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Nicaragua, 25 años después

Fuentes: Rebelión

Pocos creían, en el año 1979, que aquellos miles de jóvenes mal armados, vestidos de ir por casa y con pañuelos de colores cubriendo sus rostros para no ser identificados, podrían en algún momento derrotar a la dictadura de la familia Somoza. Protegida por Washington desde hacía cuarenta años y dueña y señora de la […]

Pocos creían, en el año 1979, que aquellos miles de jóvenes mal armados, vestidos de ir por casa y con pañuelos de colores cubriendo sus rostros para no ser identificados, podrían en algún momento derrotar a la dictadura de la familia Somoza. Protegida por Washington desde hacía cuarenta años y dueña y señora de la Guardia Nacional, un ejército creado por EEUU en 1927 y formado por 28.000 soldados fuertemente pertrechados por EEUU e Israel, la dictadura parecía invencible y la insurrección sandinista destinada al fracaso. Tal se anunciaba después de la derrota de los insurrectos en septiembre de 1978, derrota seguida por una sangrienta represión que dejó miles de muertos, capturados y desaparecidos. Pese a los pronósticos adversos, el 19 de julio de 1979, después de cincuenta días de duros combates a lo largo y ancho del país, las columnas guerrilleras entraban en Managua desde el sur y el norte, mientras el último dictador, Anastasio Somoza, se refugiaba en EEUU, llevándose con él los restos de su padre y de su hermano.

Se cumplía así la peor pesadilla imaginada por el stablishment en EEUU, que era el triunfo, en territorio continental, de un movimiento guerrillero de izquierda, aunque su fuente de inspiración fuera un quijote antiimperialista de los años 30. La noticia recorrió el mundo y fue portada principal de los diarios en Europa y América. Pocos se explicaban y menos entendían por qué el gobierno de James Carter no había utilizado su poder para impedir el triunfo sandinista. No había sido así. Carter había tomado cartas en el asunto e intentado por distintos medios impedir el triunfo revolucionario. En enero de 1979 había promovido la formación de una plataforma con sectores de derecha; en junio presionó infructuosamente a la Organización de Estados Americanos (OEA) para que autorizara la creación de una fuerza interamericana de intervención y, por último, había impuesto a la incipiente Junta de Gobierno sostenida por el Frente Sandinista, un acuerdo que la obligaba a formar un ejército mixto entre la guerrilla y la parte «no criminal» de la Guardia Nacional, así como a aceptar una serie de condicionamientos políticos, a través de los cuales quería asegurarse instrumentos suficientes de injerencia en la política interna del país.

El acuerdo firmado en Costa Rica, sin embargo, quedó en papel mojado cuando, después de conocerse la salida de Nicaragua del dictador Somoza y de la plana mayor del ejército y el gobierno, la Guardia Nacional se desmoronó y miles de oficiales y soldados huyeron en desbandada hacia los países vecinos. El 19 de julio, en Nicaragua, sólo quedaba una fuerza armada, la guerrilla sandinista, y EEUU se veía privado de su principal medio de presión. Carter decidió, entonces, poner en marcha un doble juego. Por una parte, aceptó apoyar tibiamente a la Junta de Gobierno, a cambio de garantías de que Nicaragua no sería una «segunda Cuba», a lo que se le respondió que nadie quería una segunda Cuba, sino una primera Nicaragua. Por otra, ordenó a la CIA juntar los restos de la Guardia Nacional en Centroamérica, para organizarlos en una fuerza paramilitar que pudiera, llegado el caso, servir a los intereses de EEUU contra la revolución sandinista.

La derrota electoral de Carter a manos de Ronald Reagan, en 1980, dio un giro radical a la situación. Con Reagan llegaba a la Casa Blanca la extrema derecha republicana y, con ella, cualquier posibilidad de un acomodo pacífico en Centroamérica. El nuevo gobierno transformó la incipiente fuerza irregular en un ejército de 18.000 hombres, con bases en Honduras y Costa Rica; convirtió Honduras en una inmensa base militar y la guerra se enseñoreó de la región. El peligro de una intervención armada norteamericana movilizó en 1983 a los gobiernos de México y Panamá, que con Venezuela y Colombia formaron el Grupo de Contadora, que intentó inútilmente, por cuatro años, concertar un Acta de paz para Centroamérica. Nicaragua sufrió una guerra implacable de desgaste, que alcanzó su pico entre 1984 y 1987, con la contra destruyendo centros productivos e infraestructura y la CIA minando los puertos del país, atacando las terminales petroleras, el aeropuerto de Managua y otros centros vitales. En 1986, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) condenó a EEUU por sus actividades militares y paramilitares contra Nicaragua, fallo vetado en NNUU, con EEUU arremetiendo contra la CIJ y su histórica sentencia.

Mientras tanto, en Nicaragua, el gobierno sandinista llevaba adelante un programa de cambios como no habían visto nunca el país y la región, excepción hecha de Cuba. En 1980, la Campaña Nacional de Alfabetización redujo el analfabetismo del 53% al 12%. Las jornadas de vacunación lograron erradicar, en pocos años, enfermedades endémicas. La UNESCO, la UNICEF y la OMS pusieron a Nicaragua como modelo de programas educativos, infantiles y de salud. En 1983, el gobierno logró la cifra récord de insertar a tres millones de personas en programas educativos, sobre 3.6 millones de habitantes. La reforma agraria había puesto fin, a veces con resultado adverso, a siglos de latifundismo y en el país se ponían en marcha los mayores programas de industrialización de su historia. Las actividades culturales alcanzaban cimas nunca vistas, siendo su rostro más visible la edición de libros y la producción cinematográfica, ésta inexistente antes en Nicaragua.

También se acumulaban errores, como las arbitrariedades con la propiedad privada y la ruptura de la unidad política en la coalición de izquierdas, lo que había debilitado a la revolución. El sandinismo, con todo, dio muestras constantes de voluntad de diálogo y de respeto al pluralismo político y sindical -nunca tantos partidos y sindicatos habían sido legales en Nicaragua-, pese a lo cual el gobierno Reagan siguió boicoteando los intentos de acuerdo, promovidos dentro y fuera del país. Año con año, el Congreso de EEUU debatía públicamente la cantidad de fondos que serían asignados, dentro del presupuesto estatal, a la guerra contra Nicaragua. Se calcula que EEUU gastó unos 10 mil millones de dólares en promover la guerra, de lo que resultó la ruina total de Nicaragua. En 1989, el país estaba roto humana y económicamente, con 50.000 muertos, unos 100.000 heridos y 250.000 desplazados. El gobierno sandinista decidió entonces convocar elecciones anticipadas, en una apuesta desesperada por detener un conflicto brutal que había desangrado al país.

El 25 de febrero de 1990, para pasmo de todos, incluyendo al sandinismo y a EEUU, la alianza contrarrevolucionaria organizada por la embajada norteamericana en Managua y encabezada por Violeta Barrios, la viuda del periodista Pedro Joaquín Chamorro, asesinado por Somoza, ganó las elecciones. El mismo pueblo que había resistido una década la guerra y el bloqueo renunciaba, inesperadamente, al sueño de la revolución.

El nuevo gobierno se aplicó, con afán digno de mejores causas, a desmantelar lo construido por el sandinismo y, con ello, el país entero. Desaparecieron la línea aérea nacional, la flota pesquera y la marina mercante; los grandes proyectos industriales, en los que se habían invertido sumas millonarias, fueron demolidos y las fábricas y maquinarias vendidas o simplemente desaparecidas; el ferrocarril centenario fue desmantelado y las viejas y bellas locomotoras vendidas como chatarra. Todo lo recibido como bienes del Estado pasó a manos privadas y el dinero ingresado se hizo humo. En su fiebre destructiva, incluso los rieles y durmientes del ferrocarril se desvanecieron. El aparato estatal fue reducido drásticamente y los programas sociales desmantelados. En 1996, hasta el asfalto de la carretera panamericana había desaparecido. Los ministros, en cambio, erigían como hongos mansiones babilónicas sobre un paisaje devastado por la miseria.

Arnoldo Alemán, electo en 1996 y hoy preso por corrupción, dio el tiro de gracia a los despojos de un país que figuraba ya, con Haití, como el más pobre del continente. La corrupción, que bajo el gobierno Barrios se había extendido como chapapote, alcanzó niveles obscenos, con la clase gobernante privatizando en contratos dolosos y festines de sobornos los últimos bienes estatales, repartiéndose salarios astronómicos y prebendas inmorales en un país sumido en el caos y el desgobierno. El sandinismo, mientras tanto, se fraccionaba en grupos y segmentos irreconciliables, siendo los momentos más críticos la salida del ex vicepresidente y escritor Sergio Ramírez, en 1992, y la del poeta Ernesto Cardenal, en 1995.En el año 2001, Daniel Ortega cosechó su tercera derrota consecutiva a manos de Enrique Bolaños, sin que el hecho indujera a cambios en el partido.

Desde 1990 Nicaragua se desliza en un pozo sin fondo y sin futuro. Los hospitales, que antes daban cobijo a los más desamparados, son cámaras mortuorias donde los enfermos deben llevar sus sábanas y medicamentos si quieren ser operados, mientras el analfabetismo y la prostitución infantil aumentan. El presidente Bolaños recibe 25.000 dólares mensuales de salario y sus ministros 20.000 dólares, en tanto un maestro cobra 90 dólares y un policía 60. Del país han salido casi dos millones de personas (durante el sandinismo abandonaron Nicaragua 200.000 personas, huyendo de la guerra y el servicio militar), convirtiendo las remesas en la primera fuente de divisas del país. El derrumbe lo evidencia el desbalance entre exportaciones (600 millones de dólares) e importaciones (1.400 millones), salvado gracias a las remesas de la emigración, donativos y préstamos. Sin inversión productiva alguna, pues no hay fábricas de casi nada, las divisas entran por una puerta y se derrochan por múltiples ventanas, con el comercio y unos pocos servicios como única muestra de que el país se mueve. Por contra, el sector agropecuario -fuente tradicional de riqueza- desaparece, el campo se despuebla y los recursos naturales colapsan.

Nicaragua ha sido convertido en un país parasitario, con un 70% de la población en el desempleo o el subempleo y constituye una prueba dramática del fracaso de las democracias formales, al servicio de clases políticas y oligárquicas con escasos escrúpulos y entregadas al expolio de sus países. En este ambiente de desesperanza e incertidumbre, el único camino que se ofrece a la vasta mayoría de jóvenes de su población es la emigración. Veinticinco años después de aquella revolución que conmoviera al mundo, Nicaragua, como dice Noam Chomsky, ya no es un país sino un lugar. Un sitio al que la colusión entre oligarquía e imperio robó su esperanza y la escasez de miras del sandinismo contribuye a agostar. Aunque hay convocados eventos múltiples para recordar la gesta, más que a la celebración y la alegría, la desvertebrada y malograda Nicaragua de hoy invita a llorar.


* Profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid [email protected]