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Uruguay: Por lo menos queda la esperanza

Malvín Norte, un síntoma

Fuentes:

-Vos, ¿qué hacelga? -Yo salgo a robar… -Pero… -No me gusta, pero no tengo otra… ¡Es lo que hay!       (De un diálogo mantenido en una colaque se formó ante una empresa queofrecía un cargo de cadete) Reflexionemos sobre lo que nos pasa. Es bueno tratar de sobrevolar a nuestra sociedad, alejándonos un […]

-Vos, ¿qué hacelga?
-Yo salgo a robar…
-Pero…
-No me gusta, pero no tengo otra… ¡Es lo que hay!

 
 
 


(De un diálogo mantenido en una cola
que se formó ante una empresa que
ofrecía un cargo de cadete)

Reflexionemos sobre lo que nos pasa. Es bueno tratar de sobrevolar a nuestra sociedad, alejándonos un poco de la cotidianeidad, para visualizar mejor el presente y las alternativas que se nos abren al futuro en que, obviamente, no será fácil quebrar el espinazo de problemáticas difíciles, muchas de las cuales se han convertido en endémicas.

Vivimos en un mundo en que la característica más saliente es la hipocresía y para demostrarlo podemos utilizar un ejemplo clarificante. En el año 2000 – según un trabajo publicado por una importante publicación electrónica alternativa -, la mayor concentración de jefes de Estado de la historia aprobó la Declaración del milenio, por la que los países ricos y pobres se comprometían a hacer todo lo posible para erradicar la pobreza y avanzar en el desarrollo sostenible fijando el año 2015 como plazo final y unas metas concretas: los objetivos de desarrollo del milenio.

El primero de esos objetivos era «erradicar la pobreza extrema y el hambre» y una de las metas para conseguir tal objetivo es «reducir a la mitad entre 1990 y 2015 el porcentaje de personas que padecen hambre».

La existencia de más de 840 millones de personas hambrientas es un escándalo que hoy no se justifica pues se cuenta con los medios necesarios para evitarlo. ¿Qué decir de Uruguay donde una tercera parte de la población vive en esa situación?

Además, toda persona tiene reconocido su derecho a la alimentación por ser este uno de los derechos económicos, sociales y culturales determinados por la comunidad internacional. Esos derechos se encuentran garantizados de forma genérica en el artículo 22 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el derecho a la alimentación queda específicamente recogido en el artículo 25: «Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios». ¿Qué decir de Uruguay también en estos puntos?

Claro, de la letra a la realidad hay un trecho bastante ceñido. En nuestro país de una población que supera en algo los tres millones, un millón de personas, vive en situación calamitosa, sin tener lo necesario para alimentarse de manera decorosa, habitando viviendas insalubres y precarias en asentamientos irregulares. En este Uruguay fértil, con posibilidades de explotar con agricultura y ganadería más del 90 por ciento del territorio, ¿cómo es posible esta catástrofe humana?

Como no explicar, entonces, los conatos de violencia, los enfrentamientos que se han comenzado a verificar al interior de nuestra sociedad que cada día se divide un poco más. Ahí está la población que levanta rejas, qué coloca alarmas, que blinda puertas y que, de alguna medida, comienza a armarse. Son los uruguayos que pretenden conservar su calidad de vida, aunque nuestras ciudades se comiencen a convertir en «selvas» llenas de peligrosas alternativas.

Lo ocurrido el lunes en el barrio Malvín Norte es una expresión singularmente grave de esa situación que describimos, una muestra palpable de cómo se ha dividido la sociedad. Por un lado un grupo social que vive en la marginación, con concepciones éticas diferentes a las que manejan quienes todavía están integrados al mundo formal, quienes ante el conflicto, reclaman el reaseguro que estiman le brinda el poder persuasivo del Estado, la Policía, sin comprender, o haciéndolo, que es la sociedad en su conjunto la que está minada y que, a cada minuto, se producen nuevos derrumbes en los que caen envueltos otros sectores de la población.

Hay un millón de personas que viven por debajo de la línea de pobreza, o sea que no reciben la cantidad de alimentos necesarios para una existencia digna. De esa cantidad que es gigantesca para un país de la dimensión demográfica del Uruguay, hay un sector de indigentes, que de hecho ha perdido toda su vinculación con el sistema formal y sobrevive en la más honda miseria. Hace pocas semanas el experto en temas de seguridad social, Ernesto Murro, nos informaba sobre un hecho sintomático que demuestra la gravedad de lo que nos está ocurriendo. El promedio de la expectativa de vida de los uruguayos varones se ha reducido en casi un punto, pasando de 72 a 71 años. ¿Qué explicación tiene ese guarismo sino ser otra expresión que está marcando el retroceso social? No cabe duda que es el reflejo del avance de la pobreza y, por supuesto, de la caída en la marginalidad.

Marginalidad que significa la «guetificación» en asentamientos de sectores que, mayoritariamente, no tienen tareas formales y por lo tanto no aportan a la seguridad social y como consecuencia de ello no tienen derecho a la misma. Conviviendo también con quienes, pese a tener tareas remuneradas, sus estipendios minúsculos no alcanzan para sostener una vida dentro de los parámetros de una sociedad con hijos y entenados. En Uruguay el sueldo promedio de los trabajadores – aunque parezca un absurdo – es de menos de 100 dólares- Es lo que obtiene por un trabajo de ocho horas un policía, un trabajador de la salud, un guardia de seguridad, un soldado. Obviamente también infinidad de trabajadores de la actividad privada y ni hablar de jubilados y pensionistas, dependientes de una llamada seguridad social, totalmente insuficiente en sus prestaciones. Todos ellos – si están carentes de otros apoyos económicos – que no tienen otra forma de subsistir que metidos en los guetos de marginación que, como hongos, se extienden por todo el país: los asentamientos irregulares.

La «explosión» ocurrida en Malvín Norte – haremos el intento de analizar algunos elementos de la misma- fue el choque de dos culturas, de dos formas de ver el país y de expresar los mecanismos que son el correlato del lugar en la sociedad que cada uno ocupa. El detonante fue la acción criminal de un hombre, un policía, claramente enajenado, actuando, sin duda, en los difusos márgenes entre un sector social y otro, donde los roces permanentes hacen que aparezca el odio teñido de elementos claramente clasistas. Un policía que es producto también de una cultura, seudo marginal, en la que se está entre la frontera de la sociedad organizada y el delito. Hombres y mujeres sin formación adecuada que, además, reciben sueldos angustiosamente bajos. Productos de la política de regímenes donde prima la arbitrariedad y la corrupción, todo ello como consecuencia de ordenamientos administrativos altamente politizados, donde ministros y otros funcionarios juegan a crecer en popularidad para eventualmente, si las condiciones se dan, catapultarse a nuevas «responsabilidades».

La «explosión» ante la presunta acción criminar de ese sujeto, fue una consecuencia lógica. Un roce de clases, en que unos -los marginados y más pobres- traspusieron las fronteras del «cantegril» para agredir a otro sector de uruguayos, que todavía se mantiene en la formalidad. Estos trancaron puertas y ventanas, reclamando porque no observaban que la Policía realizara la necesaria labor reprimiendo a los «inadaptados».

La depredación y los robos se sucedieron en la zona del complejo Euskal Erría, trasladándose la angustia al conjunto, ya que por primera vez se estaba produciendo un estallido social en que el sector desplazado totalmente de la distribución de la riqueza, avanzó de manera organizada y masiva contra otros uruguayos que viven nada más que un escalón un poco más arriba, pero que mantienen -todavía- su integración a la sociedad.

¿Tiene algo para hacer en este asunto nuestro ordenamiento legal? Por supuesto que quienes todavía viven en la formalidad reclaman que la ley se le aplique, con la mayor fuerza, a quienes depredaron su barrio, quemaron casillas policiales y robaron bicicletas, motos y automóviles. «Los marginales», por su parte, que no tienen soluciones concretas para su problemática -por más que se les aplique todo el peso de la ley- seguirán sobreviviendo como puedan, avanzando algunos hacia otras zonas de la ciudad, para hacerse de elementos que puedan comercializar. Algunos de ellos robarán «porque nos les queda otra». Otros, menos decididos o recién llegados a la marginalidad, seguirán recolectando basura, un comercio informal del que los uruguayos no tenemos una medida de magnitud.

Claro, con el resultado electoral del 31 de octubre, apareció la esperanza. El gobierno electo está viviendo una luna de miel con la población que, tras 170 años de gobiernos clientelísticos, pudo consagrar a Tabaré Vázquez como Presidente de la República. Una luna de miel que podrá proseguir si la atroz problemática que describimos se comienza a revertir.

Lo ocurrido en Malvín Norte, además de ser un síntoma más de la descomposición de nuestra sociedad, es una medida de los problemas que se deberán enfrentar y que, de permanecer, llevarán al país a una catastrófica desintegración social.

 

Carlos Santiago
Periodista