En general, se reconocen cuatro revoluciones industriales (RI): la primera, a mediados del siglo XVIII (Inglaterra), con la que se inició el régimen capitalista, se basó en la máquina de vapor, aplicada especialmente a la producción textil, la minería, el transporte (ferrocarriles y vapores) y en parte la agricultura; la segunda, a fines del siglo XIX y comienzos del XX (EEUU y Europa), asociada al desarrollo del imperialismo, se basó en la electricidad y los derivados del petróleo, trasformó no solo las fábricas, sino toda la vida social, particularmente con automóviles, aviones, electrodomésticos, teléfonos, radio, periódicos impresos en rotativas y más tarde televisión; la tercera (sobre todo EEUU), a mediados del siglo XX, nacida de la energía atómica y la extensión de la electrónica y la informática, igualmente alteró las sociedades mundiales y repercutió sobre amplias esferas del trabajo y de la vida cotidiana, especialmente con la difusión de los computadores. La cuarta (nuevamente los EEUU a la cabeza) es reciente, vinculada al avance del siglo XXI y basada en una gama de desarrollos de la inteligencia artificial (AI), el internet de las cosas (IoT), robótica, realidad aumentada y virtual, “Big Data”, “fábricas inteligentes”, impresiones 3D y 4D, nanotecnología, biogenética.
Por su condición de región subordinada al desarrollo del capitalismo mundial y, además, porque las estructuras internas permanecieron como “pre-capitalistas” hasta bien entrado el siglo XX, caracterizándose permanentemente como zona primario-exportadora, América Latina no generó ninguna revolución industrial, de manera que lo que hizo es aprovechar de los avances originados en los países centrales para traerlos, aplicarlos y adaptarlos al desarrollo de su industria y sus tecnologías. Con distintos ritmos, países como Argentina, Brasil o México, ya iniciaron su industrialización desde fines del siglo XIX, mientras los más “atrasados” (Bolivia, Ecuador, otros centroamericanos) apenas tenían unas contadas industrias hasta inicios de la década de 1960, cuando todavía predominaban las haciendas, los latifundios o las plantaciones basadas en relaciones de servidumbre y no en el trabajo asalariado típicamente capitalista. La región ha logrado asimilar las tecnologías de la 3-RI y de la 4-RI en los tiempos actuales, pero en forma contradictoria, pues la modernización solo ha operado en sectores limitados, ha provocado mayores diferencias productivas y ha agudizado diferencias sociales y laborales, porque lo común en América Latina es la existencia de reducidos sectores propiamente proletarios (obreros fabriles), diversificados trabajadores en el sector de servicios (comercio, bancos, infraestructuras, educación, salud, seguridad, profesionales), numerosos “informales” y subocupados, junto con amplios sectores de desocupados.
En el marco de ese panorama general, las organizaciones obreras o de trabajadores, nacieron y se fortalecieron en asocio a las demandas tradicionales generadas por los avances de la 1-RI y de la 2-RI en los distintos países. Conquistar una legislación laboral favorable fue el espacio de su actuación y de sus luchas. De modo que gracias al sindicalismo y a las organizaciones tradicionales de los trabajadores fue posible conquistar códigos del trabajo, que garanticen el principio pro-operario, así como los derechos a la jornada máxima, salario mínimo, contrato individual y colectivo, seguridad social, indemnizaciones, sindicalización, huelgas y garantías específicas para las mujeres trabajadoras. Pero se han quedado cortas las reivindicaciones, demandas y luchas por nuevos derechos laborales, que exigen los procesos de expansión y asimilación de la 3-RI y de la 4-RI. Además, la pandemia del Covid-19 potenció, en forma rápida, los productos de la 4-RI, obligando al nacimiento de formas de trabajo inéditas: teletrabajo o Smart-working, provisión de bienes y servicios a domicilio (“uberización”), labores semi presenciales, tele-oficinas, horarios variados y flexibles, jornadas intermitentes o parciales. Hasta se ha creado un lenguaje económico y social que trata de conceptualizar las nuevas situaciones, a menudo en forma engañosa: Plattform Capitalism, Gig Economy, Economy on Demand, Intelligent Manufacturing System, Ciberusina, Smart-Cities, Cebots, Machine Learning…
La mayoría de países latinoamericanos están lejos de llegar a los niveles del espectacular desarrollo de la 4-RI que demuestran empresas como Google, Amazon, Uber o Apple, pioneras en el mundo. La región carece de capas empresariales o de líderes innovadores capaces de lograr revoluciones semejantes. Simplemente asumen tecnologías extranjeras o desarrollan aplicaciones a las que bautizan como “innovaciones”. Pero, además, en la región las dirigencias y organizaciones de trabajadores tampoco se han mostrado ágiles para las nuevas conquistas de derechos ante el avance bien sea limitado o bien sea amplio, de las nuevas cyber-tecnologías, del “capitalismo inteligente”. No hay idea sobre los trabajos del “futuro” (como White-hackers, Growth-hackers, expertos en IA o también en IoT, desarrolladores de sistemas, diseñadores robóticos, etc.). En América Latina, en medio de la pandemia del Coronavirus, se afirmaron sectores empresariales que están aprovechándose del trabajo a casa sin límites horarios y en cualquier momento, lo que merece demandar el derecho a la desconexión, que en Europa ya se implementa. Informes, como el del Banco Mundial en 2016 (https://bit.ly/35TFidG) calculan que la 4-RI desplazará a cientos de miles de trabajadores, reemplazados por robots, máquinas inteligentes y drones. Por eso, igualmente en Europa se discute y se avanza en el derecho a una renta básica universal, apenas pensada en reducidos círculos intelectuales de América Latina.
Mientras los capitalistas de la nueva era hablan de “jornada emocional” y de “salarios emocionales”, particularmente atribuibles a los jóvenes, que supuestamente no desean ni jornadas fijas, ni salarios obligados, los gobiernos conservadores, empresariales y neoliberales quieren ajustar los códigos del trabajo ya existentes a las nuevas realidades, pero arrasando con los derechos históricos conquistados por décadas de movilización social. De modo que las organizaciones de trabajadores se ven en la obligación de defender los derechos logrados, pero también están forzadas a entender las nuevas dinamias del trabajo y, por tanto, a generar las nuevas garantías y derechos para esos nuevos trabajos.
Los trabajadores “uberizados”, los trabajadores “emocionales” (también se los llama “knowmads” o knowledge nomads), no tienen seguridad social, por lo que se acentúa el derecho a la seguridad social universal pública; los trabajadores ya no se concentran en grandes fábricas, como para afirmar las luchas colectivas en sindicatos, porque se extiende el trabajo individualizado y autónomo, sin salarios mínimos ni jornadas máximas. Con mayor razón, es necesario crear más garantías para estos trabajadores, utilizados por capitalistas que ya no asumen riesgos laborales propios, sino que contratan “servicios” por horas, tareas u objetivos predeterminados. Su rentabilidad se ha vuelto más “fácil” y se multiplica.
Como nunca antes, las condiciones contemporáneas creadas por las revoluciones industriales del siglo XX y particularmente la 4-RI, imponen una triple necesidad histórica: uno, Estados fuertes, capaces de garantizar los derechos individuales, laborales, colectivos, ambientales y creen la renta básica universal; dos, urgente redistribución de la riqueza, a fin de que ella no se siga concentrando en unas elites capitalistas que ahora superexplotan a “trabajadores emocionales”, al mismo tiempo que se liberan de responsabilidades frente a jornadas, salarios y seguridad social ultraflexibles; tres, fuertes impuestos a las capas ricas, un asunto que han comenzado a ver los EEUU y Europa, que ahora se deciden a incrementar impuestos a las grandes corporaciones y se fijan en los paraísos fiscales, donde se evaden impuestos.
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