Pese a los intentos de manipular su herencia, la memoria del Che pervive como la imagen misma de la rebeldía.
Cincuenta años han pasado desde su muerte, pero el Che Guevara continúa despertando pasiones. Su imagen sigue siendo ícono habitual en camisetas, pósteres, carteles, murales y banderas en todas partes del mundo. Los libros sobre su biografía se reeditan año tras año y otros tantos más aparecen cada vez que se aproximan los aniversarios de su muerte.
En Bolivia, Cuba, Nicaragua y Venezuela se celebran en estos momentos actos institucionales de homenaje a la figura de este guerrillero abatido cobardemente el 9 de octubre de 1967 en La Higuera, un pequeño poblado ubicado en el municipio de Pucará, a unos 60 kilómetros de la ciudad de Vallegrande. Pero más allá de las agendas gubernamentales, son muchos los que en estos días recuerdan su figura, rindiéndole homenaje personal o colectivo de muy diferentes formas en los cinco continentes.
La manipulación de su memoria
El filósofo francés Regis Debray afirmó años atrás que «al Che lo mataron dos veces, primero con una ráfaga de fusil del sargento Terán y después con sus millones de imágenes».
Las revelaciones del hoy general retirado Gary Prado, quien en aquel entonces era el inmediato superior jerárquico de Mario Terán Salazar, identificaron a dicho sargento como el militar a quien le fue encomendada la tarea de asesinar a sangre fría al Che. Según esta narración, al entrar Terán con mucho nerviosismo en la sala donde estaba recluido el guerrillero -capturado el día anterior por operativos del ejército boliviano-, este le dijo: «Usted viene a matarme…, póngase sereno, usted va a matar a un hombre».
En la confesión por escrito que el homicida hizo a sus superiores se indica: «Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che cayó al suelo con las piernas destrozadas, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en un hombro y en el corazón…».
Pese a lo que muchos biógrafos del Che indican, la operación de montar una guerrilla revolucionaria en Bolivia no fue un acto improvisado. El Che llevaba años pensando que Bolivia era una base de operaciones apropiada para permitir la posterior extensión de focos guerrilleros en Argentina y Perú. En aquellos años, la estrategia militar del Che se basaba en «crear uno, dos, tres Vietnam», basándose en la experiencia del sudeste asiático donde más allá de Vietnam los grupos insurgentes combatían paralelamente en Laos y Cambodia. En pocas palabras, se trataba de crear multitud de focos guerrilleros que impidieran al imperialismo concentrarse en una sola zona.
Sin embargo, la ubicación del foco insurgente en Bolivia se dio en un territorio donde no había tradición de lucha revolucionaria, lejos de la zona minera y de las zonas urbanas, lo que hizo que el apoyo a la guerrilla fuese inversamente proporcional a la experiencia cubana de Sierra Maestra. ¿El Che se equivocó? Pues probablemente sí, tal y como ya había sucedido en su desastrosa aventura guerrillera en el Congo.
Respecto a la «segunda» muerte del Che, cierto es que la foto tomada el 5 de marzo de 1960 por el fotógrafo cubano Alberto Díaz (Korda) -durante el entierro de las víctimas de la explosión de un buque fondeado en La Habana- es considerada la imagen más reproducida de la historia de la humanidad.
Se llegó a decir que Korda supo, mediante esa fotografía, capturar mediante en blanco y negro gran parte de la belleza existente en aquel revolucionario. En todo caso, sería años después cuando el artista plástico Andy Warhol -modificando y suavizando esa la imagen- a través de la ilustración trabajada por el artista de cómic irlandés Jim Fitzpatrick en 1968, la convertiría en un producto más accesibles a las masas. A partir de ahí, la expansión de dicha imagen le correspondería a esas modas aplaudidas propias del sistema capitalista, ese mismo sistema contra el que el protagonista del retrato luchó hasta entregar su vida. Entender cómo se ha llegado hasta aquí tiene una lectura sencilla: el capitalismo sabe bien que el Che es más que un mito, es el estandarte de las ideas más nobles de la humanidad, lo cual tiene un valor agregado en los mercados comerciales.
Pero superando a Debray, el siglo XXI ha conllevado también una «tercera» muerte del Che. Esta tiene que ver con la utilización que se ha hecho de su imagen durante el llamado ciclo progresista -hoy en decadencia- en América Latina.
Los llamados gobiernos posneoliberales latinoamericanos convirtieron la figura del Che en una imagen intocable, intachable y permanente pura. Estos procesos de idealización, donde además se intentaron confundir a las figuras presidenciales de Lula, Dilma, Correa, los Kirchner, Evo o Maduro con el legado de Ernesto Che Guevara, nos dejaron estos productos auspiciados desde los aparatos de propaganda gubernamentales y burocratizados.
Basta leer las mejores biografías sobre el Che (A Revolutionay Life, de Jon Lee Anderson, Descamisados, del Comandante Enrique Acevedo González, Ernesto Guevara también conocido como el Che, de Paco Ignacio Taibo II o Cuba-USA: el Libro de los Doce, de Arnaldo M. Fernández) para entender que el guerrillero asesinado 50 años atrás estaba en contra de cualquier tipo de culto a la personalidad, nunca tuvo el más mínimo acercamiento a tramas de corrupción ni de enriquecimiento personal y que, además, era un personaje que personalmente tenía la capacidad de burlarse socarronamente de sí mismo.
Estos procesos de idealización interesada sobre la figura del Che nos traen a la memoria las lógicas dogmáticas, doctrinales y hasta religiosas de la izquierda. El Che era todo lo contrario: en lugar de producir doctrina desarrolló aprendizaje, reflexión y pensamiento crítico. A diferencia de la reciente experiencia latinoamericana, el Che hizo lo que debe hacerse desde los ámbitos de la izquierda.
Su pensamiento siempre en evolución fue cambiando a lo largo de su vida, lo que implica que lo que pensaba el Che en 1956, momento en el que se unió a Fidel Castro en su exilio mexicano, diste mucho de lo que desarrollaría mientras ejerció cargos ministeriales en Cuba (1960-1964) o de las propuestas que expondría en la última fase de vida ya en Bolivia. Pese a la construcción forzada de una memoria impoluta sobre su persona, el Che cambió de opinión en muchas ocasiones e incluso mantuvo pensamientos contradictorios en función de las épocas y el entorno en el que vivía, tal y como nos sucede a cualquier otro ser humano.
Su principal valor fue la coherencia, lugar donde habitualmente se pierden gran parte de sus biógrafos y gobiernos que se reclaman su figura. Esa coherencia que le hizo incapaz de pedirle a ninguno de sus compañeros algo que él previamente no hubiera hecho o estuviera realizando en esos momentos. Acostumbrado a sobreponerse a sus propias limitaciones físicas -fue asmático desde niño- midió a los demás con el mismo baremo con el que se medía a sí mismo, lo que hizo que agradeciese poco y diese escasas palmaditas en la espalda a sus colaboradores.
Una memoria viva
Preguntar por qué la memoria del Che se mantiene viva tras medio siglo de su desaparición tiene una respuesta simple: el Che es la imagen misma de la rebeldía. Es la plasmación del ser humano que dice no a las injusticias.
Albert Camus, en su libro El hombre rebelde, publicado por primera vez en 1951, dice: «El hombre en rebeldía no se reserva nada, puesto que lo pone todo en juego y exige, sin duda, el respeto a sí mismo». Bien, pues ese era el Che, demostrando a su vez que la rebeldía no nace sólo en el oprimido, sino que puede nacer asimismo ante el espectáculo de la opresión de que otro es víctima.
Su figura representa el sentido profundo de la crítica y la asunción de un estilo de vida que no solamente va más allá de las reglas establecidas, sino que las combate, entregando en dicha lucha hasta la vida. Esa loca generosidad es la de la rebeldía, la que da su fuerza de amor sin esperar nada a cambio mientras rechaza sin demora la injusticia.
En definitiva, el Che es la demostración práctica de que más allá de la razón están las emociones y los sentimientos. Es la encarnación de la ley número uno de cualquier análisis social: donde hay dominación hay resistencia a la dominación.
A partir de ahí, cada piedra lanzada por jóvenes palestinos contra las fuerzas de ocupación sionistas en Jerusalem, cada grafiti nocturno y clandestino clamando libertad en las calles de Harare, cada canción colectivamente compartida alrededor de una hoguera por las mujeres kurdas en Rojava, cada acción de resistencia indígena shuar en Nankints contra la implantación de la minería a cielo abierto en la Amazonía, cada movilización de lucha ogoni contra las transnacionales petroleras en el Delta del Niger, cada movilización estudiantil contra la privatización de la enseñanza en Santiago de Chile o cada reclamo por la aparición con vida de Santiago Maldonado en Buenos Aires, lleva aún hoy la impronta del Che.
Quizás haya sido el subcomandante Marcos, desde la Selva de Lacandona, quien mejor definiría la figura del Che: «Ciudadano del mundo, el Che nos recuerda lo que sabemos desde Espartaco y lo que a veces olvidamos: la humanidad encuentra en la lucha contra las injusticia una marcha que nos eleva, que nos hace mejor y más humanos». Y sería el Che, en una frase en alusión a Camilo Cienfuegos, quien mejor definiría lo que hoy sucede con su memoria: «Podríamos mejor preguntarnos: ¿Quién liquidó su ser físico? Porque la vida de los hombres como él tiene su más allá en el pueblo; no acaba mientras éste no lo ordene».
Demostrada su capacidad para el desarrollo de buenas crónicas, ahí están sus pasajes guerrilleros en América Latina y en el Congo, aún nos faltan por descubrir textos y pensamientos ocultos del Che. A la fecha de hoy, aún hay diarios escritos por el Che que la familia no ha querido publicar, posiblemente porque echan pestes de personajes en aun vivos en la actualidad.
En todo caso el Che nos sigue dejando, medio siglo después de su desaparición, cierto legado ideológico, su sonrisa, la capacidad de ironizar con uno mismo, un concepto del igualitarismo a ultranza, la humildad de quienes entregan sus vidas por los demás y, sobre todo, la voluntad intrínseca de los pueblos del Sur por transformar de forma radical una sociedad que sigue siendo tan injusta hoy como lo era durante los tiempos en el que el Che decidió desenvainar su fusil.
Decio Machado. Director de la Fundación ALDHEA