De lo ocurrido en el acto de clausura de la Cumbre Latinoamericana celebrada en Santiago de Chile lo que menos relevancia tiene, a mi entender, son las bruscas maneras con las que el monarca español, traicionado por sus genes absolutistas, mandó callar al presidente venezolano. Si bien no hay que desechar que la escena, repetida […]
De lo ocurrido en el acto de clausura de la Cumbre Latinoamericana celebrada en Santiago de Chile lo que menos relevancia tiene, a mi entender, son las bruscas maneras con las que el monarca español, traicionado por sus genes absolutistas, mandó callar al presidente venezolano. Si bien no hay que desechar que la escena, repetida hasta la saciedad por los noticieros de medio mundo, constituye la escenificación perfecta del progresivo distanciamiento de algunos estados de América Latina con respecto a la «madre patria» con el consiguiente enfado del «padre putativo».
Lo que, siempre a mi modo de ver, sí que tiene importancia es la desafortunada invocación que, de manera casi recurrente, hizo Hugo Chávez del ex-presidente español, José María Aznar. Sus descalificaciones, aun pudiendo estar fundamentadas -no seré yo quien gaste un minuto en rebatirlas-, eran completamente extemporáneas y resucitaban a un personaje que desde hace casi cuatro años había desaparecido de la escena política internacional (entiéndase esa «desaparición» en los términos en los que suelen desaparecer cualquier expresidente español que se precie, esto es, pasando a la promoción de una manera más abierta de los intereses y negocios de sus amigos y, en ocasiones, socios).
Para tratar de comprender su discurso en esta la ocasión, que quisiera pensar improvisado y no calculado, se me ocurren algunas claves interpretativas, la mayor parte de las cuales me llevan a reafirmarme en mi percepción de lo erróneo de la estrategia, si es que, insisto, llegó a haber alguna.
Si se analiza el discurso en clave psicológica cabe concluir que el presidente venezolano mantiene una obsesión personal hacia Aznar desde que supo de la implicación española en el golpe de estado de abril de 2002. En ese caso, no me siento autorizado para apoyar con fundamento la hipótesis de la obsesión, si bien no es menos cierto que Chávez ha dado muestras en reiteradas ocasiones de que mantiene una cierta inquina hacia el expresidente español que, de ser cierta, requeriría más de un tratamiento médico que de un comentario político, porque pocos réditos se obtienen de fustigar a un «fantasma» del pasado mientras que quien lo hace no sólo es el presente sino también el futuro para América Latina.
En segundo lugar, también cabría interpretar el discurso en clave mediática: de todos es sabido la enorme capacidad del presidente venezolano para acaparar la atención de los medios de comunicación de todo el planeta. La embestida contra Aznar constituiría, entonces, un intento por no pasar inadvertido en el marco de una Cumbre Iberoamericana marcada por los intentos de extender la idea de que América Latina necesita afrontar una estrategia de cohesión social que, sin menoscabar los cimientos de la economía de mercado, reintegre a la sociedad a los millones de personas que esa misma economía de mercado ha contribuido a expulsar durante los últimos veinte años.
En ese intento de implantación de un pacto socialdemócrata en toda América Latina, los exabruptos de Chávez se convertían en la carnaza que estaban esperando los medios de comunicación para darle sentido a su presencia una cumbre que se ocupaba de unas realidades que en el día a día se demuestra que les son del todo indiferentes.
En el marco de esa lógica, Chávez tuvo su minuto de gloria y los medios de comunicación encontraron lo que andaban buscando para justificar su despliegue. Y todos se marcharon contentos a casa.
En tercer lugar, también cabría interpretar la actuación de Chávez en clave de política nacional. El presidente venezolano, por lo tanto, no se estaría dirigiendo a la comunidad iberoamericana, cuyos representantes se encontraban reunidos en Chile, sino que su discurso tenía como destinatarios últimos a los ciudadanos venezolanos frente a los que se reafirmaba en su denuncia de lo que él considera el pensamiento y la praxis política de Aznar y sus repercusiones, transcurridos ya más cinco años, sobre la situación política en Venezuela.
En este caso, alguien debería sugerirle al presidente Chávez que cada foro tiene su público y a donde se suele ir a hablar de los temas que a él incumben (lo que, en ningún caso, excluye el guiño ocasional hacia su propio público, la ciudadanía nacional). Nada ganaba en el ámbito interno con denunciar en tono bronco a quien él mismo vaticinó que se convertiría en «polvo estelar» hace años. Por aquel entonces, la declaración tuvo su sentido, su oportunidad y hasta su gracia. La de ahora, sin embargo, de entrada nos brinda un flaco favor a los españoles, volviendo a traer al primer plano de la arena política, casi en condición de mártir, a quienes muchos hubiéramos deseado ver efectivamente convertido en polvo estelar (en sentido metafórico, entiéndaseme bien). Pero, además, y para el común de los españoles, le ha regalado al monarca español la oportunidad de convertirse públicamente -aunque de malos modos (lo que nuevamente, y para la mayoría de mis compatriotas, agranda si cabe el valor de la gesta)- en el adalid de los «intereses» de España y los españoles en aquella tierra de «indios» desagradecidos.
En definitiva, Chávez obtenía pocos beneficios en el plano interno y desestabilizaba, sin mucho sentido, los ya de por sí reducidos apoyos que pudieran brindársele desde España y, por contagio, desde algunos países latinoamericanos.
Y, finalmente, el análisis es mucho más desesperanzador si se hace en clave de política internacional. En ese caso, cabría pensar que el presidente Chávez no sólo se estaba dirigiendo a su pueblo sino también a todos sus seguidores dentro de los movimientos de izquierda latinoamericanos y mundiales y, asumiendo su papel autoinvestido de conciencia moral de los pueblos oprimidos de América Latina, denunciaba por enésima vez la figura de Aznar y su política en el hemisferio.
Si ésa hubiera sido la estrategia no cabe menos que reprocharle a Chávez la oportunidad que ha perdido para concitar a su alrededor el apoyo de gran parte de los países latinoamericanos frente a lo que realmente debería haber sido el eje de su discurso: los desmanes y tropelías de las empresas españolas en América Latina desde su agresivo desembarco a fines de los ochenta en aquel continente. Hubiera sido difícil encontrar un país que no hubiera podido denunciar algún caso de comportamiento depredador de estas empresas: precios artificialmente elevados, cuando no abusivos; falta de inversión que redundan en servicios de ínfima calidad; expolio de riquezas naturales; actividades productivas o extractivas con costes ambientales irreparables; desplazamientos forzados de comunidades originarios; y un largo etcétera más.
Era en torno a esta cuestión y con una retórica menos incendiaria donde Chávez podía haber encontrado el consenso de casi todos los asistentes. Ahí estaba el filón que un estadista, más preocupado por aglutinar esfuerzos para una transformación real de América Latina que por sembrar el rechazo a través del histrionismo en las formas y el desacierto en la elección de los momentos, hubiera aprovechado para atraer hacia sus posiciones a alguien más que a sus socios incondicionales y a los que, por otro lado, no les quedó más remedio que cerrar filas en torno al presidente venezolano.
En este sentido, sólo cabe afirmar que, si bien Chávez es el interlocutor perfecto que las clases populares depauperadas de Venezuela necesitaban al frente del Estado para poder recuperar su conciencia de ciudadano y su dignidad como personas, sigue sin tomarle el pulso a la esfera internacional.
Más allá de su indudable atracción mediática y de los aliados, en muchos casos meramente coyunturales, que le reporta la diplomacia del petróleo, sigue sin concitar a su alrededor un grupo de países que identifiquen su lucha contra la opresión del Norte desarrollado con la que, en el mismo sentido, se mantiene desde Venezuela.
Es por ello, y en beneficio de todos los pueblos oprimidos del mundo, que Chávez debería aprender que la diplomacia de la justicia social no sólo necesita de la generosa y revolucionaria solidaridad con la que Venezuela administra su petróleo sino que, para estar más cargada de razón, también debe acompañarse de unas formas que marquen distancia con aquellos a los que se denuncia y aproxime a aquellos que comparten sueños y aspiraciones. De otra forma, perdemos todos.
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Málaga (España).