En junio de 2010, un día soleado en Estocolmo, me contactó la artista y documentalista Karen Michelsen, luego de haber leído mi cuento «En el país de las maravillas» en la antología «Vivir en otra lengua», de Esther Andradi, quien tuvo la gentileza de proporcionarle mi correo electrónico. La razón era simple: invitarme a participar […]
En junio de 2010, un día soleado en Estocolmo, me contactó la artista y documentalista Karen Michelsen, luego de haber leído mi cuento «En el país de las maravillas» en la antología «Vivir en otra lengua», de Esther Andradi, quien tuvo la gentileza de proporcionarle mi correo electrónico. La razón era simple: invitarme a participar en el proyecto «Entfesselte Worte» (Palabras Desencadenadas), cuyo principal objetivo era llevar a cabo un ciclo de conferencias sobre la literatura escrita en prisión. Me especificó que todo el proyecto estaba bajo la responsabilidad de MEMOS, una organización ideal con sede en Berlín, que asumió la difícil tarea de rescatar la memoria histórica en torno a las crisis y los conflictos en el mundo.
Me llamó la atención el nombre de la organización y quise saber algo más sobre sus actividades desde el día de su fundación. Así que busqué más información en Internet y, para mi grato asombro, me encontré con una página Web en alemán. En el portal se lee: «Verein für Erinnerugskultur zu Krisen und Konflikten» (Asociación para la Cultura de la Memoria, Crisis y Conflictos). Seguidamente se informa que MEMOS es un foro para conservar la memoria histórica y cultural de quienes han sufrido la violencia bajo regímenes totalitarios en los distintos países, incluido Alemania, donde viven personas con una experiencia marcada por la presecución, la tortura y los conflictos armados. Se aclara, con absoluta razón, que estos testimonios no sólo forman parte de una biografía personal, sino que también son importantes documentos históricos, que deben ser registrados y archivados para la posteridad.
La misión de MEMOS es crear un archivo, muy parecido a los que se tiene sobre el holocausto del nazismo, con el fin de darlo a conocer a un público mayor a través de actividades concretas, como son las conferencias, exposiciones, lecturas y talleres, con la participación de personalidades del ámbito científico, literario, artístico y periodístico, sin otro afán que motivar un debate necesario, abierto y dinámico sobre la memoria histórica y cultural de los pueblos.
La asociación MEMOS, que actualmente redobla esfuerzos por establecer una red nacional e internacional que articule a personas y organizaciones comprometidas con la defensa de los Derechos Humanos, está compuesta por la antropóloga y documentalista Judith Albrecht, quien es la directora y promotora de este valioso proyecto; la antropóloga Anne Wermbter, experta en conflictos bélicos y desastres naturales; la politóloga y periodista Sabine Rietz, quien trabajó durante años con la situación de los inmigrantes y refugiados en Alemania. Se trata, sin lugar a dudas, de un grupo de activistas capaces de documentar los recuerdos y testimonios de las personas cuya dignidad fue vulnerada por los sistemas de poder.
La conferencia
En la conferencia, programada para el sábado 27 de noviembre por la noche, hablé de mi experiencia de antes, durante y después de la cárcel, sin dejar de mencionar que yo, sin saberlo hasta diciembre de 1992, fui una víctima más de los sistemas de torturas que aplicaron las dictaduras militares durante la tristemente célebre «Operación Cóndor»; esa enorme maquinaria del terror institucionalizado de la que me enteré en Suecia, quince años después de haber salido al exilio.
La conferencia, que se inició con la exhibición de un vídeo/entrevista, de diez minutos de duración y con subtítulos en alemán, contó con la presencia del Embajador de Bolivia y de personas interesadas en la memoria histórica de América Latina. Leonor Abujatum, a manera de introducción, disertó sobre la importancia de mi obra en el contexto de la literatura boliviana contemporánea, haciendo énfasis en los relatos que abordan el tema de la represión política durante la dictadura militar. Seguidamente, leí tres textos de mi libro «Cuentos violentos», que fueron traducidos al alemán por Claudia Wente y leídos por el actor Tim Knapper. Al final de la conferencia pasé a contestar las preguntas de los presentes, quienes tenían interés en tratar temas concernientes a la política, la literatura y los actuales retos del gobierno boliviano.
La Operación Cóndor
La «Operación Cóndor» o «Plan Cóndor», que se constituyó en una organización clandestina internacional para la práctica del terrorismo de Estado, fue establecido el 25 de noviembre de 1975 en una reunión realizada en Santiago de Chile entre Manuel Contreras, jefe de la DINA (policía secreta chilena), y los líderes de los servicios de inteligencia militar de Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay.
La «Operación Cóndor», cuyo plan siniestro consistía en instrumentar apresamientos, asesinatos y desapariciones forzadas de decenas de miles de opositores políticos, fue posible debido a una red de dictaduras establecidas en el Cono Sur. El general Alfredo Stroessner llevaba ya una década en el poder en Paraguay -desde 1954- cuando los militares brasileños derrocaron al gobierno democrático y popular de João Goulart, en 1964.
En Bolivia, después de una serie de golpes de Estado, se instaló en el Palacio Quemado una Junta Militar al mando del general Hugo Banzer Suárez, que dejó un reguero de muertos y heridos desde agosto de 1971. Durante su gobierno se inició el boom del narcotráfico, que se prolongó hasta la década de los ’80, y se perpetró el asesinato de tres militares cuya imagen y popularidad se convirtió en un peligro dentro de las Fuerzas Armadas: Andrés Selich, Joaquín Zenteno Anaya y Juan José Torres. Más todavía, la osadía de Banzer, en plena «Guerra Fría», le impulsó a declarar: «Mientras en Europa se peleaba con la diplomacia, en Latinoamérica nosotros poníamos los muertos».
El 11 de septiembre de 1973, el general Augusto Pinochet, con el apoyo y las instrucciones de la CIA, terminó con el experimento socialista de un gobierno elegido democráticamente, derrocando al presidente Salvador Allende, quien se suicidó en la Casa de la Moneda sitiada por disparos y bombardeos. Ese mismo año, coincidiendo con el plan general de ajustar el Cono Sur, donde crecían movimientos populares de envergadura, Juan María Bordaberry posesionó a una dictadura cívico-militar que, entre 1973 y 1985, asesinó, torturó, encarceló, secuestró y desapareció a los activistas de izquierda, bajo el argumento de lucha contra la «subversión».
El 24 de marzo de 1976, una Junta Militar, presidida por el general Jorge Rafael Videla, asaltó el poder en Argentina, país en el cual había comenzado a actuar la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) desde el 21 de noviembre de 1973, cuando Juan Domingo Perón todavía era presidente. La Triple A actuó, en una coordinación criminal, con la dictadura de Pinochet. Esto surgirá en las investigaciones sobre la «Operación Colombo», un modelo de guerra sucia que actuó impunemente en 1975.
La DINA chilena y la SIDE argentina, a patir de 1976, fueron la vanguardia del «Plan Cóndor». De ahí que durante el llamado «Proceso de Reorganización Nacional», en Argentina, no sólo se torturaron y asesinaron a los prisioneros, sino que también se conoció casos de «tráfico de bebés», que eran los hijos de las prisioneras que dieron a luz en las mazmorras de la dictadura y que, una vez arracandos de los brazos de sus madres y suprimida su identidad, fueron entregados en adopción a oficiales o personas afines a la dictadura militar. La mayoría de estos «hijos de desaparecidos» aún tienen un paradero desconocido, a pesar de los esfuerzos desplegados por las «Abuelas de Plaza de Mayo», quienes durante años lucharon por identificarlos y devolverlos al seno de sus verdaderas familias.
A estas alturas de la historia, para nadie es desconocido que los «vuelos de la muerte», que fueron también utilizados durante la Guerra de Independencia en Argelia (1954-1962) por las fuerzas francesas, se aplicaron impunemente en Argentina, a fin de que los cadáveres, y por lo tanto las pruebas, desaparecieran sin dejar rastro alguno. Según confesiones de Rodolfo Scilingo, ex oficial de marina, se sabe cómo se llevó a la muerte a personas con vida, lanzándolas desde un avión al Río de la Plata. No importaba mucho si los prisioneros estaban conscientes o sedados. Lo importante era deshacerse de ellos a como de lugar. En los «vuelos de la muerte» fueron eleminados alrededor de 2.000 detenidos políticos.
La «Operación Cóndor», además de las torturas y asesinatos, se ocupó de la captura y entrega de personas consideradas «sediciosas» o «subversivas» por los distintos regímenes dictatoriales. Es decir, los aparatos de represión no sólo intercambiaron información por encima de las fronteras nacionales, sino que también intercambiaron prisioneros. No en vano un documento desclasificado de la CIA, con fecha 23 de junio de 1976, explica que ya «a principios de 1974, oficiales de seguridad de Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay y Bolivia se reunieron en Buenos Aires para preparar acciones coordinadas en contra de blancos subversivos». En el acta de clausura de la reunión Interamericana de Inteligencia Nacional, se apuntó, entre otros, «Iniciar contactos bilaterales o multilaterales, proporcionar antecedentes de personas y organizaciones conectadas con la subversión y establecer un directorio completo con los nombres y las direcciones de aquellas personas que trabajen en Inteligencia para solicitar directamente los antecedentes de personas y organizaciones conectadas directa o indirectamente con el Marxismo…».
Los Archivos del Terror
La «Operación Cóndor», que estaba en pleno apogeo entre 1975 y 1982, utilizó la tortura como el arma principal de lucha contra la «subversión» en el concepto de la guerra sucia. Por lo tanto, los prisioneros, considerados «peligrosos» para el orden y la ideología instaurados por las dictaduras militares, fueron sometidos a interrogatorios con apremios psico-físicos.
En el libro «Nunca Más», informe e investigación que fue presidido por el escritor Ernesto Sábato, no sólo se echa luces sobre las desapariciones, secuestros y torturas, sino además se relata que los instrumentos, métodos y grado de crueldad de los tormentos, excede la comprensión de una persona normal: «simulacros de fusilamiento», «el submarino», estiletes, pinzas, drogas, «el cubo» (inmersión prolongada de los pies en agua fría/caliente), «la picana eléctrica», quemaduras, suspensión de barras o del techo, fracturas de huesos, cadenazos, latigazos, sal sobre las heridas, supresión de comida y agua, ataque con perros, rotura de órganos internos, empalamiento, castraciones, presenciar la tortura de familiares, mantener las heridas abiertas, permitir las infecciones masivas, cosido de la boca… El sadismo de los torturadores es un dato común. Todos los detenidos/desaparecidos eran torturados: hombres, mujeres, ancianos, ancianas, adolescentes, discapacitados, mujeres embarazadas y niños (hay varios casos de niños menores de 12 años torturados frente a sus padres). En el caso de las mujeres, se combinaba la violación con la tortura.
En la Escuela de las Américas, situada desde 1946 a 1984 en Panamá, se adiestró a centenares de oficiales en «acciones preventivas» (métodos de tortura) y asesinato, con el fin de sembrar el pánico y el terror entre los activistas de la izquierda latinoamericana. Según algunas investigaciones, se deduce que la división de servicios técnicos de la CIA suministró equipos de tortura y ofreció asesoramiento sobre el grado de shock que el cuerpo humano puede resistir. De ahí que los métodos de tortura fueron similares en todos los países del Cono Sur, donde las fuerzas policiales fueron puestas bajo la autoridad del Ejército, y en particular de los paracaidistas, quienes generalizaron las sesiones de interrogatorio, la utilización sistemática de la tortura y las desapariciones.
Las víctimas de la «Operación Cóndor» se cuentan por millares en América Latina. En Uruguay, en tiempos de la dictadura, había un preso por cada 500 habitantes, en Paraguay se echaba en prisión al primero que opinaba en contra del régimen de Stroessner, en Chile la palabra «tortura» pasó a formar parte del lenguaje coloquial durante el régimen de Pinochet, y en Argentina, donde desaparecieron miles de presos en las mazmorras, todos los sectores de la sociedad resultaron afectados por la brutalidad de los aparatos represivos que pretendían combatir la «subversión» por medio de la tortura y el terror institucionalizado.
Todos estos actos, calificados de lesa humanidad, no fueron públicamente conocidos hasta el 22 de diciembre de 1992, en que un volumen importante de información sobre la «Operación Cóndor» salió a la luz cuando el juez José Fernández y el abogado Martín Almada, profesor y ex preso político paraguayo, descubrieron en la antigua comisaría de un suburbio de Asunción, concretamente en Lambaré, los archivos secretos del «Plan Cóndor», que pasaron a ser conocidos como los «Archivos del Terror». Se trata de toneladas de papel que revelan la entretela de la mayor organización represiva del Cono Sur, incluyendo su lenguaje cifrado y codificado. En estos archivos están registrados, de manera detallada, 30.000 desaparecidos, 50.000 asesinados y casi medio millón de encarcelados por los servicios de seguridad en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay. Y todo esto sin contar a quienes fueron torturados, asesinados y desaparecidos antes y después de la «Operación Cóndor» .
Un testimonio personal
Todo comenzó a mediados de 1976, el día que me detuvieron los agentes del Ministerio del Interior en la ciudad de Oruro, donde estaba clandestino junto a un grupo de dirigentes mineros de Siglo XX y Llallagua, poblaciones ubicadas al norte del departamento de Potosí.
Me torturaron varios días y varias noches. Fui sometido a casi todos los métodos de suplicio que, en los años ’70 y ’80, utilizaron las dictaduras militares latinoamericanas en su denominada «lucha contra la subversión comunista» .
Los mismos métodos se aplicaron en otros países: la represión sistemática, las amenazas y las torturas, que tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida y llevar el martirio al límite de la pesadilla. En este contexto, los latinoamericanos fuimos perseguidos y torturados por el simple «delito» de haber simpatizado con las ideas libertarias y habernos opuesto a la brutalidad de los regímenes totalitarios.
Durante las sesiones de tortura, me desnudaron completamente y me encapucharon para que no viera ni reconociera a mis torturadores. Me hicieron «la percha del loro», amarrándome con una cuerda los pies y las manos en una barra colocada de manera horizontal, probablemente, sobre el respaldo de dos sillas, y, mientras me interrogaban entre gritos e improperios, me golpeaban por todas partes.
Después me hicieron «el submarino», que consiste en sumergir al preso, encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente o turril de aguas servidas a manera de intimidarlo y provocarle náuseas. Algunas veces, me sujetaron de pies y manos en una silla o en un somier, donde, luego de echarme agua fría, me aplicaron «la picana eléctrica» o «maquinita de picar carne humana» en las zonas más sensibles del cuerpo, como ser la lengua, las orejas, los testículos y el ano. «La maquinita de picar carne humana» es un magneto que da golpes de corriente o descargas sostenidas en contacto con el cuerpo. Y, claro está, mientras me torturaban una y otra vez, subían el volumen de una radio para que no se oyeran mis gritos de dolor.
Me dejaron con el rostro y el cuerpo lleno de hematomas y contusiones, tras haberme propinado patadas y puñetes, y haberme golpeado con la culata de un fusil y otros objetos contundentes. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, es ejecutada por individuos que asumen la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran una bestia o un asesino potencial.
Las torturas comenzaron en el Departamento de Orden Político de la ciudad de Oruro, prosiguieron en los sótanos del Ministerio del Interior y culminaron en el Departamento de Orden Político de la ciudad de La Paz.
Concluidas las torturas y los interrogatorios, me encarcelaron en el Panóptico Nacional de San Pedro y en otras prisiones de alta seguridad, hasta que Amnistía Internacional, que hizo una campaña a mi favor y me adoptó como a uno de sus presos de conciencia, me ofreció asilo político en Suecia. Así llegué a Estocolmo, directamente de la cárcel en 1977.
Por todo lo relatado, es justo que me considere una víctimas más del terrorismo de Estado que las dictaduras militares aplicaron sistemáticamente contra sus opositores políticos.
Los métodos de tortura, que iban desde el «simulacro de fusilamiento» hasta el maltrato físico, tenían la intención de doblegar la voluntad más firme del prisionero. Sólo quien haya sufrido el tormento en carne propia, con métodos y utensilios diversos, sabe que este acto inhumano y despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido.
Por fortuna, quienes sobrevivimos a las mazmorras de las dictaduras, hemos denunciado las atrocidades que nos tocó vivir en carne propia, con la única intención de dejar un testimonio vivo a las generaciones del presente y del futuro, que deben aprender a decir: Nunca más a las dictaduras ni a las torturas.
El tema de la tortura, en tiempos en que el clamor popular pide que los ex dictadores sudamericanos sean juzgados por sus delitos de lesa humanidad, vuelve a ser un punto de apoyo para no olvidar el pasado ni repetir la historia. Por eso mismo, todos los testimonios, y en todas las manifestaciones del arte, son necesarios para esclarecer uno de los acontecimientos más sombríos de la historia contemporánea.
Yo escribí un libro de cuentos que revela los crímenes cometidos por el régimen dictatorial de Hugo Banzer Suárez. El libro, publicado en 1991, con el título de «Cuentos violentos» , describe en sus páginas, impregnadas de realismo descarnado y hechos insólitos, los sótanos dantescos de las cámaras de tortura a partir de una experiencia personal y colectiva, con la única preocupación de rescatar la voz anónima de las víctimas y dejar un testimonio vivo de la flagrante violación a los Derechos Humanos.
«Cuentos violentos», a dos décadas de su publicación, cuenta con lectores en diversos países y forma parte de esas obras que perpetúan la memoria histórica. Varios de los cuentos, de un modo implícito o explíco, denuncian los atropellos a la dignidad humana, que las dictaduras cometieron antes, durante y después de que se firmara el documento de fundación del «Plan Cóndor»; más todavía, aun siendo un trabajo de carácter literario, donde se ensamblan los elementos de la realidad y la ficción, aporta datos para seguir el juicio contra los responsables de los crímenes, con la esperanza de que no queden impunes ni se olvide la memoria de las víctimas del terrorismo de Estado.
En «Cuentos violentos», aparte de reflejar la tragedia de un país asolado por una dictadura, he logrado escribir la experiencia vivida y sufrida por un grupo de luchadores sociales, sin otro afán que el de recuperar los eslabones perdidos de la memoria. No en vano estos cuentos, tras una apariencia de literarura de ficción, hoy constituyen un testimonio valioso y una clara denuncia de la represión política que los sistemas de poder institucionalizaron en el Cono Sur de América Latina.
En síntesis, cumpliendo mi deber de creador y comunicador social, debo manifestar que he logrado forjar, sin más recurso que la memoria honesta y modesta, una literatura de conciencia crítica, desde el «Tablero de la muerte», que recrea la captura y muerte del Inca Atahuallpa, hasta «Días y noches de angustia» que, además de desvelar las atrocidades cometidas por la dictadura militar, obtuvo el Primer Premio Nacional de Cuento en la Universidad Técnica de Oruro, en 1984, seguido por la crítica especializada, que no dudó en señalar que con «Cuentos violentos» se establece el tema de la tortura en la literatura boliviana del siglo XX.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.