El maravilloso relato de Mario Vargas Llosa, el escritor, sobre la ciudad de Dios que fuera convocada por un ser sencillo del pueblo, que atrajo a multitudes de hombres y mujeres: artesanos, albañiles, obreros, lavanderas, campesinos, mendigos para construir una vida diferente, sin poderosos ni propietarios.
Una utopía en el Brasil, pero en el Perú abundan, están en la memoria profunda de la gente, está el sueño del retorno del Inca, de una ciudad para vivir bien, de armonía y equilibrio.
Sueño escondido, contado en las cosas oscuras protegidas del frío, en las barriadas de Lima; sueño adormecido por la construcción del supuesto Estado moderno; luego de la reforma agraria de Velasco Alvarado, último intento de borrar la oligarquía tradicional, o el gobierno de los blancos (por un tinte de discusión racial que nunca estuvo ausente de parte y parte, en medio de un mar de narraciones de justicia para todos) y luego de la lucha contra el terrorismo de Sendero Luminoso. Lo que se construyó no fue un simple estado oligárquico tradicional sino un sistema de grandes corporaciones articuladas en torno a la destrucción generada por la minería y petróleo, con mafias políticas crecidas a la sombra del Estado.
Vargas Llosa cuenta que lo que no se soportó, no solo la construcción de un sistema social de los pobres, sino sobre todo su separación del Estado y la desobediencia civil (pagamos a Dios y no pagamos al gobierno brasilero). No se soportó a los humildes como un contrapoder basado en el respeto y en la reciprocidad. Esta base profunda está en la tradición del mundo indígena y popular peruano y andino. Y eso no se soportó en el relato de Vargas Llosa, el ejército asaltó la ciudad de Dios, asesinó a los líderes, y reconstituyó el poder tradicional.
Es esta la sensación que tenemos de ahora, Pedro Castillo no era la expresión de un partido político al estilo europeo o de un país moderno; ni era la voz de un equipo tecnocrático de izquierda experto en gobernar a nombre de los pobres; no era tampoco parte de la correntada de la mal llamada corriente progresista (mal llamada porque no muestra los diversos colores diferenciales que existe en ella); era solo eso, un hombre humilde dispuesto al servicio de los iguales.
No existió una contrarrevolución contra Pedro Castillo, existió una horrorosa de la reafirmación del poder de las roscas, porque no podían soportar la presencia del no poder en la Presidencia de la República. Pero lo que nadie había comprendido, yo tampoco, era que con Castillo estaba despertando la utopía como acto. Los miles y miles de seres del común, los gremios, las rondas campesinas, las formas tradicionales de organización, las redes andino/limeña de los pobres, las voces populares, habían estado germinando y preparándose para un cambio del Perú. Y es ese el estallido actual, la revuelta, o como lo dicen: la insurgencia.
Así de conmovedora es la reacción: ningún discurso político, solo la demanda del retorno de un humilde al gobierno, fuera del símbolo del poder los partidos (a los que no se les reconoce como tales), cambios profundos de la norma (nueva Constitución) y expresiones más espontáneas: si ellos siguen gobernando desobediencia civil: no pagar impuestos, no comprar los bienes de los políticos/empresarios; no permitir que los aviones que solo montan los políticos o los negociantes vuelen; invocación a Dios; los pobres hablando del Perú profundo y de todas las sangres. Una lealtad de los iguales.
Pero la respuesta puede ser horrorosa, una nueva masacre, una forma opresiva negra con nuevos efectos negativos para la vitalidad social. Sin embargo, la creciente presencia de la gente en las calles entre el 10 y el 13 de diciembre de 2022 impide cualquier predicción.
La tragedia siempre acompañó al movimiento espontáneo, porque tiene un vigor y una potencia que supera toda forma organizada que ha sido normalmente, por influencia del pensamiento europeo, el camino que se ha considerado adecuado para acceder al poder. No se percibía que en lo espontáneo estaba la construcción de la ciudad de oro y no un sistema de poder. Dice Gilles Deleuze que la alegría y la esperanza nos diferencian de los irracionales.
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