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La supranacionalidad ha fracasado, confiemos en las naciones

Fuentes: Rebelión

Conocimos la Europa balbuceante de los comienzos, luego la Europa triunfal, y ahora ha llegado el momento de la Europa que se desmorona sin que ni siquiera las embestidas de un Donald Trump sean capaces de despertarla. A estas fases de una «construcción» cuyo cemento muestra hoy grietas irreparables han respondido los pueblos primero con […]

Conocimos la Europa balbuceante de los comienzos, luego la Europa triunfal, y ahora ha llegado el momento de la Europa que se desmorona sin que ni siquiera las embestidas de un Donald Trump sean capaces de despertarla. A estas fases de una «construcción» cuyo cemento muestra hoy grietas irreparables han respondido los pueblos primero con la indiferencia, luego con la resignación («Europa es así») y por último con el rechazo. Una sola certeza se abre paso hoy: Europa ya no es una evidencia. Treinta años de desregulación de los mercados y de políticas nacionales bajo control han arrojado esta realidad meridiana.

Lo más inquietante del asunto es la incapacidad del conjunto de la clase política para responder a esta nueva «crisis de la conciencia europea». Los principales partidos de gobierno callan; han acabado por entender que su apelación a «una Europa que hay que explicar mejor», «la Europa de los proyectos», la Europa a la que «hay que devolver un sentido», todo eso está superado. Pero no se atreven a dar el paso hacia una nueva visión.

Frente a ellos, quienes pretenden romper Europa predicen un futuro tumultuoso: vemos las denuncias desordenadas e improductivas, que confunden en un mismo oprobio el dominio absoluto del mercado con la inmigración sin control, en el caso del Frente Nacional. O la insumisión fundada en la revuelta de los pueblos por parte de Jean-Luc Mélenchon, como si la mera desobediencia a las normas y directivas más dañinas bastara en sí misma como horizonte político.

En un llamamiento que lanzamos hace unos meses, tras el Brexit, pedimos una reunión inspirada en el modelo de la Conferencia de Messina en 1955. Recordábamos el simple hecho de que, azotados por la crisis, los pueblos despertaban de un largo engaño político. Afirmábamos que Europa no persigue el sueño de convertirse en una potencia política con independencia estratégica. Desde sus primeros pasos, alimenta una desconfianza altanera hacia los pueblos y ha hecho de la Comisión su muleta tecnocrática, su refrigerador frente a las pasiones democráticas. Hoy, seis décadas después, la letra pequeña del contrato entre los pueblos de Europa y las instituciones emerge en toda su crudeza. Toca pues poner patas arriba ese contrato. Toca hacerlo manteniendo presente el triple objetivo que deja traslucir el rechazo popular: una Europa democrática, próspera, independiente. Una nueva Unión.

¿Cómo lograrlo? Hoy llamamos a los Jefes de Estado y de Gobierno que sean elegidos en lo que queda de año en Francia, Alemania e Italia a hacer una invitación a los países que conformarán el nuevo núcleo fundacional: un círculo compuesto por los principales países miembros por población y PIB. Se trataría de convocar una conferencia de refundación – ¿por qué no en Roma? – que establecería los cimientos de la nueva Unión. Su objetivo sería redefinir los principios esenciales sobre los que reposarían las instituciones y las competencias de esa Unión, principios que a continuación serían sometidos a votación popular en referéndum – ¿por qué no el mismo día? – en cada uno de los países refundadores.

Esta conferencia de los refundadores redefiniría en profundidad la vocación de las principales instituciones actuales de la Unión Europea: un Consejo de Jefes de Estado y de Gobierno, única autoridad para las grandes decisiones, con derecho a veto para cada miembro, un Parlamento compuesto por delegaciones de los parlamentarios de cada país, una Comisión encargada únicamente de ejecutar las decisiones del Consejo y del Parlamento, un Tribunal de Justicia con misión de arbitraje y no de imposición. La Conferencia decidiría también los ámbitos en los que se ejercerían las competencias de la Unión: política agraria, energética, de investigación… La cuestión de la Europa de la Defensa, por su parte, quedaría subordinada una firme voluntad de independencia europea. De no ser esa la opción común, deberían contemplarse alianzas parciales caso a caso.

Tras los referendos en los que se aprobara tal refundación, el nuevo tratado se adaptaría en consecuencia mediante convenciones integradas por miembros de gobiernos y parlamentos nacionales, en las que se establecería el tránsito del sistema antiguo, con su prolija reglamentación, al nuevo sistema.

No nos resignemos a dejar que la crisis de Europa la convierta en un continente a la deriva en un mundo donde se tejen los grandes retos del mañana. No abandonemos a la generación que llama a nuestra puerta en un barco ebrio, empujado por corrientes de otros mares. ¿Es mucho pedir en el momento en que Francia se dispone a decidir su destino para los próximos cinco años?

Tribuna colectiva de Jean-Pierre Chevènement, Marie-Françoise Bechtel, Éric Conan, Franck Dedieu, Coralie Delaume, Éric Delbecque, Estelle Folest, Jean-Pierre Gérard, Christophe Guilluy, Emmanuel Lévy, Michel Onfray, Jean-Philippe Mallé, Natacha Polony, Jean-Michel Quatrepoint, Claude Revel y Paul Thibaud, publicada en Le Figaro, el viernes 24 de marzo de 2017.

 

Traducido por Jesús de Manuel Jerez.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.