En el Valle del Aguán, en Honduras, campesinos organizados y armados se enfrentan con los guardias organizados y armados de los terratenientes en unas batallas por el control de las plantaciones de palma africana, un laberinto de palmeras que se extiende por todo lo ancho de la costa caribeña. Tres años y más de 60 […]
En el Valle del Aguán, en Honduras, campesinos organizados y armados se enfrentan con los guardias organizados y armados de los terratenientes en unas batallas por el control de las plantaciones de palma africana, un laberinto de palmeras que se extiende por todo lo ancho de la costa caribeña. Tres años y más de 60 muertos después, el conflicto se asemeja mucho a una guerra, y el Estado es apenas un observador silencioso en esta batalla entre dos frentes.
El Valle del Aguán es una inmensa alfombra verde que atraviesa los municipios de Tocoa y Trujillo, en el Caribe hondureño. Es un paraíso agrícola en el que confluyen trasnacionales como la Standard Fruit Company, con sus furgones planchando día y noche la carretera Panamericana; poderosos terratenientes como Miguel Facussé, propietario de más de 16 mil hectáreas; un ejército de guardias privados para custodiar la carretera y las fincas; y más de 3 mil campesinos pobres y sin tierras. Hace tres años, en mayo de 2009, se expresaron aquí las profundas diferencias entre esos hombres y mujeres pobres y los terratenientes millonarios. En una revuelta pacífica y sorpresiva, un millar de campesinos ocuparon la planta El Chile, una de las procesadoras del aceite de palma africana de la Corporación Dinant, la empresa insignia de Miguel Facussé, uno de los hombres más ricos de Honduras.
Esa toma generó pérdidas millonarias a Dinant, porque en un mundo con una creciente crisis energética los derivados del aceite de palma africana generan cada día millones de dólares en ganancias. El aceite de palma es el cuarto producto de mayor exportación en Honduras, y en los últimos diez años ha colocado al país en la lista de los diez principales productores del mundo. Pero más allá de lo económico, se impone el valor simbólico de lo que ocurrió hace tres años: por segunda ocasión en una década, los campesinos de esta zona del país entonaban un mismo cántico revolucionario. Exigían más tierras para los pobres a costa de quitar tierras a los ricos.
Doris Pérez y el resto de los [campesinos] que participaron en aquella primera toma de 2009 [de la estancia La Aurora, propiedad de Facussé] y en las que la han seguido desde entonces, están inspirados por otros que en el año 2000 tomaron por primera vez tierras en el Aguán. En aquel entonces, la región intentaba recuperarse de la devastación provocada por el huracán Mitch de 1998, que dejó inundaciones, ríos desbordados, puentes destruidos, derrumbes y muerte. Más de un millón de damnificados, 5 mil fallecidos y 8 mil desaparecidos. Honduras, el país más afectado por el huracán, tenía hambre y frío. Entonces de todos los rincones del país una masa de campesinos caminó hasta el Valle del Aguán, aquel que en otros tiempos había sido un edén de productividad agrícola, de empleo, de estabilidad, pero que para el nuevo siglo se había convertido en un intrincado sistema de compraventas, de cooperativas campesinas quebradas, estafadas, sobornadas. Todo eso lo sabían los campesinos, pero aun así las familias marcharon cargando machetes, una muda de ropa, animales de granja y niños. Decían que si la tierra alguna vez fue de los campesinos debía volver a manos de los campesinos. Decían que el Estado no los podía dejar morir de hambre. Se instalaron en las tierras del otrora Centro Regional de Entrenamiento Militar, el campamento en el que Estados Unidos entrenó en tácticas contrainsurgentes a los ejércitos de Centroamérica, hace más de 30 años, en los ochenta. Se instalaron y ya nunca se fueron. Luego de meses de negociaciones, los campesinos aceptaron asentarse en una porción de tierra lo suficientemente grande como para que ahora quepan ahí los cultivos, las edificaciones, y hasta la tercera generación de esos primeros colonizadores.
Los campesinos de 2009, agrupados en el Movimiento Unificado Campesino del Aguán (MUCA), emularon aquellas tomas pero les agregaron un nuevo matiz: se armaron. El entonces presidente de Honduras, Manuel Zelaya, intentó reaccionar y diluir el movimiento aceptando sus motivos, negociando entregas parciales de tierras y prometiendo soluciones futuras, pero el golpe de Estado que lo derrocó en junio de 2009 truncó cualquier posible acuerdo.
El movimiento creció y se organizó. Para el primer semestre de 2010 eran 23 las plantaciones tomadas, en una operación que paralizó la producción en más de 20 mil hectáreas, el equivalente al área urbana de la capital del país, Tegucigalpa, o a casi cuatro veces la isla de Manhattan, en Nueva York. El 10 de diciembre 200 campesinos tomaron 950 hectáreas de la finca La Confianza; el 22 de diciembre cayó la finca San Isidro; en la madrugada del 26, Doris y sus compañeros tomaron La Aurora; el 5 de enero de 2010 cayó la finca Concepción…
El gobierno de Porfirio Lobo, electo a finales de 2009 e instalado el 27 de enero siguiente, se encontró con un fenómeno desbocado y ya no pudo hacer mucho. Las tomas siguieron. El nuevo presidente apenas alcanzó a colocarse como intermediario entre los campesinos y los terratenientes, encabezados por Miguel Facussé, dueño de 12 de las 23 fincas tomadas. La intermediación sólo consiguió que los campesinos entregaran la mayoría de las tierras a sus actuales dueños y se instalaran en poco más de 4 mil hectáreas, a cambio de una promesa de compraventa, de remediciones y acciones jurídicas que definieran si era legal que un pequeño grupo de terratenientes tuviera tanta tierra en su poder. Así se desarrolló el conflicto: con el gobierno negociando con cada grupo por separado, y con los bandos enfrentados entendiéndose con las armas. Lo dicen los hechos. Lo dice el odio que ha crecido en estos tres años entre los dos bandos armados. Lo dicen los muertos que comenzó a cobrarse y que se sigue cobrando el conflicto del Bajo Aguán.
Zona de guerra
Han pasado tres años desde las primeras tomas en el Bajo Aguán y el gobierno no ha resuelto nada. Aquí todavía suenan las balas y caen los cuerpos. La lista de asesinados supera, repito, los 60. La mayoría de las bajas son del lado campesino. Las autoridades no han hecho, repito, ni una sola detención. El terrateniente dijo hace dos semanas que los campesinos tienen que desocupar las 4 mil hectáreas en las que se replegaron mientras esperan que el gobierno haga algo que convenza a todos, que deje satisfechos a todos. Pero en estos días nadie entiende, ni siquiera el gobierno, por qué el terrateniente tiene tanta prisa. Los campesinos han respondido que de esta tierra sólo los sacan muertos.
Por fin atravesamos La Confianza, el asentamiento campesino más organizado del Bajo Aguán, y nos topamos con la cerca que separa la finca San Isidro de las tierras a las que las gentes del MUCA llaman con mística revolucionaria «territorio liberado». A la derecha está el sector de Sinaloa, con las instalaciones del Instituto Nacional Agrario y el camino hacia la finca La Aurora, ambas en manos de los campesinos. Enfrente, 50 metros detrás de la cerca que protege la finca San Isidro, sobresale una barricada.
Es un muro de sacos de arena levantado debajo de las palmeras. Parece que no hay nadie, pero igual nos sentimos observados. Tomamos fotos. Esta es «zona caliente», tierra de sospechas, de paranoias. Enfrente tenemos el territorio que ocupan los hombres de Facussé.
Vitalino nos invita a un café en un chalé ubicado en medio de los dos territorios enemigos. Bromeamos con que este lugar fue la Casablanca del Bajo Aguán, como en la película. Aquí, hace sólo un año, guardias y campesinos coincidían a la hora del almuerzo. Hoy se han acumulado demasiados odios como para que eso se repita. Aquí, en este Rick’s centroamericano, mientras su dueña prepara huevos fritos, calienta el café y hornea las tortillas, Vitalino nos cuenta de una campesina aguerrida, una líder del movimiento. Nos habla de Doris Pérez.
* * *
A las 6 de la mañana del 5 de junio de 2011 Doris Pérez preparó cinco pollos que comerían su familia y sus amigos más tarde, en el almuerzo. Primero les torció el pescuezo. Luego los desplumó. Por último, les
sacó las entrañas.
Terminando estaba con el último animal cuando unos jóvenes le advirtieron que los guardias de la finca San Isidro hacían «una gran disparazón». «Ahí que se maten ellos, nosotros no les estamos haciendo nada», respondió ella. Los jóvenes le dijeron que por atenida le podía ir mal, y se marcharon.
Media hora más tarde, cinco mujeres pasaron junto a Doris corriendo, espantadas. Cuando, intrigada, fue a ver qué pasaba al otro lado de la casa, que alguna vez funcionó como oficina gubernamental, a Doris se le aguadaron las piernas. Un grupo de guardias armados cruzaba la calle de tierra y estaba a punto de entrar al sector ocupado por los campesinos en el que desde un año antes vivía Doris. A gatas se metió a la casa y encontró a tres de sus cuatro hijos escondidos debajo de una cama. La mayor, de 11 años, que ya no cupo en el hueco, le dijo: «¡Hoy nos matan, mamita!». Ambas se tiraron al suelo cuando la casa fue barrida por los disparos.
Pasaron unos minutos hasta que el silencio que suele seguir a las balas logró convencer a Doris de que era hora de escapar. Uno de los pasillos internos de la casa conducía al patio, donde quedaron unos pollos sin plumas encima de una pila. Ahí reunió a los niños, que temblaban, y les dijo: «Primero Dios no nos pasa nada, pero tenemos que correr con todas nuestras fuerzas». Les ordenó desfilar uno detrás del otro, lo más recto posible. Doris imaginaba que si corrían en grupo serían un blanco fácil. No habían avanzado ni diez metros cuando le dieron la razón los zumbidos de los disparos que caían a los lados de la fila, que zigzagueaba entre los arbustos.
Cerca de la salida de la propiedad encontraron apretujadas, asustadas, congeladas, a las mismas que huyeron cuando se inició el ataque. «¡Levántense, que ahí vienen los guardias!».
Y entonces Doris sintió el balazo.
Todavía siguió corriendo junto a sus hijos por unos minutos, hasta que uno de sus compas, que acudía en auxilio de quienes huían en desbandada, se le echó encima y la aventó al suelo. «¡Cuidado, muchacha!», le dijo, antes de que ambos rodaran en la tierra, antes de que una bala zumbara justo donde ella estaba parada. Ese hombre, cree ella, le terminó de salvar la vida. El compa se levantó, tomó su fusil y se fue a repeler a los guardias. Antes de irse le dijo a otro que auxiliara a Doris, gravemente herida. Sólo entonces Doris se tocó el vientre y se manchó con su propia sangre; sólo entonces se dio permiso para ser débil. Sintió algo ácido en el estómago y vomitó.
La bala había atravesado el celular que cargaba en la cintura, sostenido por unos apretados vaqueros, y se le había alojado en las entrañas. Ella cree que esa costumbre de cargar ahí los celulares le permitió sobrevivir. Ahí carga ahora su nuevo celular, cubriendo la cicatriz del disparo.
* * *
Los guardias de los terratenientes tienen bien ganada mala fama entre los campesinos y entre las ong que velan por los derechos humanos en Honduras. En la semana del ultimátum de Miguel Facussé un grupo de estas ONG instauró en Tocoa un juicio simbólico en el que se recogieron más de 15 testimonios que hablan de asesinatos, maltratos, desapariciones, persecuciones a manos de esos guardias. Asistieron cientos de habitantes de las comunidades de la zona y de los asentamientos del MUCA. En la mesa de honor lograron sentar a un representante de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA.
Cuando se inició el conflicto, los principales periódicos de Honduras, el gobierno y buena parte de la sociedad, cuando hablaban de la guerra en el Bajo Aguán se referían únicamente al terror que provocaban los «campesinos guerrilleros». La violencia ejercida por el ejército de guardias armados que custodian las fincas de los terratenientes no encontraba espacio en ninguna portada ni en ningún discurso gubernamental. Si se les pregunta a las autoridades, casi siempre dicen que los guardias actuaron en legítima defensa. Tuvieron que pasar tres años y más de 60 muertos, la mayoría campesinos, para que éstos dejaran de ser víctimas de «la violencia» -así, en abstracto- de un país devorado por la delincuencia y con la medalla de tener la tasa de homicidios más alta del mundo. Ahora los periódicos comenzaron a preguntarse quién asesina a los campesinos del Aguán y a pedir reacciones a la Corporación Dinant, a la que los campesinos acusan de ordenar la mayoría de los asesinatos. Dinant se lava las manos. Le reclama al gobierno porque no logra poner orden en la zona. Hoy que le toca responder, cuando un campesino cae muerto o desaparece, la empresa de Facussé responde que no se dedica a la eliminación sistemática de personas.
Los familiares de estos campesinos no le creen a la Dinant.
Si no hubiera tanto en juego, las muertes en el Bajo Aguán quizá hubieran significado poca cosa en Honduras, el país más violento del mundo. Su tasa de homicidios en 2011 fue de 82 cada 100 mil habitantes, y diluidos en esas cifras los asesinatos por este conflicto bien podrían pasar inadvertidos. Pero lo que ocurre aquí importa. Están en juego millones de dólares representados por miles de hectáreas agrícolas cultivadas con palma africana. Y está en juego un proyecto político.
En 2009 se expresaron aquí las profundas diferencias entre Manuel Zelaya, un presidente que se salió del molde de las elites hondureñas, y la poderosa clase empresarial del país. Es curioso que para entender el conflicto del Bajo Aguán haya que revisar el papel de un antiguo terrateniente convertido en político y derrocado con un golpe de Estado.
En junio de 2009 Zelaya, un finquero hijo de finqueros de la región ganadera de Olancho, había dado la espalda al ala tradicional del Partido Liberal, que lo llevó a la presidencia, y se había convertido en aliado del presidente venezolano Hugo Chávez. También se había revelado como un defensor populista de las causas campesinas en Honduras. El 17 de junio de 2009, en una reunión con un millar de campesinos del Bajo Aguán, realizada en la ciudad de Tocoa, Zelaya lanzó una bomba para el sector político empresarial del país: prometió remedir las tierras de los terratenientes y entregar los excedentes que estuvieran fuera de la ley, junto a otras tierras ociosas, a unos 100 mil campesinos que reclamaban suelo cultivable. Los líderes del MUCA que participaron en la firma de ese acuerdo no pudieron ser más felices. Zelaya movió hilos en el Congreso y aprobó el decreto que haría realidad sus promesas. El conflicto del Bajo Aguán parecía solucionado. Pero la alegría campesina duraría muy poco. Once días después de esa promesa, el domingo 28 de junio de ese mismo año, el ejército, tras conspirar con la elite económica del país y con la mayoría del Congreso, sacó a Zelaya de su casa en plena madrugada y lo subió a un avión con destino a Costa Rica. Allá llegó exiliado el presidente derrocado. Allá se bajó de un avión, vestido en pijamas.
«Eso nos hizo entender que había que actuar por la fuerza, dado que el sistema estaba colapsado. No había otra salida», dice hoy Jhony Rivas, uno de los líderes políticos del muca y el negociador en la mesa del gobierno de Porfirio Lobo, que tres años después todavía intenta solucionar el conflicto.
¿Qué pasó en el Bajo Aguán tras el golpe? Hasta agosto de 2009, dos meses después del golpe, los campesinos no hicieron nada. Se sumaron al Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP), un movimiento que abrazaba a un sinnúmero de gremios, ong y asociaciones que iban desde defensores de derechos humanos, maestros, sindicalistas, estudiantes, obreros, políticos y campesinos opuestos al golpe de Estado. El fnrp era una nueva izquierda visible, y quería el regreso de Zelaya. Para agosto de 2009 ya era evidente que no lo lograría. Entonces los campesinos se decidieron a actuar.
«Si algo estalla, va a estallar en el Bajo Aguán. Allá hay comunidades entrenadas, comunidades con armas», nos dijo aquel agosto un activista beligerante del FNRP en Tegucigalpa. Este activista, en esa época, era uno de los encargados del sistema de comunicaciones, tenía contactos con la mayoría de los líderes de esa resistencia. Tres años después, en el Bajo Aguán hay una guerra entre dos frentes: los campesinos y los guardias de los terratenientes, y el Estado es apenas un testigo silencioso de lo que aquí está ocurriendo.
http://www.brecha.com.uy/ * Nota publicada en la revista digital elfaro.com. Brecha reproduce fragmentos, por convenio.
http://www.brecha.com.uy/ * Nota publicada en la revista digital elfaro.com. Brecha reproduce fragmentos, por convenio.