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Las elecciones presidenciales o la doble vía de Putin

Fuentes: Viento Sur / www.inprecor.fr

En víssperas de las elecciones presidenciales del 4 de marzo, el movimiento de oposición democrática al régimen de Putin se mantiene en pie. Y el régimen duda sobre cuál es la mejor manera de falsificar los resultados. La manifestación moscovita del 4 de febrero de 2012 confirmó el carácter cada vez más masivo del movimiento […]

En víssperas de las elecciones presidenciales del 4 de marzo, el movimiento de oposición democrática al régimen de Putin se mantiene en pie. Y el régimen duda sobre cuál es la mejor manera de falsificar los resultados.

La manifestación moscovita del 4 de febrero de 2012 confirmó el carácter cada vez más masivo del movimiento a favor del cambio en Rusia, pero no supuso, a diferencia de las concentraciones de diciembre, una inflexión. De hecho, en el transcurso del mes que siguió a la gran manifestación del 24 de diciembre de 2011 en la avenida Sajarov, la situación política rusa no ha cambiado mucho. Como si el frío de enero hubiera congelado la nueva relación de fuerzas surgida tras el escandaloso fraude electoral: miles de personas siguen manifestándose en las calles y las autoridades continúan haciendo caso omiso de sus reivindicaciones.

El 4 de febrero, el debate político fue sustituido por la confrontación aritmética: la policía contó 34.000 manifestantes y los organizadores, más de 100.000. El recuento no fue fácil, pues cuando los manifestantes medio congelados se metían en el metro en busca de calor, otros se unían al cortejo. En cualquier caso, todo indica que no se ha producido un retroceso del movimiento de protesta y que la confianza de las autoridades en el efecto desmovilizador del frío (en Moscú había -20°C) no se cumplió. El movimiento reafirmó su fuerza y reiteró sus reivindicaciones: liberación de los presos políticos, convocatoria de nuevas elecciones legislativas no falsificadas, destitución de Vladímir Churov, presidente de la Comisión electoral central, y reformas políticas. Sin embargo, a diferencia de la manifestación de diciembre, estas reivindicaciones respondían esta vez más bien a un ritual, puesto que las autoridades ya han dado a entender claramente y en repetidas ocasiones que no tienen ninguna intención de satisfacerlas. Hoy todo el mundo -los que protestan y las autoridades- espera la elección presidencial del 4 de marzo, que o bien desencadenará nuevas oleadas de descontento que forzarán un cambio del sistema, o bien, como espera el Kremlin, acabará con una victoria aplastante de Putin, demostrando que toda protesta es inútil.

Dos posibles vías para Putin

Durante el mes de enero, la mayoría de expertos todavía dudaban sobre la estrategia que iba a adoptar la administración presidencial para garantizar la victoria de Putin: ¿una victoria en la primera vuelta o bien un duelo con un adversario bien escogido en la segunda vuelta? La primera solución implica un pucherazo masivo. Aunque los institutos de sondeo progubernamentales siguen haciendo creer que Pution goza de una inmensa y creciente popularidad, el apoyo real del «dirigente nacional» en las grandes ciudades es más débil que nunca. Sin duda, el mayor éxito político de las manifestaciones de diciembre fue la liquidación de la «mayoría putiniana», es decir, de ese mito de un apoyo silencioso generalizado a favor de las autoridades, tanto más tenaz cuanto mayor sea la apatía social. En su lugar se manifestó un consenso nuevo y generalizado en contra de Putin. Así, incluso si Putin logra realmente obtener más del 50 % de los votos en la primera vuelta de la elección presidencial, los habitantes de Moscú, San Petersburgo y otras grandes ciudades estarán convencidos de que ha habido pucherazo.

En esta situación, una segunda vuelta puede parecer una solución mejor: sin emplear métodos sospechosos, Putin obtendría del 30 al 35 %, cualificándose de este modo para la segunda vuelta, en la que se enfrentaría a un adversario cuidadosamente escogido, como por ejemplo el dirigente de los comunistas, Guennady Ziugánov. Entonces entra en escena la conocida opción, siempre eficaz, del «mal menor», es decir, del voto contra el caos comunista. Putin sale elegido presidente y nadie puede poner en duda su victoria. Sin embargo, pronto se ha visto que el «aparato de poder», construido durante años, basado en la jerarquía y la lealtad de los de abajo y que caracteriza al régimen de Putin, solo puede funcionar aplicando órdenes simples venidas de arriba. La idea de una segunda vuelta podría parecer atractiva para un círculo reducido de estrategas del Kremlin, pero es poco realizable para los escalones inferiores: los gobernadores, los alcaldes, los jefes de distrito o de un sector presupuestario. Esos escalones precisan una orden simple: garantizar a cualquier precio un determinado resultado a favor de un candidato (o de un partido).

Así es como funcionó el mecanismo en las elecciones legislativas del 4 de diciembre de 2011 y en las elecciones precedentes. Los gobernadores o los jefes de distrito que no cumplieron el plan fueron despedidos, sustituidos por otros más sumisos y más activos. La participación en las falsificaciones electorales se ha convertido en una forma de homenaje que fundamenta un poder ejecutivo absoluto en la Federación de Rusia. La renuncia a una victoria en la primera vuelta implicaría la autonomización de los niveles inferiores de este poder y de este modo pondría en entredicho la existencia misma del «aparato de poder» presidencial.

En estos momentos, por tanto, el Gobierno se inclina por la primera vía (ganar las elecciones directamente en la primera vuelta). No porque sea la mejor, sino porque el sistema que ha creado no le deja otra opción.

Los cuatro candidatos de oposición -el comunista Ziugánov, Vladímir Yirinovsky, Serguei Mirónov (centro izquierda) y el multimillonario Mijaíl Projorov- han sido autorizados a presentarse después de haber aceptado desempeñar el papel que tienen asignado. La condición parece que era la aceptación del resultado anunciado por la Comisión electoral central, cualquiera que sea. Así, los partidos de Ziugánov y de Mirónov, quien acusó a las autoridades de hacer trampa después del 4 de diciembre, han ocupado sus escaños en el nuevo Parlamento, aceptando las reglas de juego que les han impuesto. Aceptarán sin rechistar su derrota en la elección presidencial.

Son los millones de personas que recientemente han decidido a pesar de todo meterse en política -en las calles y en las comisiones electorales locales- las que constituyen el factor más imprevisible de este proceso. En diciembre, la táctica de votar a cualquier partido, salvo a Rusia Unida, dio a los comunistas y a Yirinovsky cientos de miles de votos; ahora, la consigna «ni un voto para Putin» hará que millones de electores den el voto a sus adversarios. La gente está dispuesta a apoyar a Ziugánov, pero no porque quieran que sea el próximo presidente, sino todo lo contrario, porque comprenden su papel decorativo y, al votar por él, quieren que todo el mundo se dé cuenta. La gente está dispuesta a obligar a Putin a proceder a un fraude masivo, pues saben que no son las elecciones las que determinan quién va a gobernar la Rusia actual, y mucho menos esta elección presidencial.

Las perspectivas del movimiento

Interrogado sobre un eventual diálogo con la oposición, Vladimir Putin ha insistido en la ausencia de dirigentes reconocidos y de un programa constructivo. No anda del todo desviado. Si bien se puede hablar de un estado de espíritu aparecido en las calles los días 10 y 24 de diciembre o el 4 de febrero, su característica fundamental es la desconfianza en el mismo principio de representación. La mayoría de manifestantes expresan su suspicacia con respecto a todos los políticos, incluidos los de la oposición. Y esto no solo afecta a los viejos conocidos del ala liberal, como Borís Némtsov o Vladímir Ríshkov, sino también a personalidades nuevas y populares, como el bloguero conocido por su lucha contra la corrupción, Aleksey Navalny.

Están dispuestos a escuchar a todos, con más o menos atención, cuando toman la palabra en la tribuna, pero no están dispuestos a conceder a nadie el derecho a expresarse en nombre de los demás. Es significativo que quienes afirman su negativa a desempeñar cualquier papel político autónomo -por ejemplo el novelista autor de grandes éxitos de ventas, Borís Akunin, o el célebre productor de televisión Leonid Parfiónov- son los que más confianza despiertan.

No obstante, este distanciamiento de la política no permite responder a la cuestión fundamental: ¿qué alternativa propugnar al sistema político y social encarnado actualmente por Putin? Detrás de la fachada apolítica y ciudadana de las acciones de protesta aparecen cada vez más claramente las divisorias políticas: entre el establishment liberal, dispuesto a un compromiso en la cúspide, y los radicales, propensos a desmontar el sistema; entre los neoliberales, que critican a Putin porque no lleva a cabo de manera suficientemente decidida las «reformas impopulares», y la izquierda, que pone en tela de juicio la propia lógica de tales reformas; entre la extrema derecha, que se presenta con etiquetas como «demócratas nacionales», y los antifascistas, que tratan de contener a esta derecha extrema.

Todas estas divergencias, que desgarran por dentro el creciente movimiento de protesta, indican que la política penetra en el interior de la sociedad. El debate político ha dejado de ser privativo de unos pocos grupos herméticos de militantes. Está de moda seguir con ostentación este debate: las reuniones de los comités de organización que compiten entre ellos se difunden directamente por internet y incluso los más pequeños detalles de conflictos internos del movimiento son conocidos por decenas de miles de ciudadanos que utilizan Facebook.

El movimiento debe ocuparse ahora tanto de la cuestión de la alternativa política como de la de su propia identidad. Desde el comienzo del movimiento, los medios tratan de presentar a sus miembros como gente «superior», moscovitas ricos que protestan contra un poder que es «inferior» y arcaico. Y el poder asume de buena gana esta imagen, mostrando en la televisión pública a obreros de los Urales que se dicen dispuestos a «defender a nuestro Putin». Un racismo social similar, que caracteriza a una parte de la oposición liberal, lo expresan también numerosos manifestantes. Los intelectuales moscovitas, cuyos ingresos son muy modestos, empiezan a ser calificados de «clase media». Cuestiones sociales más serias, fruto de la política neoliberal de la última década, como la privatización de la enseñanza o el aumento de la edad de jubilación, quedan en la sombra, tapadas por el lema abstracto de «elecciones honestas». Solo la izquierda -por ejemplo, Serguei Událtsov, encarcelado durante una semana y ahora conocido en todo el país- habla del lazo orgánico existente entre el nuevo capitalismo ruso, nacido del caos de la privatización a finales del siglo pasado, y el poder autoritario, convertido en su fundamento político inseparable.

¿Logrará el movimiento de protesta algún éxito político? La respuesta a esta pregunta dependerá de lo que ocurra a partir de ahora, cuando decenas de miles de personas empiezan a distinguir los colores de las banderas que les rodean y a comprender sus significados.

6/2/2012

Fuente original: http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/?x=4945