizador, con elementos policiales de clara filiación de extrema derecha, con magistrados apuntalados en una concepción cerril de la impunidad, con dirigentes políticos decididos a atizar el fuego en medio de una crisis económica y social heredada por la izquierda, y operadores de los medios de comunicación que aceitan los engranajes de la desinformación y la manipulación.

Y, cuando todo esto ocurre en medio de un creciente malestar en sectores que eligieron a este gobierno, el escenario requiere una cruda precisión para separar la paja del trigo. Si las investigaciones de los próximos días corroboran esa hipótesis, el gobierno entonces se enfrenta a una situación de hecho que lo expone a nuevas tormentas. La condena de los desmanes no justifica el clima de inseguridad que instala el exabrupto de la sedición.