El distrito de la capital macedonia, la primera entidad administrativa de mayoría gitana de Europa, representa los retos aún existentes para acabar con la discriminación de los romaníes
Vista de la calle principal de Suto Orizari. /G.H.
Por las delirantes calles del centro de Skopje mendigan niños gitanos. Algunos descalzos, todos sucios, con el pelo enmarañado y la ropa rota. Hormiguean a la sombra de dantescos y novísimos edificios de mármol blanco y columnas dóricas, entre las decenas de estatuas que jalonan los dos principales puentes sobre el río Vardar y una esquina tras otra. En pequeños grupos, insistiendo tozudos y sonrientes hasta que pillan algo, ya sean unas monedas o el bufido de un transeúnte impaciente, o solos, como ese que canta y aporrea un tambor en medio de la acera.
Antes de la jornada de vagabundeo, o al acabarla, alrededor de cien de esos menores acuden al Centro de Día para Niños ubicado en la calle principal de Shukta, a unos seis kilómetros al norte. Shukta es como se conoce cariñosamente a Suto Orizari, la primera entidad administrativa de mayoría gitana de Europa. En 2002 el último censo de Macedonia atribuía a este distrito, uno de los diez que conforman Skopje, una población de alrededor de 20.000 habitantes. Más recientes -y fiables- estimaciones se mueven entre los 30.000 y 50.000, de los que entre el 80 y el 90 % serían de etnia romaní -en su mayoría, musulmanes-. Esto lo convierte en la mayor comunidad gitana de los Balcanes y una de las mayores del mundo.
En la puerta del Centro para Niños no hay ningún cartel indicativo, pero sí un montón de gastados y polvorientos zapatos. Dentro, en los dos estrechos pasillos y las tres aulas para sus tres grupos de edad, el alboroto es molesto si uno no está acostumbrado, pero la recepción es cariñosa. «Dabor deeen!» (buenos días), gritan los chavales a coro.
Irina Velkovska, la incombustible directora y una de las profesoras del centro, explica que este se subvenciona «milagrosamente» con 400 euros mensuales del Gobierno macedonio y con donaciones privadas. Abre sus puertas de 8 de la mañana a 4 de la tarde. Uno de los niños, Valentin Merçin, que medita gravemente tras preguntársele qué será de mayor -«policía o camarero», decide-, cuenta lo que hace aquí: «Escribimos, estudiamos, hacemos los deberes… también comemos. A veces nos dan chocolate, y regalos en año nuevo». A su lado, la ‘dire’ contextualiza: «Él va al colegio, así que le damos refuerzo escolar. Pero el 80% no va, así que intentamos darles unas nociones básicas de higiene y cultura. Pero es difícil, hay niños que no tienen agua corriente en casa».
Pasajeros en una de las dos líneas de buses que conectan Shutka con el centro de Skopje. / G.H.
Desde el principio salta a los cinco sentidos que Shutka es un barrio especial. En el ajetreado mercadillo diario de la calle principal, donde paran los dos buses que suben del centro, siempre se escucha algún altavoz con música a buen volumen. Un paisano pasea tranquilo y marca a varazos el paso de dos ocas entre coches, carros de caballos, motos y carretillas. Frente al puesto de hamburguesas -con diferencia, las más baratas y empapadas en salsa de la ciudad- se amontona la chavalada que acaba de salir de clase. Las tenderas del mercado vocean sus ofertas, los de textiles apalean el género para devolver al aire el amarillento polvo adherido. Ambos captan con gestos o un silbido a los compradores. Estos vienen del centro (en su gran mayoría) o del extranjero (y miran a su alrededor un poco asustados).
Shutka es un símbolo para la mayor minoría de Europa, esa nación que quizá nunca tenga Estado porque no empezará una guerra para conseguirlo, uno de los pueblos más perseguidos de la historia. «Suto Orizari es una capital para nosotros, el pueblo gitano», sentencia Ramus Muarem, secretario general de la Unión Internacional Romaní (IRU en sus siglas en inglés), organización fundada en 1978 para defender los derechos de los gitanos, entre cuyos socios se halla la española Unión Romaní.
El origen de Shutka se remonta al terremoto de 1963, que devastó el 80% de Skopje y especialmente las endebles viviendas de los gitanos alrededor del céntrico Gran Bazar. La ciudad fue remodelada y se llenó de bloques de pisos; las familias gitanas, poco acostumbradas a vivir en altura, fueron invitadas a vivir en esta zona, a unos cinco kilómetros al norte. Desde entonces ha recibido oleadas de inmigrantes romaníes de otras partes de Macedonia y los Balcanes, como durante la Guerra de Kosovo. Esto explica la amalgama de dialectos del romaní que se escucha hoy.
En 1996, Suto Orizari se constituye como municipio. «Esto supuso un logro en sí mismo, sobre todo teniendo en cuenta la falta de representatividad de los gitanos en las instituciones. Todos sus alcaldes y la gran mayoría de representantes han sido gitanos desde entonces», recuerda Eben Friedmann, politólogo experto en esta minoría.
Un informe de 2013 del Centro Europeo para los Derechos de los Gitanos, del que se sacan la mayoría de datos de este reportaje, dibujaba un cuadro de clara desventaja para esta minoría macedonia, que supone el 2,7 % de la población según el citado censo de 2002, y entre el 7 y el 10% de acuerdo a otros cálculos más actuales. Sufren más paro, habitan peores viviendas, tienen peores condiciones sanitarias y más carencias educativas. «Hasta 2004 no se coordinó ninguna política nacional para cubrir las necesidades de este pueblo», apunta Friedmann. Shutka también es reflejo de todo eso.
El 25% de los roma en Macedonia viven en infraviviendas. /G.H.
Sanidad y vivienda
Salija Bekir Halim es una mujer muy fumadora y divertida, pero cuando habla del barrio abre mucho los ojos y deja poco lugar para bromas. «Llevamos cinco años sin consulta ginecológica», denuncia. Coordina la Iniciativa de Mujeres Romaníes, dedicada a formar en materia de salud y derechos sociales y reproductivos a las mujeres de Shutka. A veces hacen de chófer para ir al ginecólogo, ya que este, como repite varias veces, lleva cinco años ausente. «Hay programas públicos para mujeres embarazadas, hasta clases de yoga, pero aquí hablar de eso es una quimera. Estoy harta de ver parir en lavabos». El reparto de anticonceptivos es otra de las tareas prioritarias.
Salija, «por supuesto», es feminista, y cree que «tendría que haber más alzando su voz» como ella. Sus compañeras de género y etnia sufren doble discriminación, por mujeres y por gitanas: «En nuestra tradición, el marido es el jefe. La esposa se dedica a cuidar de la casa, de los hijos, que suelen ser muchos, y de las personas dependientes. Es inferior. Se casan a veces con 13 o 14 años, a menudo sin dar su opinión sobre si quieren o no. Las familias se alegran más por la llegada de un varón, que siempre recibirá mejor educación». En Macedonia, el porcentaje de analfabetismo entre las mujeres gitanas es del 25%, frente al 9 % de ellos.
En el mercadillo de la calle principal merodean y hacen fotos turistas, que luego escribirán aventureras y orgullosamente multiculturales crónicas en blogs de viajes. La laureada El tiempo de los gitanos, de Emir Kusturica, y El libro de los récords de Shutka, un pintoresco documental checo, mostraron al mundo una imagen más o menos amable del pueblo. En él han crecido referentes internacionales de la cultura romaní, como la cantante recientemente fallecida Esma Redzepova, la reina de los gitanos, o la compañía de teatro Phralipe, una de escasas troupes roma profesionales, creada en 1970 por Rahim Burhan y que trasladó su sede a Alemania tras la disolución de Yugoslavia.
Los turistas van desapareciendo al bajar por alguna de las empinadas calles. Algunas casas -aunque pocas, las hay bonitas y grandes- están vacías; sus dueños están en Europa Occidental. Al llegar a lo más profundo del barrio, la parte baja, la propia Salija, vecina de toda la vida, argumenta que es mejor no entrar en algunas de las callejuelas de chabolas hechas con metal, madera y cartón: «Creen que vas a darles dinero y se van a poner bastante insistentes».
Dzezair y Gulten sobreviven reciclando envases de plástico y gracias a unos 100 euros mensuales de diferentes prestaciones sociales. / G.H.
Gulten y su esposo Dzezair se hacinan con sus cinco hijos, un nieto y otro que está por venir en una vivienda de tres habitaciones. No pertenecen al 10% de romaníes que en Macedonia carecen de agua potable y sistema de desagüe, aunque probablemente están entre el 25% que no tiene una vivienda segura. Las paredes están mohosas y lucen grietas horizontales, a pesar de que el hogar fue enteramente reconstruido tras las inundaciones que anegaron la zona hace media década. Sobreviven reciclando envases de plástico y gracias a unos 100 euros mensuales de las diferentes prestaciones sociales. La ayuda mínima al desempleo en Macedonia asciende a 80 euros mensuales, 70 después del primer año y 30 para los parados de larga duración, como es el caso de Gulten y Dzezair. Los datos que maneja Salija, que reconoce inexactos, hablan de una tasa de desempleo del 80% entre los gitanos de Shutka. En todo el país, el paro afecta al 53%, 26 puntos porcentuales más que a otras etnias.
Participación y educación
Macedonia atraviesa una profunda crisis política. Su población, liderada por los jóvenes, estalló en una oleada de movilizaciones en abril del año pasado, exigiendo que continuasen las investigaciones -el presidente Gjorje Ivanov amagó con suspenderlas- sobre el exprimer ministro Nikola Gruevski, del nacionalista VMRO-DPMNE. Se llamó la Revolución de los Colores, pues la ira ciudadana se expresó a menudo con pintura, arrojada contra las incomprensiblemente numerosas estatuas y edificios mastodónticos de estilo neoclásico -también lo han llamado «historicismo kitsch»- levantados en los últimos años.
El dirigente de la IRU Ramus Muarem lamenta la escasa presencia gitana en las protestas: «El problema de base es la falta de identificación con el Estado. Somos un pueblo sin país, y a menudo nuestra gente no tiene claro por dónde empezar para reclamar sus derechos. La participación política, tanto a nivel de movilización como de mayor representación institucional, es uno de nuestros grandes retos».
«En cualquier caso», continúa Muarem, «si hay una llave que abrirá algún día las puertas de la libertad y la prosperidad para el pueblo gitano, esa es la educación». Las fuentes consultadas coinciden en que fue precisamente en ese campo donde más avances se consiguieron durante la Década para la Inclusión Gitana (2005-2015), una iniciativa de doce países de Europa Central y del Sur, entre ellos Macedonia. Pero la tasa de escolaridad de 7 a 15 años se mantiene para ellos en el 75 %, frente al 94 % de los no gitanos. En 2014, solo 17 romas obtuvieron el graduado escolar en todo el país.
Y no todo es cuestión de números: «Como miembros de una población en desventaja y con elementos culturales diferentes, los niños romaníes deberían recibir al menos dos años de preescolar centrados en mejorar su dominio de la lengua en que irán a la escuela, más frecuentemente macedonio, pero a veces turco o albanés», defiende Friedmann.
La entrada principal del Instituto de Enseñanza Secundaria de Suto Orizari. / G.H.
El romaní es lengua cooficial en Suto Orizari un derecho que reconoce la Constitución de Macedonia a cualquier entidad con una mayoría étnica diferente a la macedonia. Una emisora de radio y otra de televisión emiten en este idioma, que podría ser también vehicular en el único instituto de secundaria en el corazón de Shutka, ya que supera con creces el umbral de 25% de alumnado que lo habla. Ekrem Jashar el director, cuenta que la falta de profesorado le impide impartir a los estudiantes su lengua materna más de dos veces en semana. La resignación cansada contrasta con su pelo muy negro y sus jóvenes ojos grises: «No me gusta lo que veo, pero hay que seguir viniendo y trabajando. Intentar cambiar las cosas poco a poco».
Para contestar qué carencias materiales tiene el centro, aguarda un solo instante, quizá de cortesía, y dispara la ráfaga: «Pupitres. Sillas. Mesas de profesores. Ventanas, que hay muchas rotas. Un proyector para el salón de actos nos daría mucho juego. Ropa de deporte. Instrumentos musicales. Esto es especialmente triste, la orquesta no marcha por la falta de instrumentos, y hay niños tan dotados…».
Después de la bellísima puesta de sol de Shutka, el aire se impregna de olor a madera y carbón quemados. Las familias más pobres no tienen para agua o electricidad, tampoco para calefacción. Cuando llega el invierno, muchas emigran al norte -se habla bastante alemán en el barrio-, donde solicitan ayudas y hacen más dinero que aquí con la chatarra u otros quehaceres. Al volver, después de tres meses o más, los niños no pueden retomar el ritmo del curso. Dependiendo del año y del curso, entre el 20 y el 25% de los alumnos de Jashar se queda sin certificado para pasar de curso.
«Qué podemos hacer desde la escuela?», se pregunta Jashar, «podemos motivar, intentar explicarles la importancia de formarse, pero sin chalecos ni botas para aguantar el frío…». El director se encoge de hombros, como quien ya le ha dado suficientes vueltas al tema.