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Irlanda

Los límites de la oposición a la UE

Fuentes: Diagonal

Con la reciente aprobación irlandesa en referéndum del Tratado de Lisboa, el proyecto de la UE sale reforzado. Un proyecto no construido desde abajo, democráticamente, sino para y desde los poderosos. Cerca del inicio del semestre español para presidir la UE, conviene analizar la oposición a este proceso.

 

La nueva y eficiente Europa que, según las promesas del Gobierno irlandés, presidido por Brian Cowen, llegará supuestamente después de la aprobación del Tratado de Lisboa, tuvo una demostración práctica en el referéndum celebrado el 2 de octubre en Irlanda. Cosa preocupante, ya que lo que presenciamos fue un acto profundamente antidemocrático. Esta experiencia práctica de democracia europea demuestra que, para la UE, ésta solamente vale cuando el pueblo vota de acuerdo a los intereses de su clase dirigente. No es la primera vez que tal cosa ocurre: cuando el Tratado de Niza fue rechazado en 2002, la historia fue la misma. En el caso de Niza, al menos, hubo un argumento técnico -la escasa votación durante el primer referéndum-. En el caso de Lisboa, no hay tal argumento: el primer referéndum fue rechazado por un amplio margen y con una votación elevada.

Y justo cuando veían la manera de poder presentar nuevamente lo impresentable, llegó la crisis económica. Ésta, en casi cualquier otro país, hubiera sido una razón más para rechazar las propuestas de la Europa del Capital, que, efectivamente, es la responsable del desastre social que nos agobia. Pero en Irlanda la realidad es otra: con un analfabetismo político asombroso y con un bajísimo nivel de organización o movilización social, el pueblo mordió el anzuelo. El Gobierno culpó a la no aprobación del Tratado de Lisboa de la crisis: cuatro millones de irlandeses caprichosos y renegones habían sido, según ellos, responsables del desastre financiero. Y luego vino la debacle económica y social: el «tigre celta» fue devorado por las vacas flacas, el desempleo volvió a subir, a los empleados públicos se les recortó el salario en un 10%, al resto de los trabajadores nos impusieron un nuevo impuesto para poder ayudar a aquellos «honrados y esforzados» banqueros, cuyo salario de un año equivale al salario de cien años de quien escribe. No estoy exagerando: un ejecutivo del Banco de Irlanda gana dos millones de euros anuales.

Es en este contexto en el que debemos entender el resultado del segundo referéndum de Lisboa. El pueblo irlandés fue sometido a un auténtico aluvión de propaganda terrorista: ¡de rechazar el Tratado de Lisboa nuevamente hasta se nos impediría volver a participar en Eurovisión! El Tratado fue dotado de una serie de cualidades mesiánicas, de poderes para revertir mágicamente la situación calamitosa de nuestra economía. De qué manera exactamente Lisboa daría la dichosa recuperación económica o crearía nuevos empleos es algo que no se aclaró. Pero la propaganda no dejó de tener un hondo impacto. La gente quiere recuperación, quiere trabajos: y en el actual contexto creyó en las promesas vacías. Fue una reacción desesperada y que era muy esperable en un país con una izquierda minúscula y con una tradición de activismo ciudadano prácticamente inexistente.

La campaña de la oposición no tuvo ninguna oportunidad: con la crisis jugando en su contra, sin los millones de euros en propaganda con que contaba la campaña del ‘sí’, sin siquiera la más mínima unidad en el discurso, era muy difícil que pudiera revertir esta situación. Hay que ser claros: la misma situación fue cierta durante el primer referéndum, pero el contexto era otro. El ‘no’ tuvo una propaganda mucho más pobre que en la primera ocasión, aun cuando, de haberse hecho una campaña más didáctica, más clara y más coordinada, podría haber usado a su favor el nuevo contexto de crisis, crisis que, por lo demás, es producto de las políticas del bando pro-Lisboa. Es impensable que pudiera haber habido una única coalición por el ‘no’: detrás de este voto estaban la izquierda y sectores de derecha, empresarios ‘atlantistas’ como Declan Ganley y ultraconservadores religiosos cuya motivación para oponerse era su temor a que la UE fuerce la aprobación de leyes que regulen el aborto.

Pero no hay ningún argumento válido para que los sectores de izquierda contrarios al Tratado no hayan sido capaces, pese a las diferencias, de poner tres ideas fuerza en común y trabajar en función de ellas para mandar un mensaje sólido a la población -aun cuando hubieran mantenido la posibilidad de hacer propaganda por separado ante otros aspectos en los que no estén de acuerdo-. Lamentablemente, este nivel de madurez política no existe en Irlanda: cada partido, cada grupo, cada movimiento, cada colectivo se contentó en sacar su propio volante fotocopiado y en liderar su propia campaña. Todos estos grupos prefirieron ser cabeza de ratón a ser cola de león, y con ello demostraron por qué no existe una tradición de izquierda significativa en Irlanda. La lógica siguió siendo la que prima en absolutamente todas las actividades que la izquierda irlandesa realiza: captar votos, captar militantes, captar la atención por un segundo, en vez de realizar cambios políticos y sociales contundentes y significativos. La falta de ambición de la izquierda irlandesa es abismal y eso es exactamente lo que se reflejó en esta ocasión.

El voto a favor del ‘no’, según las áreas donde se concentraron los votos, demuestra que la oposición a Lisboa es una oposición fundamentalmente de clase trabajadora, aun cuando los sindicatos, siempre serviles a la patronal, hicieran campaña en el mismo bando de multimillonarios antisindicalistas como Michael O’Leary, el jefe de Ryanair. Sin embargo, la izquierda republicana -Sinn Fein- es la única que tiene un asiento de alguna importancia en estas áreas y fue incapaz por sí sola de movilizar a gran cantidad de gente a votar según sus intereses de clase. La izquierda no republicana es, fundamentalmente, de clase media, y durante esta campaña predicó en el desierto, ya que la clase social a la que su discurso llegó estaba completamente detrás del ‘sí’. Un trabajo más coordinado y decidido podría haber logrado que la clase trabajadora en su conjunto se inclinara a favor del ‘no’, lo cual podría haber torcido la mano a este segundo referéndum.

Si el primer referéndum fue un obstáculo momentáneo para el proyecto de la Europa del Gran Capital, al desnudar la falta de consenso y de apoyo social real que hay detrás de él, este nuevo referéndum demostró las limitaciones de quienes se le oponen. Es más necesario que nunca generar espacios de unidad desde la base, en los cuales pueda darse cuerpo a esos niveles de cooperación mayores que son necesarios para golpear a un modelo que se está imponiendo con una maquinaria legal, política y económica enorme, y que no será derrotado sencillamente en un referéndum. Aun cuando hubiéramos derrotado por segunda vez a Lisboa, a fin de cuentas, hubieran encontrado la manera de implementar esas reformas y no hubiéramos logrado más que demostrar una vez más la crisis de legitimidad de esta UE.

Pero, ¿y después qué? La izquierda europea pierde terreno ante la derecha por su incapacidad, por una parte, en concretarse en alternativas y, por otra, por su incapacidad de confrontar, en términos reales, a la Europa del Capital. La izquierda europea intenta patalear de manera respetable y ni siquiera parece capaz de indignarse. Mucho menos, de romper con los mecanismos de encuadramiento de clase a los cuales ha sido sometida en 30 años de derrotas sistemáticas: los partidos de ‘izquierda’ en descomposición, cada vez más pro business, y sus sindicatos, que hace mucho rato que de trabajadores no tienen ni el tufo. Para derrotar a la antidemocrática Europa del Capital, tendremos que aprender a romper con estos lastres y perder el miedo a confrontar, en la calle, de manera enérgica, al orden impuesto. No queda otra.

José Antonio Gutiérrez D. Analista político residente en Irlanda, investigador del Latin American Solidarity Centre

https://www.diagonalperiodico.net/Irlanda-los-limites-de-la.html