Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Los pakistaníes empezaron 2008 con la elección de un gobierno civil comprometido con la democracia, el imperio de la ley y la erradicación de la presencia del ejército en el gobierno: tres esperanzas casi tan viejas como el estado pakistaní. El año acabó con otra maldición: la amenaza de guerra en la frontera oriental tras las acusaciones de la India asegurando que «elementos» pakistaníes estaban detrás de la masacre perpetrada en Mumbai.
El año podría resumirse como una larga caída. El Partido Popular de Pakistán (PPP) accedió al poder tras las elecciones de febrero después de la oleada de emociones auspiciada por el asesinato de su dirigente y ex primera ministra, Benazir Bhutto. La Liga Árabe Musulmana de Nawaz Sharif (PML-N), otro ex primer ministro, llegó al poder en la provincia del Punjab, la mayor de Pakistán, con su promesa de reincorporar a 63 altos jueces expulsados de sus puestos en virtud de la ley marcial del General-Presidente Pervez Musharraf. Al PML-N le ayudó también la antipatía sentida en todas partes hacia el nuevo dirigente del PPP, el viudo de Bhutto, Asif Zardari: un hombre al que muchos pakistaníes identifican con la palabra chanchullo.
Si Benazir fue la mascota en las elecciones del PPP, en el PML-N lo fue el expulsado presidente del tribunal supremo Iftijar Chaudhry. El PPP dirigió a los pobres su llamamiento, cuya situación había empeorado mayoritariamente bajo el laissez-faire económico de Musharraf. Las promesas del PML-N se enfocaron hacia la clase media urbana, que creía que la lucha por un sistema judicial libre era una lucha contra la dictadura militar. Entre los dos partidos barrieron a la «alianza del ejército y los mullahs » que habían constituido la base política de los ocho años de gobierno de Musharraf.
El PPP y el PML-N, adversarios desde siempre, forjaron una coalición comprometida con tres objetivos: volver a instalar a los componentes del purgado sistema judicial, especialmente a Chaudhry; utilizar la vía de las negociaciones y la cooperación en vez de la guerra para domar a los nacionalistas y a la insurgencia islamista en las provincias de Baluchistan y en las situadas en las zonas fronterizas; y reafirmar la primacía del parlamento en la toma de decisiones, arrancando especialmente la política exterior de las garras del ejército. Con supremacía civil, muchos creyeron que las fracturadas relaciones con Afganistán y la India podrían recuperarse.
Diez meses después, el gobierno ha fracasado en todos los frentes. Sobre todo, Zardari no fue nunca serio en su promesa de reinstaurar a los jueces. Tenía miedo de que un sistema judicial independiente destrozara el acuerdo alcanzado entre Musharraf y su difunta esposa. Ella había acordado reinstalar a Musharraf como presidente si amnistiaba todas las acusaciones de corrupción que había contra ella, contra Zardari y contra el PPP. Fue una historia sórdida porque Zardari sabía que ningún juez independiente le libraría de un tribunal.
Por esa razón , no tardó en escabullirse de su promesa, desplegando un cinismo descarado incluso para los estándares pakistaníes. Hasta en dos ocasiones llegó a firmar juramentos solemnes con Sharif prometiendo reinstaurar a los jueces para asegurar después que «los acuerdos políticos no son el Sagrado Corán», incumpliendo así sus juramentos. Lejos de desear reinstaurar a los jueces, lo que hizo fue persuadir a Washington y al ejército de que no podía «coexistir» con Musharraf como presidente, sin que importaran las garantías ofrecidas por su esposa. EEUU y el ejército acordaron la salida «airosa» del anterior jefe del estado mayor. En agosto, un «intachable» Musharraf se «retiró».
Con Musharraf fuera -y para sorpresa de Washington y del ejército- , Zardari aceptó el nombramiento de su partido como candidato presidencial. Tras una elección celebrada en septiembre en la que apareció como el candidato perfecto, se convirtió en el político civil más poderoso de Pakistán, sin despojarse ni de uno solo de los poderes autoritarios de Musharraf.
» Es un monólogo civil tras un monólogo militar», dijo con sarcasmo un senador. Otros califican a Pakistán como una dictadura civil. Pero es una tarea que le quedaba muchas tallas grande al viudo. Por ejemplo, a pesar de las advertencias de que Pakistán estaba precipitándose hacia una crisis en su balanza de pagos, Zardari no incorporó al poder a un equipo económico hasta agosto, casi seis meses después de las elecciones. Al borde de la bancarrota -y con una inflación del 25%-, el gobierno se vio obligado a volverse hacia el FMI. La solución vino por las vías habituales: recortes del gasto público, aumento de los impuestos y eliminación de las subvenciones que protegían el trigo, el fuel y la electricidad: todas las medidas que más podían perjudicar a los pobres, el núcleo del electorado del PPP.
El enfoque del gobierno en relación con la militancia islámica -quizá el desafío más grave a que se enfrenta Pakistán- es muy similar. Al principio, el PPP apoyó los acuerdos de paz con los talibanes en Swat y en el norte y sur de Waziristan, en la frontera afgana. Amplios sectores consideraron esto algo «prematuro» porque lo que se logró fue garantizar un espacio a los milicianos para reagruparse y armarse; un oficial del ejército lo describió como una serie de «acuerdos entre un depredador y su presa».
Bajo las presiones de Washington -que se oponía a «hablar con los talibanes» -, el gobierno autorizó entonces que se utilizara la fuerza contra los militantes. Esto provocó ataques de represalia por todo el país, incluido el Hotel Marriott en Islamabad en septiembre, donde cincuenta personas murieron quemadas vivas. El pasado año vio más ataques suicidas en Pakistán que en Iraq y Afganistán juntos.
Finalmente, en junio, el gobierno delegó sencillamente en el ejército la política relativa a los militantes. Pero la contrainsurgencia del ejército no lleva uniforme. En el área fronteriza de Bajaur -donde se enfrentó a un «estado talibanizado dentro de otro estado»-, hay una ofensiva bastante avanzada que ha matado hasta ahora a 1.500 personas y desplazado a 300.000, el mayor desplazamiento de población en la historia de Pakistán. En Swat, hay un impasse sangriento insuperable, con enfrentamientos entre el ejército y el gobierno. Y varias treguas en los Waziristanes, gracias a la mediación de los talibanes afganos.
Washington alabó las campañas de Bajaur y Swat. Pero le sacó de quicio la «paz» en el Norte y Sur de Waziristan. Según la CIA, esos son terrenos en los que los talibanes no sólo impulsan la insurgencia afgana sino que, según insiste George Bush, son «puertos seguros» donde «Al Qaida está tramando ataques contra EEUU». En el mes de julio, aprobó una orden «secreta» que permitía que las fuerzas especiales estadounidenses combatieran contra los talibanes y «objetivos» de Al Qaida dentro de Pakistán «sin contar con la aprobación del gobierno pakistaní».
Desde entonces ha habido una invasión terrestre y veinticuatro ataques con cohetes, centrados de forma abrumadora en el Norte y Sur de Waziristán: Supuestamente, varios comandantes talibanes y de Al Qaida «muy importantes» resultaron muertos, así como muchos otros miembros de varias tribus, mujeres y niños. Esos ataques han provocado mucha rabia en Pakistán, mucho más que los ataques talibanes y de Al Qaida, porque han matado a muchos más civiles.
EEUU dice que tiene un acuerdo «tácito» con Pakistán respecto a esos ataques en su territorio. El gobierno lo niega. El ejército dice que las incursiones son ilegales y «completamente contraproducentes» para su política de intentar volver a las tribus contra los militantes. Tampoco es que se esté compartiendo mucha información entre los ejércitos. «Los estadounidenses piensan que cualquier información de inteligencia que nos faciliten se la pasaremos a los talibanes», ha declarado un oficial.
Ha habido un gran enfriamiento en las relaciones con la India. Después de tres años de relativa paz, 2008 vio un aumento en la infiltración de militantes desde Pakistán a la Cachemira controlada por la India, el territorio fronterizo reclamado por ambos estados y causa de dos de sus tres guerras. En julio, India acusó a la agencia de inteligencia ISI de Pakistán de complicidad en la colocación de las bombas que estallaron en su embajada en Kabul. Pakistán ha acusado a la India de exacerbar la insurgencia en Balochistán y Bajaur.
Este incremento de la tensión no ha sido causado por Cachemira, a pesar de las protestas masivas del pasado verano pidiendo la «independencia» tanto respecto del gobierno indio como de las manipulaciones pakistaníes, sino que proviene de cómo Pakistán ve el papel cada vez más hegemónico de la India en Afganistán, no sólo sobre el gobierno de Karzai (que siempre ha sido pro-indio) sino también sobre la política estadounidense.
Washington endosó públicamente la afirmación de la India de que Pakistán estaba implicado en las bombas que estallaron en su embajada en Afganistán. Y el ejército pakistaní ve las huellas de la India en toda la política actual de EEUU de ataques unilaterales.
Dice que Delhi ha persuadido a la CIA de que el ejército es incapaz y/o no quiere enfrentar la cuestión de los «puertos» talibanes y de Al Qaida en su frontera con Afganistán. La CIA -apoyada por el recién creado ejército afgano (muchos de cuyos oficiales han sido entrenados por la India)- pasaría por tanto a instalarse allí y cubrir la brecha.
E sta es la razón por la que Mumbai es tan inflamable: muchos en la India ven los ataques como parte de una guerra por poderes emprendida por Pakistán sobre Cachemira y Afganistán. Dicen que es inconcebible que una operación de tal calibre haya tenido lugar sin el apoyo al menos de oficiales canallas o antiguos oficiales del ISI o del ejército. Pakistán rechaza lo rechaza. Washington planea entre los adversarios. Insiste en que no hay pruebas de la «vinculación» del ISI con Mumbai. Pero dice también que tiene «pruebas irrefutables» de que los pistoleros pertenecían al proscrito grupo pakistaní Lakhar-e-Taiba [*] y que Pakistán debe actuar contra ellos y su «frente» civil, el Yamaat-ud-Dawa.
En público, Zardari declara que no puede hacer eso sin «pruebas»; en privado, dice que no se atreve a hacerlo sin el apoyo del ejército. Y parece que el ejército es reacio a actuar contra un antiguo «apoderado» a instancias de su «enemigo» histórico. En sentido figurado y en la realidad, Pakistán está en una situación de alerta grave al comienzo de 2009 y la ausencia de paz se hunde en una perspectiva de guerra.
N. de la T.:
[*] Véase al respecto el artículo de Michel Chossudovsky: «El 11-S de la India», en el enlace: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=77065
Enlace con texto original:
http://weekly.ahram.org.eg/2009/930/in2.htm