Dos acontecimientos del irresuelto drama uruguayo de la violación de derechos humanos volvieron a conmover esta semana a sectores importantes la sociedad. La detención y simultáneo suicidio del general torturador Barneix y la negativa del ex tupamaro Amodio Pérez a denunciar a los torturadores con quienes negoció su libertad y la de su pareja a […]
Dos acontecimientos del irresuelto drama uruguayo de la violación de derechos humanos volvieron a conmover esta semana a sectores importantes la sociedad. La detención y simultáneo suicidio del general torturador Barneix y la negativa del ex tupamaro Amodio Pérez a denunciar a los torturadores con quienes negoció su libertad y la de su pareja a cambio de colaboración, a principios de los ´70. En el primer caso hay un aditamento de reciente incorporación al catálogo uruguayo de monstruosidades: la violación sexual. Aunque esperable, durante décadas la descripción de los tormentos giró en torno a picanas, submarinos y otros muchos instrumentos aberrantes de suplicio. Pero se habían silenciado la subjetividad y los instintos del torturador.
Quizás por extremo pudor de las víctimas, tal vez por el carácter conservador de la cultura erótica uruguaya que no parece resquebrajarse ni aún en las izquierdas de nuestros días, recién en octubre de 2011, 28 mujeres tuvieron la valentía de denunciar judicialmente violencia y abuso sexual por parte de los militares que las secuestraron durante la dictadura. Beatriz Benzzano, ex militante del MLN, quien fue detenida en el ´72 y estuvo presa en la cárcel de Punta de Rieles por 4 años, resumió la voz de todas señalando que acusaban «desde el comandante hasta el último alférez, porque todos eran cómplices, todos sabían lo que se hacía en los cuarteles». Los militares se amparan en la prescripción de los delitos. Sin embargo, en el caso de Barneix y otros procesados por el asesinato de Perrini, la Suprema Corte de Justicia dictaminó que tales delitos resultan imprescriptibles por ser de lesa humanidad. Aunque el general suicidado no haya sido imputado directamente de violación sexual sino de matar en la tortura a un preso que, indefenso, intentaba evitar la violación de reclusas.
La víctima era un simple comerciante, dueño de una heladería de la pequeña ciudad de Carmelo, que no tenía militancia ni organicidad con grupo político alguno sino sólo simpatía electoral por el Frente Amplio (FA). «Chiquito» Perrini fue secuestrado en su heladería el caluroso febrero del ´74 y llevado a un Batallón en Colonia. Junto con el resto de los detenidos, pasó varios días encapuchado de plantón. Mientras los hombres eran golpeados, las mujeres eran sometidas a humillaciones tales como manosear sus genitales, apretarles los pezones y finalmente violarlas, según reconocen unánimemente todas las testigos. Testimonios de otros detenidos e incluso de soldados referían a que «Chiquito» pretendía detener los abusos insultando a sus captores al grito de «cobardes». Este elemental espejo en el que reflejó con la fuerza de una sola palabra la figura de los captores, le valió el máximo ensañamiento en una sesión de tortura que lo dejó al borde de la muerte, donde falleció en una ambulancia camino al hospital militar.
Barneix pudo vivir más de cuatro décadas con este crimen en su conciencia mientras se mantuvo secreto e impune. Hasta integró junto al general Carlos Diaz una comisión interna del Ejército que trabajó en una investigación sobre desaparecidos, durante la primera presidencia de Tabaré Vázquez, lo que demuestra que la conservadora y absurdamente errática política de defensa no es sólo de los últimos años. Probablemente se sintiera sólidamente parado y hasta honorablemente reconocido. Bastó con que algunas pequeñas gotas jurídicas cayeran sobre su suelo para convertirlo en barro, bajo el que ahora yace.
¿Pero puede sorprender acaso que rústicos machos formados en una institución de reclusión masculina cuasi monástica, carente de contacto con las más elementales instituciones de la sociedad como el liceo y la universidad, repriman su boba mecanización masturbatoria multiplicada por la sádica excitación de un poder omnímodo ante mujeres inermes? ¿Cómo una institución devota de la fuerza, exclamadora de axiomas y engoladas consignas conservadoras y abstractas, defensora del patriarcado y vaya a saber de qué otros estatus quos que cree divinos, va a desaprovechar la exaltación de sus miserias más íntimas? Más aún si cree gozar de impunidad para ello y entre sus miembros no hay condena moral alguna sino celebración del acto violatorio. Esta institución violadora, forma a sus integrantes en un marco opresor que a la vez opera como proyecto latente de transgresión mediante una miseria sexual doblemente cosificada: entre la madre, esposa entregada al destino biológico de la reproducción y la servidumbre, y la puta, destinataria deshumanizada de sus mecanizaciones. En un contexto de anomia y poder absoluto como un estado terrorista, esta concepción se traslada hasta el límite de la disposición de la vida misma de las víctimas. Sus violaciones no eran sino rutinas fisiológicas genitales, descargas eyaculatorias sobre un mero objeto interpuesto, totalmente deshumanizado. La fantasía infantil de «acostarse con todas» con potencia viril siempre cumplida, tal vez los tranquilice, ayudando a lograr su deserotización plena. Por supuesto hubo excepciones dignas, pero no lograron modificar el carácter de la institución. Al punto que Barneix fue despedido anteayer con los máximos honores militares.
La impunidad sigue siendo el suelo sobre el que da sus pasos la política, consagrando la más elemental forma de la desigualdad: la jurídica. Sin el principio ciudadano de igualdad ante la ley, es casi imposible plantearse reducciones siquiera de otras tantas inequidades. Si bien cada minuto de la historia va calcificando este contaminado limo político por el que se transita, la filtración de pequeñas gotas de información o denuncia, dopada con algún condimento de dignidad judicial, contribuye a atenuar su asentamiento y fraguado definitivo.
El caso de Amodio Pérez podría parecer jurídicamente disímil si no fuera por el hecho de que una de las causas que se le instruyen a través de la fiscal Stella Llorente, se despliega en el marco del expediente de denuncia de violación de las 28 mujeres al que aludí líneas arriba. En ella se encuentra procesado desde hace un año el militar Lucero. La jueza Julia Starico es la misma en ambas causas. Amodio es acusado por la casi totalidad de los tupamaros de haber participado de patrullajes en los que iba señalando a sus compañeros para su captura o fusilamiento. Pero la traición no está tipificada como delito, además de que niega estas acusaciones. Sin embargo, pueden involucrarlo en la causa denuncias de participación en sesiones de tortura o la prueba de la propia participación fáctica en los secuestros en su rol de delator. Su situación jurídica se complica aún más por el hecho de haber ingresado con un pasaporte válido pero correspondiente a una falsa identidad uruguaya otorgada por la dictadura, sumando el mismo problema para con el estado español emisor del documento.
Amodio volvió al Uruguay por unas horas para presentar un libro editado por el sello del diario «El País», vocero de la dictadura, en el que pretende desmentir la historia oficial del movimiento tupamaro que atribuye al actual Ministro de Defensa Fernández Huidobro. También intenta despojarse de las acusaciones de traidor y colaborador con la dictadura atribuyéndole ese rol al ministro mismo, para lo cual debería explicar por qué fue él y su compañera los que lograron salir al exilio con documentación falsa provista por los militares mientras Huidobro fue rehén durante 13 años, aislado en un pozo. Para ello Amodio concedió reportajes a diversos medios y exigió esta semana tener un debate televisivo con el ex director de este diario, Federico Fasano, a propósito de un libro que le solicitó sin éxito escribir 43 años atrás desde una excepcionalmente confortable prisión/despacho en un cuartel. En ningún caso logró su objetivo. En su intervención televisiva, Fasano lo demolió con argumentos y datos pero mucho más importante fue que logró entresacar de sus balbuceantes e inconexas intervenciones, tres confirmaciones fundamentales. La primera es que no se trata de un traidor omnidireccional o innato. En modo alguno está dispuesto a romper el pacto de impunidad que selló con sus antiguos enemigos y gestores de su salvoconducto, terminando de confirmar todas las sospechas de traición. Teniendo la oportunidad de denunciar como testigo a torturadores y violadores, calla. Esta segunda traición ya no es a sus ex compañeros, sino a quienes aún hoy siguen siendo víctimas de esos crímenes impunes. La segunda, que su iniciativa de manuscrito autobiográfico (que denunciaba contactos políticos de los tupamaros) era exclusivamente propia y no una exigencia de sus captores para poder salir: era innecesaria. Y la tercera, que el fin último de la misma no era histórico ni moral sino exclusivamente económico, para solventarse en el ya pactado exilio.
Tal vez ambos sobrevaloren el rol de un texto en la construcción hegemónica. Las municiones con las que se amenaza para dar golpes de estado no son precisamente las letras del alfabeto, ni se disparan con armas de papel. Pero el debate y las causas judiciales abiertas ayudan a orientarse hacia las ratoneras. Para exterminar a las ratas es indispensable su previa identificación.
En estos dos casos, misión cumplida.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. [email protected]
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