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Reflexiones en torno a la Ronda de Doha

Fuentes: Rebelión

Durante la década de los setenta y la primera mitad de los ochenta el mundo en desarrollo evidenció ambición y cohesión en la búsqueda de un orden económico mundial más equitativo. Su lucha por lo que se denominó el Nuevo Orden Económico Internacional se canalizó por vía de la Organización de las Naciones Unidas, particularmente […]

Durante la década de los setenta y la primera mitad de los ochenta el mundo en desarrollo evidenció ambición y cohesión en la búsqueda de un orden económico mundial más equitativo. Su lucha por lo que se denominó el Nuevo Orden Económico Internacional se canalizó por vía de la Organización de las Naciones Unidas, particularmente a través de la UNCTAD. Dentro del mismo se instauró un diálogo Norte-Sur, en el cual los países en vías de desarrollo lograron articular una posición común por vía del llamado Grupo de los 77.

La conjunción entre la crisis de la deuda externa y el colapso en el precio de las materias primas, incluyendo allí la pérdida de poder negociador de la OPEP, quebrantó seriamente la solidaridad del G-77 e indujo a dichos países a una actitud mucho más flexible.

Tanto la estrategia de confrontación desarrollada hasta ese momento, como las propuestas para un Nuevo Orden Económico Internacional, se vinieron abajo. De igual manera, las negociaciones con el mundo industrializado pasaron de los predios de las Naciones Unidas a los del GATT. Este último -el Acuerdo General sobre Tarifas y Comercio- remontaba su existencia a 1947 y se inscribía dentro del conjunto de organismos y acuerdos surgidos a la luz, bajo el impulso de los Estados Unidos en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Este traspaso de las negociaciones de un ámbito a otro, respondió a la aspiración de los países desarrollados en general y de los Estados Unidos en particular, de abrir una nueva ronda de negociaciones multilaterales bajo el marco del GATT. Dicha ronda, conocida como la de Uruguay, estaba llamada a cubrir a las llamadas «nuevas áreas de comercio». Es decir, servicios, propiedad intelectual e inversiones. También el tema agricultura habría de entrar allí.

El Sur comienza a ceder:

Contrastando abiertamente con la actitud mucho más confrontacional evidenciada hasta entonces dentro del marco de la negociación Norte-Sur, las naciones en vías de desarrollo se adentraron en un proceso de concesiones múltiples. La razón determinante bajo esta nueva actitud se encuadraría dentro de lo que bien podría denominarse como el «síndrome de la credibilidad».

La posición debilitada de estos países, resultante de la confluencia de la crisis de la deuda y del colapso en el precio de las materias primas, unida a la aparición de un nuevo paradigma económico, no dejó más opciones que la de plegarse al nuevo orden imperante. La carga de la prueba con respecto a su seriedad como interlocutor internacional, recaía sobre el mundo en desarrollo.

La situación planteada podría ser explicada a través de un interesante símil histórico. El 23 de abril de 1814, el Principe de Talleyrand, Jefe del Gobierno Provisional de Francia tras la derrota napoleónica, firmaba el Tratado de Armisticio con las potencias aliadas vencedoras. Mediante este tratado Francia cedía unilateralmente, por voluntad de Talleyrand y contra el parecer del rey Luis XVIII todavía en el exilio, todas las plazas fuertes aún ocupadas por tropas francesas en los territorios conquistados con posterioridad a 1789. Ello incluía a más de cuarenta plazas fuertes a todo lo largo y ancho de Europa.

Entregando las plazas fuertes:

¿Por qué deshacerse tan fácilmente, y ante la sorpresa misma de los vencedores, de herramientas de negociación que resultaban tan útiles en momentos en que el mapa de Europa iba a ser reconfigurado en función de la correlación de poder entre los diversos actores? En un célebre Memorándum dirigido a Luis XVIII, Talleyrand explicaba sus razones: la renuncia espontánea a todas las conquistas napoleónicas y de la Revolución era el único medio para adquirir credibilidad internacional, superando la desconfianza europea hacia Francia

Era la llamada política de «manos libres», propiciada por Talleyrand como fórmula para hacer creíble la voz francesa en el contexto europeo. Ello, sin embargo, implicaba colocar a Francia a completa merced de las potencias aliadas y transformar en derrota incondicional lo que distaba de ser una victoria total de aquellas.

Al actuar de esa manera se subordinaba el fin mismo de la negociación (la salvaguarda de la seguridad francesa), al medio instrumental para obtenerlo (la credibilidad). En otras palabras, el fin que le daba razón de ser a la credibilidad, era puesto al servicio de aquella.

Ni más ni menos, algo similar fue lo que ocurrió dentro del proceso de negociaciones de la Ronda Uruguay del GATT. Allí los países en vías de desarrollo fueron entregando de manera complaciente sus numerosas plazas fuertes, liberalizando, uno tras otro, sus regímenes comerciales y económicos.

Ello, como vía para adquirir la credibilidad necesaria ante la poderosa coalición que sustentaba las ideas emergentes. Una coalición integrada por los organismos y los mercados financieros, la multimedia del mundo desarrollado y los gobiernos y las elites de ese mismo mundo. Si bien los tentáculos de la misma se proyectaban sobre la triada representada por Estados Unidos, Europa y Japón, su epicentro indiscutible era la ciudad de Washington.

En 1995 se creaba la Organización Mundial de Comercio. Ella se transformaba en la heredera natural del GATT. En lo sucesivo, sería allí donde proseguirían las negociaciones internacionales en materia de comercio e inversiones. Sin embargo, habría de tratarse de un foro mucho menos auspicioso desde el punto de vista de los objetivos de las naciones industrializadas.

 

Todo cambió en Seattle:

En efecto, la actitud complaciente del hemisferio Sur habría de comenzar a cambiar de manera sustancial a partir de la reunión de la Organización Mundial de Comercio de Seattle en 1999. Allí las naciones en vías de desarrollo, constatando que los costosos sacrificios realizados en materia de servicios, propiedad intelectual y liberalización de comercio, no habían encontrado la reciprocidad debida, endurecieron su posición.

Los Estados Unidos no sólo continuaban haciendo cada vez más estrictas sus leyes comerciales y sus barreras no arancelarias, sino que la mayoría de los países industrializados no habían honrado su compromiso de reducir los subsidios agrícolas como acordado (20% para el año 2000). Las concesiones múltiples y acumulativas realizadas por el mundo en vías de desarrollo no habían sido retribuidas. Se trataba, a no dudarlo, de una autopista de una sola vía.

Ante la exigencia de introducir en la negociación nuevos temas que implicarían sacrificios adicionales, el mundo en desarrollo comenzó a asumir una posición mucho más «asertiva». El síndrome de la credibilidad, sinónimo de ingenuidad, moría ante la constatación inevitable de que los fines nunca pueden ser puestos al servicio de los medios. Ello traía aparejado una toma de conciencia con respecto a la premisa de que la unidad de los débiles constituye la debilidad de los fuertes

Esa nueva actitud del mundo en desarrollo habría de consolidarse a partir de las dos reuniones subsiguientes de la Organización Mundial de Comercio en Doha, Qatar y Cancún, México. Ello resultaba lógico ante la prepotencia evidenciada por los desarrollados.

Estados Unidos se mostraba inflexible con respecto al subsidio a sus productores de algodón. Japón mantenía una postura de apoyo incondicional a sus productores de arroz. La Unión Europea se mantenía como el más prolijo dispensador de subsidios agrícolas. Las tarifas agrícolas de todos ellos se negaban a desaparecer, al tiempo que se evidenciaba mucha dureza en la defensa del área textil. Mientras tanto la tríada, con Europa a la cabeza, presionaba a los países en desarrollo a negociar nuevas reglas en materia de inversiones, concurrencia, compras gubernamentales y facilitación de comercio.

El ingreso de China a la OMC en 2001 y el poder combinado de esta nación con la de las otras dos grandes economías emergentes, India y Brasil, pasó a dar una nueva plataforma de poder al mundo en desarrollo. La actitud anímica de debilidad e impotencia que caracterizó a los países en desarrollo en tiempos de la Ronda Uruguay había quedado ya atrás. Una nueva sensación de fortaleza estaba en el aire.

La llamada Ronda Doha de negociaciones habría de evidenciar la confrontación entre el grupo anterior y los industrializados. Allí las economías emergentes forjaron posiciones comunes en torno a temas como los siguientes: eliminación de los subsidios agrícolas, acceso a los mercados industrializados para bienes no agrícolas, trato especial y diferenciado, el caso particular del algodón y los llamados «temas de Singapur» (inversiones, concurrencia, transparencia de mercados públicos y facilitación de comercio). La dura confrontación con el mundo industrializado resultó inescapable.

Por lo demás, el bloqueo de posiciones entre los propios industrializados emergió a la superficie. Las diferencias entre Estados Unidos, la Unión Europea y Japón, resultaban paralelas a la existente entre éstos y los países en desarrollo. El multilateralismo económico había entrado en un callejón sin salida. Se trataba de un todos contra todos en el que se hacía imposible alcanzar los acuerdos por unanimidad requeridos para la toma de decisiones.

La crisis económica ha generado un nuevo intento por resucitar a Doha. El G 20, surgido en 1999 en las lides del multilateralismo económico y repotenciado a raíz de la actual crisis, apunta a este objetivo. Se trata, desde luego, de algo mucho más fácil de decir que de lograr. Lo único cierto es que la falta de acuerdo resultará siempre mejor que un mal acuerdo y para los países en desarrollo la posibilidad de esto último resulta muy concreta.