Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Introducción del editor de Tom Dispatch
Al abandonar la neblina londinenses hacia las apacibles brisas del Caribe, Barack Obama continúa esta semana los esfuerzos de su gobierno por pulsar el botón «reset» de las relaciones exteriores de EE.UU. El viernes, asistirá a la Cumbre de las Américas en Port-of-Spain, capital de Trinidad y Tobago. Hace más de cinco siglos, esa nación archipiélago fue una de las primeras paradas de Cristóbal Colón. Se puede decir con confianza que, como en Londres y París, Obama será saludado con fervor.
Después de ocho desastrosos años de George W. Bush, los latinoamericanos están dispuestos a dar un profundo suspiro de alivio. El nuevo presidente de EE.UU. es muy popular. Incluso Fidel Castro preguntó a una delegación visitante de la Asamblea Partidista Negra del Congreso cómo podría «ayudar al presidente Obama» a que tenga éxito – aunque Cuba es la única nación americana excluida de la reunión.
Hay que prestar atención a cómo las nuevas políticas de Obama comienzan a mostrarse en Latinoamérica, ya que como el historiador Greg Grandin ha escrito en su excelente libro «Empire’s Workshop: Latin America, the United States, and the Rise of the New Imperialism» – los gobiernos anteriores han regularmente ensayado sus futuras políticas globales en «nuestro patio trasero.» (En junio aparece, a propósito, el último libro de Grandin: «Fordlandia: The Rise and Fall of Henry Ford’s Forgotten Jungle City,» una profunda inmersión en otro experimento estadounidense acosado por su arrogancia en Latinoamérica.) La historia no es exactamente uno de los lados fuertes de EE.UU., pero comprender el pasado es un gran instrumento poco utilizado cuando se trata de comprender hacia dónde podríamos dirigirnos. Ningún autor en este sitio lo hace mejor que el colaborador regular de TomDispatch, Grandin. De modo que preparaos para emprender un notable tour de nuestro pasado al sur de la frontera, todo al servicio de la iluminación de nuestro futuro controversial y potencialmente desestabilizante. Tom
El «patio trasero de EE.UU.» y la «Cumbre de las Américas»
¿Qué puede hacer Obama en Latinoamérica?
¿Y si acaso Barack Obama hubiera elegido a Katrina vanden Heuvel de Nation o a Amy Goodman presentadora de Democracy Now! para que lo asesoraran en la próxima Cumbre de las Américas en Trinidad y Tobado durante esta semana? Es poco probable, por decir lo menos, pero hace 75 años el presidente Franklin Delano Roosevelt hizo algo parecido, al aprovechar a un ex editor de The Nation y crítico acerbo del militarismo de EE.UU. para que asesorara a su gobierno respecto a la política latinoamericana. Como resultado – consideradlo vuestro curioso, pero poco conocido, hecho del día – el antiimperialismo salvó al imperio estadounidense.
Roosevelt asumió el poder en 1933, tratando no sólo de estabilizar la economía de EE.UU., sino de calmar un mundo inflamado: Japón había invadido Manchuria el año antes; los nazis habían tomado el poder en Alemania; los imperialistas europeos tensaban su control sobre sus colonias; y la Unión Soviética había declarado su militante estrategia del «tercer período,» al imaginar que el capitalismo global, sumido en la Gran Depresión, estaba en sus últimos estertores.
Cuando poco después de su toma de posesión en marzo, Roosevelt emitió un llamado a las «naciones del mundo» para «formar parte de un solemne y definitivo pacto de no-agresión,» los colonialistas, militaristas y fascistas que gobernaban Europa y Asia se negaron rotundamente. Como el alcance global del nuevo presidente no se comparaba en nada a sus ambiciones globales, la Conferencia Económica de Londres – convocada para julio de ese año por el equivalente del G-20 actual – se rompió rencorosamente sobre cómo reaccionar ante la catástrofe global de entonces. Hay que admitir que la idea misma del panamericanismo – que las repúblicas americanas compartan ideales e intereses políticos comunes – estaba entonces moribunda. Cada tantos años, en un foro internacional, delegados latinoamericanos se sometían simplemente a los dictados de Washington mientras se enfurecían en silencio por la última intervención militar de EE.UU. – en Panamá, Cuba, Puerto Rico, México, Venezuela, Honduras, la República Dominicana, o Haití. (Elegid la que queráis.)
En aquel entonces las naciones latinoamericanas tomaban impulso para lograr una revisión del derecho internacional, que efectivamente daba a las grandes potencias el derecho de intervenir en repúblicas más pequeñas. Los diplomáticos venezolanos, por ejemplo, insistían en que EE.UU. garantizara el principio de la soberanía absoluta. Los argentinos presentaban su propio tratado de «no agresión» codificando la no-intervención como ley del hemisferio. Políticos caribeños y centroamericanos insistían en que se retiraran destacamentos de marines de EE.UU., que entonces estaban atascados en contrainsurgencias en Nicaragua, Haití, y la República Dominicana.
Roosevelt envió a su Secretario de Estado, Cordell Hull, a la cumbre, pero le instruyó que no ofreciera nada más que una promesa de construir unas pocas carreteras nuevas. La demanda de que EE.UU. renunciara al derecho a la intervención era «inaceptable.»
Sin embargo, Roosevelt, quien tenía una tendencia a mezclar y combinar a consejeros improbables, también pidió a Ernest Gruening (recomendado por el profesor de derecho de Harvard y próximo juez de la Corte Suprema Felix Frankfurter) para que acompañara a Hull. En 1964, como senador por Alaska, Gruening se hizo famoso por depositar uno de los únicos dos votos contra la Resolución del Golfo de Tonkin, que el presidente Lyndon Johnson utilizó para escalar la Guerra de Vietnam, pero en los años treinta, ya era un antiimperialista comprometido.
En las páginas de The Nation y otros periódicos de izquierdas, había ayudado a denunciar el uso de la tortura, del trabajo forzado, y de los asesinatos políticos que tuvieron lugar durante las ocupaciones por los marines en el Caribe, atrocidades que comparó con la brutalidad europea en India, Irlanda y el Congo. Después de viajar por Haití y la República Dominicana, presionó en el Congreso para recortar el financiamiento de operaciones de contrainsurgencia en la región, y atacó a «la horda de concesionarios oportunistas y corruptos que acompañan al imperialismo militarista estadounidense.» El que un crítico tan intransigente de la diplomacia de EE.UU. haya sido elegido para asesorar al Secretario de Estado refleja la fuerza de la izquierda en los años treinta – y la disposición de Roosevelt a aprovecharla.
Quemando y asesinando
Al partir la delegación hacia Montevideo, Gruening se horrorizó al saber que EE.UU. «no tenía un programa excepto ser amigable con todos e irradiar buena voluntad.»
«Señor Secretario,» informó que había dicho a Hull, «el principal tema que preocupa a todo país latinoamericano es la intervención. Deberíamos perfilarnos con fuerza a favor de una resolución que renuncie a ella.»
Hull, a quien Gruening describió posteriormente como alguien que hablaba con el grueso acento de un miembro nacido y crecido en la aristocracia de Tennessee, soltando ‘gs’ y luchando con la ‘rs’, respondió que sería difícil.
«¿Qué voy a hacer cuando el caos estalle en uno de esos países y bandas armadas anden por ahí, quemando, saqueando y asesinando estadounidenses?» preguntó Hull. «¿Cómo le voy a decir a mi gente que no podemos intervenir?»
«Señor Secretario,» respondió Gruening, «usualmente eso sólo sucede después de nuestra intervención.»
Hull, sin embargo, temía una mala acogida por la prensa. «Si me pronuncio contra la intervención,» dijo, «los periódicos de Hearst me atacarán de costa a costa… Recuerde, Gruening, el señor Roosevelt y yo tenemos que ser reelegidos.»
«Un pronunciamiento contra la intervención le ayudaría a ser reelegido,» respondió Gruening. Ayudaría, insistió, a sacar al Nuevo Trato del carrusel de invasión, ocupación, e insurgencia que había estropeado considerablemente el prestigio de EE.UU. en toda Latinoamérica y en gran parte del mundo.
Tenía razón. En Montevideo, Gruening ayudó a colmar la brecha entre los enviados de EE.UU. y diplomáticos latinoamericanos «anti-estadounidenses», incluyendo los de Cuba donde, mucho antes de la revolución de Fidel Castro de 1959, las intervenciones seriales de EE.UU. habían tensado las relaciones entre la Habana y Washington. Lo que es más importante, reconcilió al Secretario de Estado con el principio de la no-intervención.
Hull «se puso» maravillosamente «a la altura de las circunstancias,» escribió Gruening, al anunciar que EE.UU. «evitaría y rechazaría» en lo futuro el «así llamado derecho de conquista… El Nuevo Trato sería sin duda un alarde vacío si no significara eso.» Los delegados latinoamericanos se manifestaron en «un estruendoso aplauso y vítores.» Y Roosevelt, como el ágil político de siempre, aprovechó el momento, para confirmar que la «política definida de EE.UU. es desde ahora la de oponerse a la intervención armada.»
«Nuestra era de ‘imperialismo’ llega a su fin,» anunció el New York Times. «El ‘Destino Manifiesto’ es reemplazado por la nueva política de ‘trato igual para todas las naciones.'»
Veintiuna formas diferentes de odio
No del todo, por cierto. Washington volvió a una política de intervencionismo en la era de la Guerra Fría. Sin embargo, no se puede exagerar la importancia de ese cambio diplomático radical.
Montevideo fue el primer éxito significativo de Roosevelt en la política exterior, marcando un hito en la suerte del país como superpotencia ascendiente. Luego ordenó que los marines se retiraran de Haití, mientras devolvía al país su banco nacional; abrogó la odiada Enmienda Platt a la constitución de Cuba, que había convertido la isla en un Estado vasallo de EE.UU.; y comenzó a tolerar un grado de nacionalismo económico en Latinoamérica, incluida la expropiación por México de la propiedad de Standard Oil.
La inmensa popularidad de Roosevelt en Latinoamérica, avivó sus aspiraciones al liderazgo mundial. Al visitar Buenos Aires en 1936, fue recibido por más de un millón de adeptos extáticos que le dieron una «ovación desenfrenada» y lo «bombardearon con flores.» Incluso la prensa usualmente escéptica de Buenos Aires lo saludó como «pastor de la democracia,» mientras los hospitales esperaban una «inmensa cosecha de ‘Roosevelts entre los bebés,» a pesar de la prohibición de nombres extranjeros para los niños.
La mejora de las relaciones con Latinoamérica también ayudó a EE.UU. a recuperarse de la Gran Depresión. Con Asia vedada y Europa en camino a la guerra, Washington miró hacia el sur tanto para mercados para bienes manufacturados como para materias primas, negociando tratados comerciales con 15 países latinoamericanos entre 1934 y 1942.
Lo más importante, Latinoamérica se convirtió en el laboratorio para lo que luego llegó a ser conocido como multilateralismo liberal – el marco diplomático que, después de la Segunda Guerra Mundial, permitiría que EE.UU. acumulara un poder sin precedentes. Como la Liga de Naciones estaba prácticamente muerta, los diplomáticos comenzaron a discutir la posibilidad de una nueva «Liga de las Américas.» Finalmente terminaron por convertirse en la Organización de Estados Americanos y en Naciones Unidas. (Cada cual consagró en su Carta el principio de la no-intervención absoluta.) El propio Roosevelt sostuvo la «ilustración de las repúblicas de este continente» como modelo para la reconstrucción global de posguerra.
Cordell Hull obtuvo el Premio Nobel de la Paz por ayudar a fundar la ONU, y Roosevelt fue honrado por superar «muchas veces 21 tipos diferentes de odio» para «vender la idea de la paz y la seguridad entre las repúblicas americanas.» Pero las gracias en realidad debieran ser destinadas a antiimperialistas como
Gruening y a combatientes guerrilleros como Augusto Sandino de Nicaragua que convirtieron el militarismo en una política extranjera insostenible.
Setenta y cinco años después…
Los paralelos con la actualidad son inconfundibles: una economía global arruinada; un nuevo presidente con un mandato de reforma, pero bloqueado en el extranjero por rivales ascendentes e incapacitado por la rápida recesión del poder y del prestigio de EE.UU. debido a años de un militarismo arrogante y unilateral. Y después de una cumbre de Londres de las potencias económicas, una conferencia latinoamericana: la Quinta Cumbre de las Américas a la que asistirán 34 jefes de Estado representando a todos los países americanos con la excepción de Cuba.
La última vez que esa cumbre se reunió en el centro turístico costero argentino de Mar del Plata en 2005, los argentinos no saludaron a George W. Bush como pastor de la democracia sino como evangelizador por la guerra, el militarismo, y el capitalismo salvaje. Miles llegaron de todo el continente para quemar la efigie del presidente. Hugo Chávez de Venezuela y Evo Morales de Bolivia convocaron a una festiva «Cumbre de los Pueblos» paralela, mientras la leyenda futbolística de Argentina, Maradona, calificó a Bush de «basura humana» y de que «es un asesino». Para parafrasear el homenaje de Michael Moore en los Premios de la Academia a las Dixie Chicks, si Maradona está en tu contra, se te acabó el tiempo en Latinoamérica.
Con un portaaviones estacionado cerca y aviones de caza volando a ras por encima, Bush todavía se sentía nervioso y parecía estar más allá del límite de sus posibilidades. A sólo unos pocos meses después que el huracán Katrina arrasara Nueva Orleans, con Iraq que se precipitaba fuera de control, la desastrosa actuación de Bush en Argentina, combinada con una impresionante demostración de unidad latinoamericana, aceleró la extinción de la pretensión de supremacía global de los neoconservadores. «EE.UU. sigue viendo las cosas de una cierta manera,» dijo un diplomático latinoamericano en la Cumbre, «pero la mayoría del resto del hemisferio ha seguido adelante y se dirige en otra dirección.»
Y así era, con un giro a la izquierda que comenzó con la elección de Chávez en 1998 como presidente de Venezuela, y que sigue a buen ritmo. El año pasado, después de todo, Paraguay eligió a un teólogo de la liberación como presidente; y el pasado mes el Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí – el grupo guerrillero convertido en partido político al que trató de derrotar Ronald Reagan gastando seis mil millones de dólares al coste de 70.000 vidas salvadoreñas en los años ochenta – finalmente llegó al poder en El Salvador.
Esta semana mucha gente esperará ver si Barack Obama, en lo que será su primera cita real con Latinoamérica, está dispuesto a revertir su orientación en esta Cumbre como Roosevelt lo hizo hace más de tres cuartos de siglo. Para EE.UU., Latinoamérica no ha sido sólo una fuente de materias primas y mercados, sino un «taller de ensayo», un lugar donde coaliciones surgentes de política exterior prueban nuevas maneras de proyectar el poder de EE.UU. después de períodos de crisis aguda. Roosevelt lo hizo, como Reagan y como la Nueva Derecha cuando, en los años ochenta, utilizaron Centroamérica para experimentar en el desecho del multilateralismo, mientras remilitarizaban y remoralizaban la política exterior.
Hoy en día, el presidente Obama es enormemente popular en Latinoamérica. Una serie de políticos locales en la región incluso adoptaron legalmente su nombre para obtener una ventaja en las elecciones, e indudablemente hay bastantes bebés que serán llamados Obama. El presidente de Brasil, conocido simplemente como Lula, dice que él ora por Obama – e incluso Maradona admite que le gusta «mucho.»
Pero la popularidad sólo llega hasta cierto punto. Por primera vez en muchas décadas, un presidente estadounidense podría descubrir que se están acabando los días en los que EE.UU. podía utilizar Latinoamérica como un espacio para ensayos imperiales.
La opción colombiana
¿Qué, entonces, ofrecerá Obama en Trinidad y Tobago? ¿Se propondrá «irradiar buena voluntad,» como Hull en 1933, pero no será necesariamente «amigable hacia todos?» Ya ha enmarañado las cosas al insistir en que Hugo Chávez es un «obstáculo» para el progreso. Te guste o no, Chávez es reconocido como líder legítimo por todos los países latinoamericanos y es un estrecho aliado de muchos de ellos. Durante ocho años, la política del gobierno de Bush de introducir una cuña entre el resto de la región y el venezolano ha sido un fracaso atroz, excepto cuando fue cosa de aumentar la fuga del poder decrépito de EE.UU. en el hemisferio.
En muchos frentes, sin embargo, el presidente probablemente descubrirá que sus verdaderos obstáculos al progreso al sur de la frontera yacen incómodamente cerca.
Como preparación para la cumbre, el gobierno de Obama ha hecho algunos intentos de acercamiento a Cuba, como reacción a las demandas de casi todos los países latinoamericanos de que Washington termine su guerra fría contra la Habana. La necesidad de controlar a los senadores demócratas de Florida y Nueva Jersey (Estados con grandes poblaciones cubano-estadounidenses) significa que el embargo comercial continuará vigente, por lo menos por el momento. (En 1933, Hull trató de impedir que hablara el enviado cubano, por temor a que hiciera un ardiente discurso anti-estadounidense; Gruening apeló al principio de la libertad de expresión para revertir la prohibición.)
Obama probablemente reiterará declaraciones oficiales de la Secretaria de Estado Hillary Clinton, entre otras, de que EE.UU. carga con una responsabilidad real por la violencia en la guerra de la droga en México y tal vez deplore la manera como una «incapacidad de impedir que armas sean ilegalmente contrabandeadas a través de la frontera» alimenta los asesinatos relacionados con la droga. Como todo otro gobierno, sin embargo, Obama tendrá que responder a la Asociación Nacional del Rifle (NRA), que actualmente realiza su propia política exterior.
En 2005, por ejemplo, cuando Brasil realizó un referendo para implementar una estricta ley de control de armas, la NRA, gastó una cantidad considerable de dinero cabildeando para derrotarlo. Por lo tanto hay que esperar que la NRA combata todo intento de detener el flujo de armas al sur de la frontera. En los hechos, el senador por Wyoming, John Barrasso, espera utilizar el temor a la violencia de la droga mexicana para imponer una mayor distribución de armas de asalto. Según su explicación del problema: «¿Por qué vais a desarmar a alguien si posiblemente podría ser víctima del fuego cruzado?… EE.UU. no renunciará a sus derechos según la segunda enmienda por el problema fronterizo de México.»
Y así van las cosas: En casi cada tema en el que podría ayudar realmente a aliviar el sufrimiento de los latinoamericanos o permitir que EE.UU. recuperara a aliados estratégicos, la política interior limitará el radio de acción de Obama, aunque no su popularidad inmediata.
Sólo hace poco, un grupo de estudios compuesto de algunos de los principales intelectuales y responsables políticos de Latinoamérica, incluidos ex presidentes de Brasil, Colombia y México, declaró que la guerra contra la droga de EE.UU. es un fracaso y recomendó la legalización de la marihuana. Obama obviamente tiene actitud favorable a esa posición, ya que ordenó al Departamento de Justicia que renunciara a los procesamientos por «usos médicos de marihuana». ¿Pero podrá desescalar la guerra contra la droga en Latinoamérica? Es poco probable.
Como candidato, el presidente dijo que no se oponía a todas las guerras, sólo a las estúpidas – y ésta es tan estúpida como la que más. No ha disminuido las exportaciones de narcóticos a EE.UU., pero ha propagado la violencia por Centroamérica hasta México, mientras arraigaba el poder paramilitar en Colombia. El Plan Colombia, pieza central de esa guerra, es un legado de la política exterior de Bill Clinton, y gran parte de los seis mil millones de dólares gastados hasta ahora para librarla ha sido esencialmente depositada directamente en los cofres de los patrocinadores corporativos del Partido Demócrata como ser United Technologies de Connecticut y otros contratistas de la defensa del noreste.
En lugar de desmantelar el Plan Colombia, es evidente que hay planes para que se prolifere como un virus más allá de las Américas. El almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto, comentó recientemente que «muchos de nosotros en todo el mundo podemos aprender de lo que ha pasado respecto a los acontecimientos muy exitosos del Plan Colombia,» y sugirió que fuera adjudicado «específicamente a Afganistán.» El corresponsal en la Casa Blanca del Washington Post, Scott Wilson, está de acuerdo, e insta a Obama a utilizar Colombia como una «sala de clases para aprender cómo derrotar a los talibanes.» Profundamente enterrada en la recomendación de Wilson hay una revelación: funcionarios de EE.UU., escribió, le dijeron «en privado» que el terror de los escuadrones de la muerte fue un primer paso necesario en el Plan Colombia, que sirvió como un «marcador de posición» hasta que EE.UU. pudiera entrenar a un ejército «profesional.» El gobierno de Bush hizo que «el dinero siguiera fluyendo al ejército de Colombia a pesar de la evidencia de su complicidad en masacres paramilitares.»
El camino a Latinoamérica pasa por Brasilia…
En última instancia, el único camino real para Washington pasa por la capital brasileña, Brasilia. Después de todo, Obama se acerca a la región no como un líder de una superpotencia segura de sí misma, sino como un hegemón otoñal. Como tal, su mejor opción podría ser la formación de una cooperación con Brasil – la economía mayor y más diversificada de Latinoamérica, con enormes reservas de petróleo en el mar recientemente descubiertas y una copiosa lista de aspiraciones políticas – para administrar el hemisferio. La Casa Blanca reconoce claramente que así es, motivo por el cual un responsable del gobierno calificó la reciente reunión personal de Lula en Washington con Obama como reconocimiento de la «influencia global» de Brasil.
Justo antes de la reunión del G-20 convocada en Londres, Lula culpó a la «conducta irracional de gente que es blanca» y de «ojos azules» por el colapso financiero mundial. De pie junto al palideciente primer ministro británico Gordon Brown, siguió diciendo: «No conozco a ningún banquero negro o indígena de modo que sólo puedo decir [que está mal] que esa parte de la humanidad, que es victimizada más que ninguna otra, deba pagar por la crisis.»
Si esas palabras hubieran provenido de la boca de Chávez, habrían sido tomadas como la última indicación de su irracional actitud anti-estadounidense, pero el gobierno de Obama necesita a Lula. En Londres, Obama apenas se pudo contener: «Éste es mi hombre,» dijo, tomando la mano de Lula ante el Secretario del Tesoro Timothy Geithner. «Me gusta este tipo. Es el político más popular del mundo. Es por lo bien que se ve.» Fue ciertamente una mejora en comparación con George Bush, quien preguntó al predecesor brasileño de Lula: «¿Tenéis negros, también?»
Sin embargo la cooperación de Brasil tendrá su precio, y a Obama no le será fácil pagarlo. El programa barroco e inflado de subsidios a la agricultura y de aranceles – que miembros de la Cámara y el Senado no permitieron que Obama recortara – impedirá que el presidente acepte de modo elegante la demanda central de Lula: que EE.UU. esté a la altura de su retórica sobre el libre comercio y abra su economía a la agro-industria competitiva de Brasil.
…Alrededor de Caracas…
Y luego está Venezuela. Hace setenta y cinco años, el Secretario de Estado Hull temía que los periódicos de Hearst lo atacaran «de costa a costa» si renunciaba al intervencionismo. Bueno, mientras más cambian las cosas…
Cuando el Departamento de Estado de Obama declaró que el reciente referendo de Venezuela para eliminar los límites de períodos presidenciales (y permitir así que Chávez se presente a la reelección) es un asunto interior «consistente con los principios democráticos,» fue atacado por el Houston Chronicle, cuyo dueño es – adivinasteis – Hearst Corporation. Hubo más críticas, que hicieron que los funcionarios del gobierno «pugnaran,» según el Wall Street Journal, «por afirmar que el gobierno de Obama no ha atenuado la política de EE.UU. hacia Venezuela.»
Ya que la continua satanización de Chávez no involucra absolutamente ningún coste interior y aligera muchas cargas potenciales, Obama podría verse obligado a mantener alguna versión de la línea dura del gobierno de Bush, tal vez mediante el suministro al presidente de la cobertura necesaria para una retórica, si no política, moderada, en puntos de verdadero peligro donde hay mucho más en juego – como en Oriente Próximo.
…Y termina en Texas
La inmigración es un área en la cual Obama podría tener un cierto margen de maniobra, pero tendría que superar el ala Glenn-Beck del Partido Republicano. La orden a los agentes de Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE.UU. para que dejen de perseguir a trabajadores latinoamericanos indocumentados (como lo han solicitado los presidentes de México y Centroamérica) y que se abra un verdadero camino hacia la ciudadanía ayudaría considerablemente a mejorar las relaciones con los vecinos del sur. También garantizaría la lealtad de los votos latinos en 2012 y, al crear millones de nuevos votantes, tal vez acercaría a Texas a la condición de Estado indeciso entre los dos grandes partidos.
Vuelta a la escena del crimen
En última instancia, sin embargo, la visión de Obama será limitada por la mezquindad de las imaginaciones de los asesores con los que se ha rodeado. Ya no hay Gruenings, ni Hulls en ese grupo. Ha mantenido al Secretario Adjunto de Estado para Latinoamérica de George W. Bush, Thomas Shannon y ha escogido a Jeffrey Davidow como su asesor especial en la cumbre.
Davidow, diplomático de carrera, cuyo historial en el servicio exterior ha sido poco interesante en general, aunque su primer puesto fue en Guatemala a comienzos de los años setenta cuando los escuadrones de la muerte respaldados por EE.UU. hacían lo que querían, lo que fue seguido por un puesto como un menor agente político en Chile, donde observó el golpe militar de 1973 respaldado por EE.UU. que derrocó al presidente elegido Salvador Allende. Comprometidos con el mantra de la era Clinton de liberalización económica, esos diplomáticos nunca recomendarán el tipo de idea de cambio de las reglas del juego, como lo hizo Gruening.
Ya que la crisis financiera global dominará esta cumbre, la aparición de Obama será vista por algunos como una vuelta a la escena del crimen. Después de todo, fue Chile donde el ahora desacreditado modelo del desregulado capitalismo financiero fue impuesto por primera vez. Esto ocurrió mucho antes de que los presidentes Reagan y Clinton lo adoptaran para EE.UU.
A medida que ese modelo se propagó luego por el resto de Latinoamérica, los resultados fueron absolutamente desastrosos. Durante dos décadas, las economías se anquilosaron, la pobreza se profundizó, y la desigualdad aumentó. Para empeorar la situación, precisamente cuando una nueva generación de izquierdistas tomaba medidas para disminuir la pobreza y reducir la desigualdad, y se estaba recuperando de esa catástrofe inducida por Washington, una temeraria burbuja de la vivienda estalló en EE.UU., derrumbando la economía global.
Los latinoamericanos presentarán una cuenta. Como lo describió hasta el presidente colombiano, Alvaro Uribe, estrecho aliado de EE.UU.: «Todo el mundo ha financiado a EE.UU., y creo que tienen una deuda recíproca con el planeta.» Hugo Chávez no podría haberlo dicho mejor.
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Greg Grandin es autor de «Empire’s Workshop: Latin America, the United States, and the Rise of the New Imperialism» (Metropolitan) y de «Fordlandia: The Rise and Fall of Henry Ford’s Forgotten Jungle City,» que será publicado en junio. Para contactos escriba a: [email protected].
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