Traducción de Rossana Cortez, especial para Panorama Internacional La Europa neoliberal utiliza la moneda y las finanzas contra los derechos sociales: esta es la razón de fondo de nuestro combate por otra Europa. El orden seguido por la construcción europea es muy revelador de su lógica neoliberal: primero el mercado único, luego la moneda única. […]
Traducción de Rossana Cortez, especial para Panorama Internacional
La Europa neoliberal utiliza la moneda y las finanzas contra los derechos sociales: esta es la razón de fondo de nuestro combate por otra Europa.
El orden seguido por la construcción europea es muy revelador de su lógica neoliberal: primero el mercado único, luego la moneda única. Este proceso, desde su inicio, ha sido marcado por una voluntad política claramente afirmada, por la única razón de la precisión de los famosos criterios de Maastricht. Esta Europa tiene exigencias bien específicas en materia presupuestaria y financiera, pero se muestra poco observadora en lo que concierne a los derechos sociales. Esta prioridad se afirma igualmente en el plano institucional: el emplazamiento del euro fue acompañado por un dispositivo obligatorio compuesto por el Banco Central Europeo (BCE) y el Pacto de crecimiento y de estabilidad, mientras que las mayores reticencias se manifiestan con respecto a una dosis parecida de «supra – nacionalidad» en materia de política industrial o sobre todo de derechos sociales.
El zócalo y la sujeción
Había entonces dos maneras de analizar este modo de construcción de la entidad europea, ya sea como un zócalo sobre el que se podría edificar la Europa social, ya sea como una sujeción destinada, por el contrario, a prevenirse de ella. El social liberalismo hizo desde hace al menos 15 años la primera elección, al presentar el saneamiento financiero como una cosa previa a la famosa parte social. Jacques Delors era el teórico eminente de esta posición, en nombre de la cual los dirigentes socialdemócratas europeos sufrieron uno tras otro la humillación del capital financiero. Vean el resultado: la experiencia ha demostrado que se trataba de una ilusión. La preeminencia de las finanzas está llamada a funcionar duraderamente como un obstáculo para toda avanzada en el plano social. La mejor prueba de esto es la alineación del mismo Delors a la campaña «un verdadero Tratado para la Europa social» iniciada por Larrouturou y que constituye una formidable autocrítica con relación a la hipótesis sobre la que había fundado toda su política desde hace al menos 10 años.
Esta sujeción utiliza dos instrumentos principales: la moneda y el presupuesto. El BCE presenta, en efecto, dos particularidades que lo diferencian, por ejemplo de la Fed, su homólogo de EE.UU. En primer lugar, está dotado de una autonomía total, muy superior a la que puede estar en práctica en EE.UU. Hay aquí un ejemplo típico de la naturaleza profundamente antidemocrática de la construcción europea. Todo lo que depende de la supranacionalidad europea se concibe como que tiene que estar fuera de todo control de los ciudadanos: legitimidad en dos niveles del Consejo de Ministros, designación tecnocrática de los miembros del BCE o de la Comisión, criterios abstractos del Pacto, y estatuto de independencia del Banco Central.
Pero existe otra diferencia que reside en los objetivos asignados al BCE: la única regla de la que es garante, es la del mantenimiento de una tasa de inflación inferior a 2%, y esto en cada uno de los países del Euroland. El Banco no está sujeto a ponderar este objetivo con el del sostenimiento de la actividad, lo que da a su política monetaria un sesgo antiempleo sistemático. El ejemplo de las advertencias hechas a Irlanda permite cuantificar con precisión las prioridades del Banco Central: más vale 8% de desempleo y 2% de inflación (es más o menos el promedio europeo) que 4% de desempleo y 4% de inflación. Este rigor solo puede tener efectos desastrosos en países en fase de recuperación como Irlanda, y esto será peor aún si debe aplicarse a los nuevos países miembros.
Una Europa estúpida
El Pacto de estabilidad es «estúpido» en esto que ha conducido a lo que los economistas llaman una política pro cíclica, que vuelve a frenar la economía en las fases de recesión, en lugar de sostenerla mediante políticas presupuestarias más activas. El conjunto de estas obligaciones ejerce una presión sobre los salarios y la protección social: por no poder jugar con la tasa de cambio, congelada por toda la eternidad, la carga del ajuste pesa sobre los salarios, que no puede hacerse más que por lo bajo. Alemania es, paradójicamente, la más afectada por este mecanismo. El país que debe sacar las castañas del fuego se encuentra entrampado hoy a causa de una moneda que entró sobrevaluada en el euro. También ocurre más o menos lo mismo en Francia, estos dos países tienen en común un crecimiento más débil, déficits más importantes y conocen las ofensivas más duras contra los derechos sociales. El «modelo social» europeo es así atacado en su corazón.
Este conjunto es a la vez funcional y contra productivo. Es funcional porque logra bastante bien aquello por lo que ha sido concebido, al imponer a los salarios (directos o indirectos) una severa disciplina. Pero es contra productivo en el sentido que pone obstáculos a lo que se llama, en la jerga europea, políticas cooperativas. En otros términos, la sujeción monetaria y financiera se opone a todo proceso de convergencia y de integración real en Europa y al contrario, tiende a profundizar los factores de divergencia, en resumen, a acentuar las contradicciones imperialistas incluso dentro de Europa. La base económica de esta tendencia al fraccionamiento puede resumirse así: al ejercer de manera constante una presión recesiva sobre la actividad en Europa, el aparato monetario y financiero se opone a una real unificación y constituye un formidable aliento a la extraversión. Por ejemplo, en el caso francés, se percibe que la inversión interna tiende a estancarse, mientras que la inversión internacional ha aumentado considerablemente en el transcurso de los últimos años.
Esta extraversión fragiliza (pero de manera diversificada) a las economías europeas. En todos los países, el crecimiento del mercado interno es sofocado, principalmente en lo que concierne a los gastos sociales y a los servicios públicos. En el exterior, el dinamismo de las economías se vuelve muy sensible a la baja agresiva del dólar que pesa mucho más sobre la competitividad de los productos europeos que el famoso «costo del trabajo». La ofensiva neoliberal registra entonces éxitos internos pero al precio de una suerte de recesión permanente que le impide a Europa aprovecharse de la actual recuperación mundial, en proporciones desconocidas hasta aquí.
Por eso, esta implacable maquinaria no es solamente antisocial y antidemocrática sino también, en un sentido, antieconómica. Pero, por el momento, sus ventajas triunfan sobre sus inconvenientes para las burguesías europeas. Por lo tanto, es a la izquierda radical a la que le incumbe la misión de llevar adelante un programa que apunte a una refundación social y democrática, cuya urgencia está justificada por la naturaleza intrínsecamente reaccionaria (y por lo tanto no enmendable) de la construcción europea realmente existente.