Hace unos cuantos abriles, allá por 68, surgió en Uruguay una organización campesina, el Movimiento Nacional de Lucha por la Tierra (MNLT), que tenía como instrumento de concientización para el medio rural un mensuario que salía cuando podía. Se llamaba Tierra y Libertad. Debajo del nombre un subtítulo rezaba: «Tierra para quien la trabaja». ¡La […]
Hace unos cuantos abriles, allá por 68, surgió en Uruguay una organización campesina, el Movimiento Nacional de Lucha por la Tierra (MNLT), que tenía como instrumento de concientización para el medio rural un mensuario que salía cuando podía. Se llamaba Tierra y Libertad.
Debajo del nombre un subtítulo rezaba: «Tierra para quien la trabaja». ¡La consigna zapatista! Circulaba en las zonas cañeras, remolacheras y arroceras del interior del país y en los círculos de obreros y estudiantes urbanos. En los prolegómenos del golpe de Estado de 1973, cuando los militares iniciaban su irresistible ascenso hacia el poder, el ministro de Cultura de la dictadura, Julio María Sanguinetti (luego dos veces presidente de Uruguay) llegó a exhibir en el Parlamento ejemplares de Tierra y Libertad como símbolo de la «subversión».
Y tenía razón: aquel periodiquito que exhibía a la «rosca uruguaya» y desnudaba contubernios entre oligarcas, terratenientes, banqueros y políticos de entonces subvertía la conciencia del peón, del trabajador agrícola, del tambero, de los explotados y oprimidos del campo y de la ciudad.
El MNLT ponía el acento en la estructura de la propiedad agraria, bajo predominio del latifundio, y formaba parte de un puñado de organizaciones políticas, sociales y sindicales que habían crecido al amparo de una nueva forma de hacer política, original, contestataria, revolucionaria. La «corriente combativa», como se la identificó a finales de los años 60, había sido impulsada por un pelotón de los asalariados más explotados del Uruguay: los cortadores de caña de Bella Unión, en el norteño departamento de Artigas. Los peludos, sinónimo coloquial de los cañeros, estaban agrupados en el sindicato UTAA (Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas), liderado por un casi abogado de aspecto desaliñado y parco hablar. Su nombre, Raúl Sendic.
El Bebe Sendic, o Rufo, como se le conocería después, tenía un vicio: olfatear lejos. Le gustaba definir la esencia de los fenómenos y sus causas determinantes; descubrir «las cosas detrás de las cosas». Heterodoxo militante del Partido Socialista, partidario de «un socialismo revolucionario de estirpe libertaria», cometía la irreverencia de anteponer Rosa Luxemburgo a Lenin, y descubrió temprano en el peruano José Carlos Mariátegui los rudimentos de un marxismo latinoamericano, que inevitablemente lo llevaría hasta las fuentes artiguistas de una unidad continental por la suma de ligas federales.
Luxemburgo, Mariátegui, Artigas, era un collage para nada disparatado, que permitía una síntesis adecuada a las condiciones concretas de los escenarios posibles de una revolución y de los papeles protagónicos que deberían asumir, al decir de Artigas, «los pueblos soberanos», «reunidos y armados» en cabildos, de las cuales debían emanar las autoridades delegadas. Antecedente lejano, si lo hay, de los actuales caracoles autonómicos zapatistas de México.
Reacio a las maratónicas discusiones ideológicas de la izquierda, Sendic era un agitador, un luchador social, un político, un dirigente partidario y un organizador sindical. Pero, ante todo, un hombre de acción. Para ciertas cosas, en aquel Uruguay que tenía una cara y una careta, no discutía: hacía.
En los años 50, como litigante se especializó en demandas y defensas laborales y comprobó que en la Suiza de América la democracia terminaba en los ejidos; que la ley cesaba en el portón de los arrozales y de las remolacheras, donde se aplicaba la ley del patrón, inflexible y de mano dura, con el apoyo, siempre, de la policía y el ejército. Fue entonces cuando llegó a la conclusión: se necesitaba modificar el sistema de propiedad y de producción de la tierra por la vía de una reforma agraria radical.
Cuando a comienzos de los 60 llegó a Bella Unión, la última frontera, el lugar más olvidado del Uruguay, Sendic tenía como objetivo organizar a los peludos de Azucarera Artigas y de la American Factory, propiedad de unos gringos corridos de Cuba al triunfo de la revolución. Signo de los tiempos, en agosto de 1961 el Che Guevara había pasado por Montevideo y poco después llegaba Francisco Juliao, dirigente de las «ligas campesinas» en el nordeste brasileño.
Pronto la consigna zapatista de «tierra para quien la trabaja» encontró oídos receptivos en UTAA, sindicato de nuevo tipo que impulsaba la expropiación de latifundios improductivos y ensayaba algunas formas de acción directa, como la «ocupación» de un ingenio a cargo de un tal mister Henry. En 1962, con su paso a la clandestinidad, el seudónimo Bebe dio origen a la leyenda.
Poco después Uruguay cobijaría a la primera marcha cañera, que atravesaría el país y atronaría la capital con su grito de guerra «UTAA, UTAA, por la tierra y con Sendic».
Y allí mismo, en el seno de los peludos, no tardaría en germinar el Movimiento de Liberación Nacional, Tupamaros, guerrilla urbana que aportó algunos elementos originales a la lucha revolucionaria mundial.
Después vinieron las ejecuciones de los escuadrones de la muerte, la represión militar, la tortura como método y aquella frase que dio la vuelta al mundo: «Yo soy Rufo y no me rindo», pronunciada por el jefe tupamaro una madrugada de 1972 antes de caer abatido por un disparo que le destrozó la cara. Sendic y sus compañeros pasaron 13 años en prisión. Igual que en la Alemania nazi, él y ocho más fueron considerados rehenes de la dictadura. Pero no los pudieron quebrar.
En 1985, cuando la movilización popular rescató de las cárceles a los últimos presos de la dictadura, Sendic volvió a su obsesión: la lucha por la tierra. El MLN definió transitar en la legalidad. Aprovechar para crecer en el pueblo, crear empresas cooperativas y ejercer otras formas de poder popular. Vivas las experiencias de Nicaragua y El Salvador, apostaron por crear un Frente Grande que revitalizara al Frente Amplio.
En 1987, en una convención del MLN, Sendic planteó que el método guerrillero seguía siendo válido en la lucha por la liberación de los pueblos: «Que ahora no lo usemos aquí, no quiere decir que no sea válido en otro avance del fascismo».
Un año después, un 28 de abril, lo que no pudieron los milicos lo hizo el mal de Charcot: el Bebe Sendic moría en París víctima de una enfermedad devastadora. El mal le doblegó su cuerpo, pero no su pensamiento. Este miércoles se cumplen 15 años. En Chiapas, estoy seguro, habrá quien lo recuerde. Como en todo México.