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Un cataclismo democrático a la puerta de la Unión Europea

Fuentes: Rebelión

El referéndum irlandés del Tratado de Lisboa ha colocado en una difícil situación el futuro de dicho proyecto, toda vez que para su puesta en marcha el próximo uno de enero de 2009 era necesaria la ratificación por parte de todos los estados miembros de la Unión Europea. El resultado negativo ha supuesto un claro […]

El referéndum irlandés del Tratado de Lisboa ha colocado en una difícil situación el futuro de dicho proyecto, toda vez que para su puesta en marcha el próximo uno de enero de 2009 era necesaria la ratificación por parte de todos los estados miembros de la Unión Europea.

El resultado negativo ha supuesto un claro aviso para los defensores del actual modelo de Unión Europea, quienes no han tardado en buscar algún tipo de maniobra para poder sortear ese duro revés. Junto a ello se ha mostrado también la facilidad con la que algunos tienden a menospreciar la voluntad popular. Nada más conocerse los resultados oficiales, desde algunos medios de comunicación se inició una campaña para poner en tela de juicio la legitimidad del rechazo irlandés.

A los tópicos habituales del estilo de «una minoría quiere imponer a al mayoría», «Irlanda es un país pequeño y no puede condicionar», habría que prestar atención a los mensajes y discursos que retratan con bastante claridad un cierto déficit democrático. Por un lado está el rechazo a los referéndums, presentados «como un ejercicio de populismo» y «ajenos al a realidad social». Es evidente que la mayoría de estados de la UE no quieren ni oír hablar de una consulta popular, conscientes tal vez del desapego que genera entre la mayor parte de la ciudadanía el proyecto actual de la UE.

La historia nos muestra cómo en diferentes ocasiones, la voluntad del pueblo en las urnas no refleja un respaldo de la política que defienden los partidos políticos en sus respectivos parlamentos, de ahí que éstos, y «su entorno», prefieran las «encuestas de opinión» como fórmula más adecuada para consultar al electorado. Evitando de ese modo cualquier mal trago como el que acabamos de observar, y huyendo de cualquier reprobación electoral.

Por otro lado, es curioso cómo esos mismo actores tienden a presentar una imagen peyorativa de los votantes cuando éstos no responden a sus intereses. Así, en el caso de los veintiséis condados del sur de Irlanda, pretenden englobar despectivamente a «radicales izquierdistas, fundamentalistas católicos, nacionalistas y euroescépticos», ocultando que el rechazo ha provenido además de los sectores agrícolas y pesqueros, de las clase trabajadoras de las grandes ciudades, del movimiento republicano (no olvidemos que el Sinn Féin fue el único partido parlamentario que solicitaba el voto negativo), y sobre todo, «gracias» a la incapacidad de la élite política irlandesa para «explicar o vender» el propio Tratado.

Es sin duda alguna un fuerte varapalo para todos aquellos que defienden el status quo ver cómo la sociedad irlandesa se posiciona frente a la mayoría de la clase política institucional, los principales medios de comunicación y la poderosa Iglesia Católica, y las élites políticas del resto de estados de la UE temen que esa situación genera una especie de efecto dominó o que abra una caja de Pandora.

De momento, Gran Bretaña acaba de ratificar el Tratado pero se ha convertido al mismo tiempo en un arma arrojadiza entre conservadores y laboristas, y probablemente la campaña de desgaste del actual primer ministro laborista tenga como uno de los ejes centrales el apoyo que éste ha dado al Tratado de Lisboa. Otras fuentes apuntan también a la compleja situación que podría generarse en estados como Polonia y Chequia en los próximos meses, e incluso la reacción de la opinión pública de los países nórdicos.

A la vista de todo ello no debe extrañarnos el poco apego que muestran los dirigentes políticos a repetir la experiencia irlandesa, y optan claramente por hurtar la posibilidad de expresarse a la ciudadanía de sus estados.

La fotografía del proyecto de Unión Europea nos muestra un pulso entre «democracia y burocracia», donde los llamados eurócratas pretenden seguir articulando una realidad basada única y exclusivamente en la defensa de sus intereses y en la obtención de beneficios propios.

Ese retrato además, pone de relieve que la tan cacareada unión no es tal, y que si las diferencias entre ciudadanos son evidentes, también lo están siendo las que existen entre los diferentes estados. Hace tiempo que se viene presentando la UE como un barco de varias velocidades, donde el eje que marcan desde París y Berlín, tiene más peso que el que pretenden atribuirse otros estados, y que en definitiva nos muestran estados de primera frente a otros de segunda o tercera categoría.

La mayoría de la ciudadanía tiene la sensación de que la Unión Europea es un proyecto ligado exclusivamente a los intereses de una cierta burocracia, dispuesta a todo tipo de maniobras para mantener su privilegiada posición. Los movimientos para sortera el rechazo irlandés son una buena prueba de todo ello. Si antes del mismo «se hacía necesaria la ratificación por todos y cada uno de los 27 estados», tras el posicionamiento irlandés se nos habla de estrategias para sortera ese obstáculo, saltándose sus propias reglas de juego marcadas con antelación. Y la ciudadanía también percibe esas maniobras que no hacen sino acrecentar el descontento y la desconfianza hacia la élite política defensora de la UE.

A partir de ahora se abre todo un abanico de posibilidades y la célebre frase de Lenin, «¿qué hacer?» cobra fuerza. Para algunos el proceso está muerto y esto afecta a la línea de flotación del proyecto de la Unión Europea; otros, como Peter Mandelson (cerebro de la llamada tercera vía de Blair) tienden a minusvalorar la situación y se niegan a reconocer la existencia de cualquier tipo de crisis; por su parte, la actitud de Francia o Alemania deja entrever el reconocimiento de facto a la existencia de una UE de diferentes velocidades, donde el peso y el papel de unos estados primaría sobre el de otros; y finalmente queda por saber qué ocurrirá con Irlanda.

La «osadía» irlandesa es un duro trago para los dirigentes europeos, algunos pretenden»hacérselo pagar», mientras que otros, como el francés Sarkozy exigen un cambio en cuatro meses, exigiendo incluso un referéndum nuevamente y anteponiendo los intereses de la UE por encima de la voluntad de la ciudadanía del sur de Irlanda. Los llamados «grandes hermanos» europeos (Alemania y Francia) intentarán condicionar el futuro y la voluntad del pueblo irlandés, mientras que la corte de «mandarines con trajes caros y la burocracia de Bruselas» querrán hacérselo pagar de una u otra forma.

El debate debe centrarse en el modelo que quieren instaurar a toda consta desde ese club exclusivo que se refugia dentro de la fortaleza europea, donde una burocracia dirigente se impone desde el centro, frente a unas posiciones de rechazo democrático muy diversas. El déficit democrático que acumula el proyecto actual de Unión Europea (rechazo francés y holandés hace unos años y el actual irlandés, bajísima participación en las elecciones al parlamento europeo?) es un serio lastre para poder presentarse ante el conjunto de la población como un modelo a seguir.

En los próximos meses comprobaremos si el Tratado de Lisboa está herido o ha fallecido, e incluso si podrá ser resucitado, así como si el rechazo irlandés y las posteriores maniobras tendrán algún tipo de «efecto colateral».

TXENTE REKONDO.- Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN)