Estados Unidos: reforma o guerra civil | Brasil: la república secuestrada | México: los ricos también lloran | Argentina: Alberto al mando de la región
Ocho minutos, cuarenta y seis segundos bastaron para hacer estallar a un país. Y no cualquier país: ni más ni menos que el último imperio de Occidente y del mundo.
Noticias del Imperio: George Floyd, afroamericano de 46 años, brutalmente asesinado por la bota del supremacismo blanco policial. Fecha/lugar del crimen: 25 de mayo de 2020 en Powderhorn, Minneapolis, en el estado de Minnesota. Autopsia oficial: estrangulamiento; asfixia por presión en el cuello. Últimas palabras: “Es mi cara, hombre/ no he hecho nada grave/ por favor/ por favor/ no puedo respirar/ por favor, hombre/ por favor, quien quiera que usted sea/ no puedo respirar/ por favor/ mi cara / solo levántese/ no puedo respirar/ por favor, una rodilla en mi cuello”. Causa oficial: supuesto uso de billete falsificado. Otras causas: color de piel. Autor del crimen: Derek Chauvin. Resultado: estallido social.
Nunca asistimos a un escenario como el actual en Estados Unidos; azotado por dos epidemias: Covid-19 y una irrefrenable plaga de racismo homicida; en año electoral y precedido por una rebelión a escala nacional.
Habría que encuadrar este estallido en el continuum histórico de otros episodios análogos –aunque diferentes– a la coyuntura actual: las protestas en 1968 contra la Guerra de Vietnam y el asesinato de Martin Luther King; los disturbios de Rodney King en Los Ángeles (1992); la Batalla de Seattle (1999); el Movimiento Occupy Wall Street (2011); las protestas de Ferguson (2014). Al comparar estos antecedentes, uno descubre que el elemento común no es únicamente la violencia policial contra la población afrodescendiente –aunque sin duda crucial en algunos de ellos–, sino la visibilización de los fracasos e inconsistencias del “sueño americano”; el hartazgo ciudadano por la asfixia opresiva del sistema social estadounidense; la asesina respuesta del gobierno norteamericano a los legítimos reclamos de la heterogénea sociedad que, en teoría, representa; la lapidaria revelación de las desigualdades que encierra el autoengaño yanqui. Al respecto, el profesor de filosofía de la Universidad de Harvard Cornel West, explica: “[…] lo que estamos viendo en los Estados Unidos es una experiencia social fallida […] El fracaso de los Estados Unidos”. Donald J. Trump es la fase superior de la implosión de la última hegemonía occidental.
Hay una serie de factores inéditos que conviene subrayar, y que permiten inferir que el país se perfila hacia un escenario de alta conflictividad de resultados imprevistos: uno, la vocación divisionista del presidente en turno –por oposición a la tradicional actitud de conciliación–; dos, la histórica cifra de desempleo –42 millones–, que se espera que ascienda hasta alcanzar la inverosímil tasa del 40 por ciento de la población laboralmente activa; y el descrédito absoluto de la democracia electoral estadunidense, máxime después de la retirada inexplicable del dirigente político Bernie Sanders de las elecciones primarias del Partido Demócrata.
En este sentido, asistimos, en Estados Unidos, a una disyuntiva inexorable: reforma o guerra civil. De la respuesta de la élite gobernante depende, en gran medida, el curso del estallido. La retórica belicista-confrontacional del presidente Trump, y la movilización de milicianos extremistas, apoyados en una interpretación deformada de la Segunda Enmienda (del derecho a portar armas), sugiere que una franja de las cúpulas del gobierno está dispuesta a arrastrar al país al escenario de la guerra civil. Por otro lado, la aplanadora mayoría de ciudadanos y actores institucionales coinciden en la idea de una reforma política de gran calado –aunque pusilánime y tibiamente agitada por la dirigencia demócrata.
Mientras tanto, George Floyd es ya un grito de batalla global, cuyas reverberaciones cimbrarán las estructuras del Supra Estado policiaco.
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Jair Messias Bolsonaro es un cadáver político. La corruptísima coalición política que ensambló ex profeso para conquistar el poder se desmoronó: la facción del poder judicial que respondía al mando del exjuez Sergio Moro; la fracción de los militares leales al general Hamilton Mourao; la red de alianzas con los gobernadores de los estados más poderosos de la federación –Joao Doria de São Paulo, Wilson Witzel de Río de Janeiro, Eduardo Leite de Rio Grande del Sur–; el cártel de los medios de comunicación, encabezados por O Globo y Grupo Folha; y la tutela diplomática de Donald Trump, quien recientemente prohibió la entrada de pasajeros procedentes de Brasil, tan sólo unos días después de la forzada renuncia de Sergio Moro, y claramente a modo de represalia.
Hay que recordar que Bolsonaro es el subproducto de un golpe de Estado continuado: el fraudulento impeachment que pulverizó el orden constitucional al deponer ilegalmente a la expresidenta Dilma Rousseff; el interinato del gobierno ilegítimo de Michel Temer, que dinamitó el piso de derechos sociales conquistados durante la sucesión de gobiernos del Partido de los Trabajadores (e.g. aprobó una reforma constitucional que congela el gasto público por 20 años); la ilegal e ilegítima invalidación de la candidatura presidencial de Luiz Inácio Lula da Silva; la prisión del propio Lula da Silva en el preámbulo de las elecciones de 2018, y que desató una persecución-criminalización de la oposición política. Y a modo de colofón, Bolsonaro, en la antesala de los anómalos comicios, conformó el llamado “gabinete del odio”, que consistió en un inefable grupo clandestino de sembradores de noticias falsas en las redes sociales, diseminadas principalmente a través de WhatsApp. Los contenidos de esas fake news eran básicamente ataques contra adversarios políticos, y grotescas profecías sobre el presunto advenimiento de un “mito” (léase, el propio Messias Bolsonaro)
Es un gobierno suspendido sobre un solo resorte: la antipolítica y el odio a los pobres y débiles. No hay una sola de sus acciones políticas que se ciñan a la legalidad. Y la desbandada de sus antiguos aliados pone al descubierto la toxicidad del personaje, que, para subsanar la enclenque gobernabilidad acude principalmente a tres recursos: uno, urde fantasías conspirativas para blindarse del escrutinio público; dos, promueve la formación de milicias irregulares que emulan al Ku Kux Klan (sí, en Brasil); y tres, monta una base de apoyo artificial con base en la venta de cargos públicos al llamado “Centrão” –agrupación de partidos políticos de vocación conservadora organizados alrededor de redes clientelistas– y cuyo presupuesto combinado es de $68.5 billones de reales (aproximadamente 13 mil millones de dólares).
En suma, un país acéfalo cuya cosa pública está secuestrada por una cuadrilla de “bandeirantes” modernos, filibusteros trasnochados y cazadores de fortunas.
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Y a propósito de la movilización de fuerzas retrogradas, el 30 de mayo, el Frente Nacional Anti-AMLO (FRENAAA) realizó una “manifestación automovilística” (sic) por las avenidas de las principales ciudades de México, enarbolando la consigna (acotada a 600 conductores, en el caso de la Ciudad de México) de que Andrés Manuel López Obrador debía renunciar a la Presidencia de la República, pues éste estaba “arrastrando a México hacia el comunismo” (sic). Llamó especialmente la atención que la columna estuviera compuesta mayoritariamente por vehículos de lujo y de marcas carísimas, tales como BMW, Mercedes Benz, Audi y Lincoln.
La protesta desencadenó un debate público sobre los alcances de la movilización. Unos, consideran que resultó contraproducente para los propios organizadores, ya que visibilizó el perfil “privilegiado” de las bases anti-AMLO, y la escasa convocatoria de tales ejercicios. Otros –indudablemente los menos– celebran el debut de la referida organización –FRENAAA– y aseguran que no descansaran hasta “sacar al gobierno federal encabezado por Andrés López (sic)”. Básicamente, la movilización generó comentarios a favor o en contra.
No obstante, y por lo observado en otras experiencias, la ocasión amerita un análisis más equilibrado. Y lo cierto es que aquellos que minimizan el impacto de las protestas deben recordar –tienen prohibido olvidar– que la misma actitud indulgente prevaleció en Estados Unidos y en Brasil, en la antesala del ascenso de Donald Trump y Jair Bolsonaro al poder, respectivamente. Y que aquellos que aplauden o acompañan acríticamente estas manifestaciones de los sectores privilegiados, deben considerar que esa ruta del odio y la descalificación banal (“comunista”; “dictador”; “peligro para México” etc.) conducen a un callejón sin salida que acaba irremediablemente en la erosión del orden constitucional –ya de por sí precario– y el encumbramiento de deleznables personajes protofascistas.
No se engañen ni quieran engañar: cuando vociferan a los siete vientos “AMLO vete ya” en realidad gritan “privilegio ya”.
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De acuerdo con una encuesta del Centro Estratégico Latinoamericano (CELAG) casi el 80 por ciento –79.5%– de los argentinos aprueba la gestión del presidente Alberto Fernández ante la Covid-19. Las cifras respaldan este apoyo: número de casos: 21 mil contagios; número de defunciones: 632; mortalidad por 100 mil habitantes: 1.4; tasa de Letalidad: 3% (Fuente: John Hopkins University).
Por añadidura, y en sintonía con la discusión que en México también se desarrolla, la propuesta presentada por parlamentarios del bloque Frente de Todos –de la coalición peronista– de cobrar un impuesto adicional a las grandes fortunas registra un apoyo del 76.2 por ciento entre los argentinos (teleSUR).
Las encuestas y la discreta pero muy eficiente gestión de Fernández sugieren que el presidente argentino se perfila para asumir el mando político de la región.