En los tiempos que vivimos hablar de derechos humanos ha perdido mucho espacio y sentido en las grandes declaraciones políticas. Es una realidad que evidencia que éstos, en el pasado más reciente, se usaron en demasiadas ocasiones como arma arrojadiza con fines más de contienda político-ideológica que de preocupación verdadera por el ser y estar […]
En los tiempos que vivimos hablar de derechos humanos ha perdido mucho espacio y sentido en las grandes declaraciones políticas. Es una realidad que evidencia que éstos, en el pasado más reciente, se usaron en demasiadas ocasiones como arma arrojadiza con fines más de contienda político-ideológica que de preocupación verdadera por el ser y estar de la humanidad. Así, aun hoy, pese a la escasez de esos discursos, todavía estos derechos son usados con evidentes intencionalidades, cuando menos, muy discutibles. Se echa mano de ellos para condenar al gobierno de Venezuela, pero se olvidan los mismos cuando se habla, por ejemplo, de México (200.000 asesinados, 30.000 desaparecidos y 350.000 desplazados en la última década). Qué decir cuando se da asiento en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU a Arabia Saudí o cuando algunos gobernantes, pese a la constante violación de esos derechos y al financiamiento ideológico y dinerario del yihadismo que hace la monarquía saudí, justifican con no se sabe qué argumentos hacer negocios con ese país, ya sea vendiendo trenes de alta velocidad para el desierto o armamento de todo tipo y condición. El negocio es el negocio y los derechos humanos son otra cosa que no deben mezclarse con los primeros.
Sin embargo, esto no debe hacernos caer en el pesimismo. En su mayoría el reconocimiento y ejercicio de todos los derechos humanos, individuales y colectivos, y para todas las personas y pueblos, debe de seguir siendo una constante en las acciones por construir sociedades realmente más justas y democráticas de hecho. Subrayaremos este último término, de hecho, en complementariedad imprescindible con otro, de palabra, que en demasiadas ocasiones se queda simplemente en eso, en la palabra, en el discurso sin su concreción en obra.
Este mes de septiembre se cumple la primera década de una de las últimas declaraciones internacionales de derechos de las Naciones Unidas. La Asamblea General de este organismo aprobó el 13 de septiembre de 2007 la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. La misma suponía un hito en la lucha de más de 400 millones de personas que, a lo largo del planeta, siguen existiendo y exigiendo que se les reconozca como tales, al tiempo que como pueblos con los mismos derechos que los demás. Desde los procesos coloniales se había intentado eliminar, y así se había hecho en demasiadas ocasiones, a estos pueblos negándoles incluso el derecho a ser considerados personas, en un evidente ejercicio de racismo y xenofobia en sus grados más extremos.
Pero la persistencia del movimiento indígena logró no solo volver a hacer visibles a estos pueblos ante el mundo, sino ir sentando en las mesas de negociación a muchos gobiernos para avanzar en el reconocimiento de sus derechos. A lo largo de las décadas 80 y 90 del siglo pasado se reformaron numerosas constituciones y se aprobaron leyes en múltiples países, especialmente de América Latina, que supusieron ostensibles avances en estos procesos. Incluso llegando a poner sobre la mesa de discusión nuevos conceptos de organización política como es la posibilidad del estado plurinacional en el marco del ejercicio del derecho de autodeterminación, o la filosofía del Buen Vivir como forma de organización del pensamiento, pero también social, política y económica, con especial reflexión sobre la relación con la naturaleza. Pues bien, uno de estos momentos culminantes está precisamente, por su globalidad planetaria, en la aprobación referida en la que la Asamblea General de Naciones Unidas reconocía y establecía el carácter específico de los derechos individuales y colectivos de estos pueblos.
Evidentemente el paso siguiente, una vez conseguido dicho reconocimiento, está en el ejercicio verdadero y con garantías de la totalidad de los derechos, empezando por algunos centrales como es la posibilidad real de ejercer el de autodeterminación y a definir su propio desarrollo como pueblos, evidentemente, ambos en directa relación con el ejercicio de los derechos territoriales. Y este es el gran problema hoy, hasta el punto de que esa visibilidad y supervivencia recuperada vuelve a estar en peligro.
El artículo 23 de la Declaración establece que «los pueblos indígenas tienen derecho a determinar y elaborar prioridades y estrategias para el ejercicio de su derecho al desarrollo». Si entendemos éste último término como un todo que contiene la posibilidad de definir los caminos y formas de caminar por parte de estos pueblos, su ejercicio se convierte en elemento irrenunciable para poder seguir existiendo y siendo lo que ellos mismos definan y quieran. Porque además, el artículo 26 establece que «los pueblos indígenas tienen derecho a las tierras, territorios y recursos que tradicionalmente han poseído, ocupado o de otra forma utilizado o adquirido», con el añadido de que «los Estados asegurarán el reconocimiento y protección jurídicos de esas tierras, territorios y recursos. Dicho reconocimiento respetará debidamente las costumbres, las tradiciones y los sistemas de tenencia de la tierra de los pueblos indígenas de que se trate». Poco más habría por añadir ante la claridad de este artículado.
Sin embargo, en el sistema neoliberal hoy impuesto estos derechos son permanentemente violados por agentes tales como las empresas, ya sean éstas nacionales o transnacionales, con la aquiescencia de los estados que, en la inmensa mayoría de los casos, prefieren proteger los «derechos» de las élites económicas en vez de los de estos pueblos. Así se ha denunciado en muchas ocasiones a lo largo de esta última década, y así hoy se sigue haciendo por parte de las organizaciones indígenas; estos pueblos soportan las mayores violaciones sobre sus tierras y territorios por parte de empresas cuyo único objetivo es la explotación salvaje de los recursos naturales para la obtención del máximo de beneficios económicos.
Un repaso por diversos paises, solo en el continente americano, permite entender perfectamente la realidad de la afirmación anterior. En los últimos tiempos del gobierno de Obama y los más recientes de D. Trump saltó a los medios de comunicación la protesta de los pueblos sioux (dakotas) ante la construcción de un enorme oleoducto en sus tierras y el alto impacto medioambiental que éste podría suponer. En Guatemala, el país «se vende barato» a transnacionales mineras o hidroeléctricas, irrespetando el reconocido derecho a la consulta previa, libre e informada que tienen los pueblos indígenas que día a día se posicionan contra estas violaciones territoriales. Honduras ocupó cierto espacio en la prensa tras el asesinato de la dirigente lenca Bertha Cáceres por la defensa de este pueblo del río que le da la vida; pero en este país es continuo el asesinato de líderes indígenas que luchan por esto mismo. La firma de acuerdos de paz en Colombia, a pesar de los grandes beneficios que éstos suponen para el país, ha traído consigo un aumento de las muertes de líderes sociales e indígenas en todo el territorio, tras los que se esconden interés del paramilitarismo en abierta confluencia con los de oligarquías y trasnacionales por explotar los recursos naturales que ahora, con el fin de la guerra, quedan abiertos a una carrera sin freno. En un salto al sur del continente, en estas semanas, se protesta en Argentina por la desaparición (1 de agosto) del joven Santiago Maldonado, quien participaba en actos del pueblo mapuche en la Patagonia en defensa de sus tierras y derechos. Argentina rememora así una de las páginas más negras de su historia, como fue la última dictadura y los miles de desaparecidos; el pueblo mapuche rememora el permanente expolio de los últimos 150 años sobre su territorio, hoy de la mano de empresas internacionales, como Chevron o Benetton que posee, ésta última, casi un millón de hectáreas en este extremo del mundo.
Por todo esto en América Latina y por mucho más en ese mismo continente y lo invisibilizado en los demás (África, Asia…), cuando se cumple la primera década de la aprobación por las Naciones Unidas de la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas, el grito de éstos es claro. El reconocimiento de derechos debe ir acompañado de su ejercicio porque, por ejemplo, sin territorio no hay derechos, hay empobrecimiento y aculturación que les aboca a la desaparición, no hay autodeterminación posible y desarrollo propio, en suma, sin territorio no hay vida. Y esto es algo sencillo de entender porque a todos los pueblos nos pasa lo mismo y así lo sentimos.
Jesus González Pazos, Miembro de Mugarik Gabe.
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