La madrugada del 28 de junio de 2009, Honduras despertó con la esperanza de poder ejercer el derecho legítimo de decidir su propio futuro, algo que ni la oligarquía nacional, ni los militares, ambos coludidos con los sectores más conservadores y recalcitrantes de la política estadounidense, podían permitir. El presidente Manuel Zelaya se «había atrevido» […]
La madrugada del 28 de junio de 2009, Honduras despertó con la esperanza de poder ejercer el derecho legítimo de decidir su propio futuro, algo que ni la oligarquía nacional, ni los militares, ambos coludidos con los sectores más conservadores y recalcitrantes de la política estadounidense, podían permitir.
El presidente Manuel Zelaya se «había atrevido» a organizar una consulta popular no vinculante, para que la población decidiera si se iba a colocar una cuarta urna en la siguiente elección para promover reformas constitucionales.
Esto fue suficiente para que la madrugada del 28 de junio un fuerte contingente militar asaltara su casa a balazos, lo sacara en pijama y, luego de una parada en la base militar estadounidense de Palmerola, lo deportara a Costa Rica.
Honduras se convirtió en laboratorio de futuros «golpes institucionales» y volvió a ser cabeza de puente de los intereses geopolíticos y militares de los Estados Unidos en la región centroamericana.
El proceso de militarización del territorio y la seguridad pública, impulsado por los gobiernos herederos del golpe, va de la mano con el control absoluto de los poderes del estado, la represión y la profundización de la criminalización de la protesta.
La crisis de derechos humanos y el recrudecimiento de la corrupción, la violencia y la impunidad ha dejado un saldo sin precedentes de muertos, heridos, capturados y exiliados.
Pese a tanta represión, el pueblo hondureño tuvo la firmeza y la obstinación de seguir luchando contra la imposición de un modelo que concentra poder y riqueza en pocas manos y empobrece a la inmensa mayoría de la población.
Diez años después de aquellos trágicos eventos, el pueblo hondureño sigue en las calles y lucha contra las privatizaciones, la precarización laboral, el saqueo de los territorios y los bienes comunes.
Exige la renuncia de un gobierno ilegal, que es el resultado de un fraude electoral, resistiendo las embestidas de una maquina represora a sueldo de la política corrupta, coludida con la oligarquía nacional y el capital transnacional.
«La dictadura sigue diciendo que todo está muy bien, que todo es paz y tranquilidad, pero la realidad es muy diferente», dijo a La Rel el dirigente obrero, Carlos H. Reyes.
«Diez años después del golpe, Honduras está hundida en la miseria y un grupito de empresarios sigue arrasando con los servicios públicos, la tierra y los bienes comunes.
Además -continúa Reyes- vivimos un proceso acelerado de pérdida de derechos y violación de derechos humanos. La impunidad es absoluta y la militarización del país es financiada a través de deuda pública».
«Estamos viviendo un proceso histórico donde Estados Unidos han venido reposicionando a Honduras como su gendarme en el área centroamericana. Da vergüenza ver cómo avalaron el fraude electoral del 2017 y como siguen respaldando a esta dictadura corrupta», apuntó Reyes.
Ante la brutal represión de estos últimos días y la criminalización del movimiento en defensa de la salud y educación pública, el reconocido sindicalista considera que el futuro de Honduras sigue siendo incierto.
«Quizás las cosas se van a poner peor. Detrás de tanta corrupción y violencia están los intereses de grupos económicos y políticos que controlan el país.
Afortunadamente, a diez años del golpe, el pueblo hondureño ha venido tomando conciencia de lo que está pasando y sigue desafiando la represión del régimen, resistiendo y luchando en las calles de toda Honduras.
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