La colonización de América fue uno de los episodios más relevantes de la historia reciente de la civilización humana. Son bien conocidas las guerras de la conquista y el proceso de explotación de las poblaciones indígenas, pero poco se habla sobre el impacto que tuvo el factor epidemiológico en todo ello, y menos aún que fue este factor el que, en gran medida, permitió a los colonizadores hacerse con vastos territorios y recursos naturales que contribuyeron a fundar el capitalismo en Europa.
Las enfermedades importadas por los europeos a América (tifus, viruela, sarampión o peste bubónica) llegaron a diezmar hasta el 95% de la población del hemisferio durante los primeros 130 años de la Conquista. Por poner un ejemplo, la epidemia de viruela fue la que realmente derrotó a los aztecas, ya que tras el fracaso del primer ataque español de 1520, el nuevo emperador azteca tras la muerte de Moctezuma, Cuitláhuac, se había reforzado militarmente y había puesto contra las cuerdas al propio Cortés. Sin embargo, fue la viruela, traída en la expedición de Pánfilo de Narváez, el arma invisible e imprevista que realmente destruyó al imperio azteca, liquidando brutalmente la población, empezando por el temido y guerrero emperador Cuitláhuac, contagiado de viruela y fallecido a fines de ese mismo 1520, hace ahora 500 años.
Así fue cómo, en algo más de un siglo, la población amerindia se habría reducido a tan solo una fracción ínfima. La colonización se reforzó y esa historia de extinción y explotación continuó hasta la llegada de las nuevas repúblicas latinoamericanas. Tiempo en el que lo que quedaba de esos pueblos amerindios y sus territorios cambió de dueños, pero el saqueo, el racismo y el expolio siguió vigente hasta nuestros días.
Hoy, en medio de una crisis climática y ecológica, se ha constatado que los territorios mejor conservados, en términos de biodiversidad y recursos naturales, son aquellos donde todavía habitan pueblos indígenas. Actualmente, estos territorios y sus poblaciones se encuentran gravemente amenazados por industrias extractivas, explotación maderera, depredación natural de todo tipo y el avance de infraestructuras desarrollistas. Es decir, la colonialidad continua amenazando a estos pueblos y sus territorios en forma de capitalismo neo-liberal.
La resistencia histórica de los pueblos indígenas en América Latina ha sido una batalla cruel y desigual, pero al mismo tiempo digna y ejemplar. Han pasado casi 530 años desde la llegada de Colón, y campañas militares, pandemias, explotación, racismo y abusos hacía la población indígena, así como la expoliación y desplazamiento de sus territorios, han destruido en gran medida sus poblaciones y culturas. Sin embargo, a pesar de todo, algunos de sus territorios y sus culturas han resistido de manera sorprendente, demostrando una capacidad de resiliencia admirable.
Incluso, de una manera que sorprendió a muchos, en la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI, los movimientos indígenas han tomado una fuerza política sin precedentes. Tales han sido los casos de Ecuador y Bolivia, donde estos movimientos fueron centrales en la construcción de las nuevas constituciones políticas, introduciendo conceptos y paradigmas desde su ancestralidad que han sido compartidos con el resto de sus conciudadanos. Hoy, en medio de un horizonte de muerte y devastación, nos han mostrado un paradigma de vida alternativo, digno y de equilibrio con la naturaleza, el vivir bien o buen vivir.
En esta resistencia activa, la protección de sus territorios ha sido uno de los mecanismos más importantes para su supervivencia, especialmente en el caso de los pueblos indígenas amazónicos. La selva, de muchas maneras, ha significado un espacio geográfico inaccesible que les ha dado la posibilidad de protegerse, escapar de la muerte y la opresión y alcanzar a sobrevivir. Tal es el caso de los pueblos aislados, quienes han visto que la única posibilidad de vida era adentrarse lo más posible en territorios “inhóspitos” para la civilización occidental, para allí desarrollar sus modos de vida como pueblos “libres”, sin interferencias tóxicas.
Pero ahora, si bien esta libertad sigue siendo cercada y cada vez más reducida por todas las amenazas mencionadas, estos indígenas están siendo más amenazados que nunca ante la llegada del Covid-19, que está dejándoles a los pies de los caballos nuevamente, en situación de máxima vulnerabilidad.
La noticia del 1 de abril de 2020, que confirma un primer contagio de Covid-19 en una mujer que sería parte de una tribu aislada en Brasil, pone de manifiesto hasta qué punto esta pandemia llega a todas partes y cómo su llegada podría tener consecuencias desastrosas para todos los indígenas, pero más aún para los pueblos aislados amazónicos.
Según la ONU, la alta vulnerabilidad de los pueblos indígenas está determinada por el hecho de que más del cincuenta por ciento de los indígenas mayores de 35 años padece diabetes tipo 2. Además, los pueblos indígenas experimentan altos niveles de mortalidad materna e infantil, desnutrición, afecciones cardiovasculares y otras enfermedades infecciosas, como el paludismo y la tuberculosis.
En un comunicado emitido el 31 de marzo, la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (Coica) hizo un llamado de emergencia a los gobiernos de los países miembros para que tomen medidas sanitarias y elaboren planes de contingencia de acuerdo a la situación específica de los pueblos indígenas. Entre las medidas propuestas se plantea un estricto control de entrada y salida a los territorios indígenas, en especial de las personas que no pertenecen a estas comunidades, así como limitar el acceso de los indígenas a lugares de turismo o donde se concentren multitudes. Además, se sugiere elaborar planes específicos de contingencia en los territorios ante la llegada de posibles brotes del coronavirus.
Lo más preocupante es que los Estados no estén tomando las medidas adecuadas ni hayan elaborado protocolos especiales para casos de pandemia en territorios de pueblos indígenas. Así lo ha alertado la propia OMS en Ecuador, donde la representante advirtió que no existen actualmente protocolos de vigilancia epidemiológica para evitar el contagio del coronavirus en los pueblos y nacionalidades indígenas ecuatorianas.
Lo irónico de todo esto es que varios estudios previos a esta pandemia muestran que la aparición de estos raros virus nuevos, como ahora el Covid-19, no es más que el producto de la aniquilación de ecosistemas, en su mayoría tropicales, arrasados para agroindustria, ganadería o industrias extractivas. También son fruto de la manipulación y tráfico de la vida silvestre, en particular de especies que en muchos casos está en peligro de extinción. Justamente, estos pueblos indígenas, que no sobrepasan el 5% de la población mundial, son quienes hasta hoy mejor han conservado casi el 80% de las áreas más biodiversas del planeta. Y es con su capacidad para conservar la biodiversidad que ellos son y serán claves en el contexto de la crisis climática que enfrentará la humanidad en las próximas décadas, incluidas nuevas pandemias como la que estamos atravesando.
Los pueblos indígenas de hoy son los que han resistido las epidemias ajenas. Lo han venido haciendo desde la llegada del Imperio español con pandemias y plagas de distintas clases, desde la viruela a el colonialismo, y las amenazas foráneas han sido una constante para estos pueblos en los últimos siglos.
La historia republicana no ha sido una excepción, y en los países amazónicos distintas “pandemias” como las expediciones misioneras, el boom cauchero y la expansión de actividades petroleras llegaron a extinguir muchas culturas aborígenes. Tal es el caso de los Tetetes y los Sansahuari en la Amazonía ecuatoriana, que pasaron de ser culturas milenarias con saberes y territorios, a convertirse simplemente nombres de las primeras plataformas petroleras que la empresa Texaco y Gulf instalaron en los años sesenta y setenta.
La gran pregunta entonces que hoy aflora ante la expansión del Covid-19 es si otra vez estos pueblos más vulnerables serán los más afectados. ¿No será quizás que esta arma “invisible” repite la historia y se convierte en el instrumento más efectivo para penetrar los últimos rincones de vida originaria que quedan en nuestro planeta? ¿Cuáles serán nuestras prioridades cómo sociedad global en tiempos de crisis de la vida? ¿Será que, como humanidad, finalmente ubicamos la vida en el centro de nuestras prioridades, y más todavía aquellos territorios donde ésta se preserva y reproduce?
Si algo nos debe quedar claro para el día después de esta pandemia es que, como dice la mexicana Ana Esther Ceceña, “dentro del capitalismo no hay solución para la vida; fuera del capitalismo hay incertidumbre, pero todo es posibilidad. Nada puede ser peor que la certeza de la extinción. Es momento de inventar, es momento de ser libres, es momento de vivir bien.”
Juan Manuel Crespo es Doctorando en Estudios sobre Desarrollo en el Instituto HEGOA en la Universidad del País Vasco.