Ante los incidentes de la XVII cumbre iberoamericana, la complaciente prensa española se ha apresurado a centrar la responsabilidad por el enfrentamiento entre los representantes de España y Venezuela en las palabras del presidente venezolano, pasando de puntillas por el deslucido y zafio papel de Juan Carlos de Borbón. Todos los periódicos españoles de corte […]
Ante los incidentes de la XVII cumbre iberoamericana, la complaciente prensa española se ha apresurado a centrar la responsabilidad por el enfrentamiento entre los representantes de España y Venezuela en las palabras del presidente venezolano, pasando de puntillas por el deslucido y zafio papel de Juan Carlos de Borbón. Todos los periódicos españoles de corte han cerrado filas para defender al monarca, llegando los editorialistas de El País a considerar que Juan Carlos de Borbón «estuvo en su papel», aunque se traicionaban después al mostrar su preocupación por los continuos incidentes que protagoniza, mostrando su deseo de que «la figura del rey no debería estar por más tiempo en el primer plano político.»
Sin embargo, pese a la insistencia de esa prensa cortesana, para España lo más relevante de la cumbre iberoamericano no han sido las acusaciones del presidente venezolano Chávez al expresidente español José María Aznar. Lo que debería hacer reflexionar a los ciudadanos son las duras acusaciones que hicieron los representantes de varios países a las empresas españolas y a determinados comportamientos de su diplomacia. Porque, por ejemplo, está demostrado que la embajada española en Caracas recibió, en 2002, instrucciones precisas del presidente Aznar para apoyar el golpe de Estado en Venezuela, en connivencia con Washington. Lo que debería preocupar en España son las palabras de Daniel Ortega, acusando a la diplomacia española de interferir en los procesos electorales de Nicaragua, y de colaborar con la derecha de ese país para evitar el triunfo electoral del Frente Sandinista. Como debería ser motivo de gran preocupación las denuncias realizadas contra Unión Fenosa, acusada de utilizar métodos gansteriles en América Latina. Y debería preocupar que el presidente Néstor Kirchner haya criticado con suma dureza el irresponsable proceder de las empresas españolas en Argentina. Porque lo relevante del enfrentamiento de Santiago de Chile es que muestra el progresivo distanciamiento entre una parte importante de América Latina y España, por la avidez y la rapiña de las empresas españolas. Pero sobre todo eso, la prensa española ha pasado hasta ahora de puntillas.
La apresurada recopilación hecha en España, en varias cadenas de televisión, uniendo arbitrariamente algunas intervenciones de Chávez con la intención de presentarlo como un dirigente pendenciero, choca con la extrema amabilidad con que se ha tratado a otros presidentes, empezando con Bush y acabando con José María Aznar. Esa prensa española, que se rasga las vestiduras ante el calificativo de «fascista» lanzado por Chávez a Aznar, no respondió de igual forma cuando éste insultó a Chávez, como recordó en la cumbre chilena el vicepresidente cubano Carlos Lage. Aznar ha llamado a Chávez «nuevo dictador», ha hablado de una supuesta «vuelta al nazismo», ha denunciado el «enorme peligro para América Latina» que supone Venezuela, ha acusado al presidente venezolano de ser un defensor del «abuso, la tiranía y el empobrecimiento», entre otras muchas expresiones semejantes. Aznar, además, apoyó un golpe de Estado para derribar a Chávez e instaurar una dictadura militar. Ante todo eso, ¿cómo espera la prensa española que califique el presidente venezolano a Aznar?
Esa era la realidad en Santiago de Chile, y, ante ella, Juan Carlos de Borbón pretendió hacer callar a Chávez. ¿Por qué se sintió ofendido Juan Carlos de Borbón ante las críticas de Chávez a Aznar? ¿Cómo cree el monarca que debe calificarse a un expresidente que apoyó un golpe militar para destruir las instituciones democráticas venezolanas? ¿Por qué sintió como un ataque la descripción del vergonzoso comportamiento de las multinacionales españolas en América Latina, denunciadas no sólo por Chávez, sino también por Correa, el presidente de Ecuador; por el nicaragüense Ortega y el boliviano Morales, e incluso por un presidente tan moderado como el argentino Kirchner?
Porque lo más relevante de la escena de Santiago de Chile no fue el lenguaje más o menos diplomático de los participantes en la reunión, lo trascendente no fue la pasión o los calificativos utilizados, aunque retumben ahora en unas reuniones que con frecuencia se han desarrollado bajo montañas de palabras llenas de retórica vacía, y entre los parabienes, besamanos y lisonjas a los que tan aficionado es Juan Carlos de Borbón, acostumbrado a que, en España, todos le rían las gracias. Lo relevante es la distancia, que se ensancha, entre una América Latina que, con justicia, quiere salir de la pobreza y unas empresas que, como hizo el monarca, se comportan con maneras de matón de taberna.
¿Porque, quién se ha creído que es Juan Carlos de Borbón para actuar como lo hizo? ¿Acaso cree que tiene autoridad sobre los presidentes y los pueblos de América Latina? ¿Tal vez se ha creído su propia leyenda, inventada por los servicios de la incalificable Casa Real, que sigue insistiendo en el gran prestigio de Juan Carlos de Borbón? Para empezar, el monarca español era el único jefe de Estado presente en la cumbre chilena que no ha sido elegido por su pueblo. El propio Rodríguez Zapatero, que insistía en la defensa de Aznar con el argumento de que había sido elegido democráticamente en su día, se traicionaba, puesto que tenía a su lado a Juan Carlos de Borbón, de quien no recordó lo mismo.
El gesto airado de Juan Carlos de Borbón intentando hacer callar al presidente venezolano, usurpando las funciones de quien presidía la sesión, hablando fuera de tono, y auséntandose después de la sala con manifiesta mala educación y falta de cintura diplomática, en el momento preciso en que se criticaba la actuación de las multinacionales españolas, muestra la verdadera condición de este monarca, no en vano forma parte de esos círculos empresariales que le han financiado caprichos vergonzosos. Acostumbrado a que le rían las gracias, las bromas chocarreras, los comentarios insulsos, ese «excelente profesional», como le definen sus aduladores, se ha revelado como un individuo sin modales, que se siente molesto cuando se denuncian las prácticas corruptas de las empresas españolas en América.
La incompetencia y grosería mostrada por Juan Carlos de Borbón, cuyo rostro tras el incidente delataba su incomodidad, la inocultable vergüenza, es la enésima muestra de que España no puede soportar por más tiempo a un jefe de Estado semejante, que los españoles merecen tener una república entre otras, abandonando ya la pesada herencia del franquismo, impuesta a los ciudadanos hace ya treinta años. Porque esa actitud suya no es nueva. ¿No se recuerda acaso el gesto del monarca levantando el índice en un desagradable gesto chulesco ante la protesta de ciudadanos en el País Vasco? ¿No se recuerdan sus groserías previas al desfile de octubre? Ése es el monarca español, complaciente con la gran empresa, envuelto en turbios negocios que le aseguran rentas millonarias, despreocupado con los problemas reales de los españoles, un hombre que dedica casi todo su tiempo a sus relajos privados, impasible ante la corrupción que gangrena a España. Juan Carlos de Borbón, tan complaciente con Bush o con los reyes de Arabia o de Marruecos, es incapaz de decirle al presidente norteamericano la más mínima palabra contraria a la infame agresión contra Iraq que ha causado centenares de miles de muertos, pero pierde, sin embargo, los papeles ante una fundada acusación contra un expresidente español.
La deplorable y patética escena representada por el monarca, perdiendo los estribos, es una prueba más de que España no debe continuar soportando una monarquía antidemocrática e inútil, aunque los ciudadanos del país no deben sentirse avergonzados, porque Juan Carlos de Borbón no los representa. Quienes han hecho de la adulación al monarca español un apostolado y un negocio, pontificando sobre el «benéfico papel» que Juan Carlos de Borbón tiene como representante de España, pueden comprobar ahora que ese monarca apenas sirve para otra cosa que para intercambiar bromas irrelevantes en reuniones y para mantener a toda su familia a costa del presupuesto público, y que, además, se comporta como un bocazas de taberna. Los tiempos están cambiando, porque, aunque lo lamente el editorialista de El País, cuando están empezando a quebrarse todos los muros construidos para sostener la gran mentira de una monarquía impuesta, estamos asistiendo también a la irremediable decadencia de Juan Carlos de Borbón y al anuncio de la III República española.
Higinio Polo es licenciado en Geografía e Historia y Doctor en Historia contemporánea por la Universidad de Barcelona. Ha publicado numerosos trabajos y ensayos sobre cuestiones políticas y culturales, y colabora habitualmente en medios como la revista El Viejo Topo, el periódico Mundo Obrero y Rebelión.