Un principio moral que no debería provocar controversia es el de universalidad: debemos exigirnos a nosotros mismos lo mismo que exigimos a los otros. O aún más. Por lo general, si los estados tienen el poder de actuar con impunidad, lo que vulneran son principios morales, no reglas, porque son ellos quienes las fijan. Tienen […]
Un principio moral que no debería provocar controversia es el de universalidad: debemos exigirnos a nosotros mismos lo mismo que exigimos a los otros. O aún más. Por lo general, si los estados tienen el poder de actuar con impunidad, lo que vulneran son principios morales, no reglas, porque son ellos quienes las fijan. Tienen ese derecho si consideran que sólo ellos están eximidos del principio de universalidad. Y lo hacen constantemente.
El mes pasado, John Negroponte viajó a Bagdad como embajador de Estados Unidos en Irak, para encabezar la misión diplomática más grande del mundo. Su encargo era entregar la soberanía a los iraquís para cumplir con la «misión» de George W. Bush de establecer la democracia en Oriente Próximo y en el mundo.
Pero nadie debería descuidar un ominoso precedente: Negroponte aprendió su oficio como embajador de EEUU en Honduras en la década de los 80, durante la primera guerra contra el terror, declarada durante la era Reagan en Centroamérica y Oriente Próximo.
En abril, Carla Anne Robbins, de The Wall Street Journal, escribió acerca de la designación de Negroponte con este título: «Un procónsul moderno». En Honduras, Negroponte era conocido como el procónsul . Allí presidió la segunda embajada más grande en América Latina, donde estaba instalada la mayor base de la CIA en el mundo en esa época.
Robbins señaló que Negroponte fue criticado por los grupos de defensa de los derechos humanos de «encubrir abusos del Ejército hondureño» –un eufemismo para designar el terrorismo de Estado a gran escala– para «asegurar el flujo de ayuda estadounidense» a ese país vital, que era «la base para la guerra encubierta del presidente Reagan contra el gobierno sandinista de Nicaragua».
Esta guerra sucia se desencadenó después de que la revolución sandinista controlase Nicaragua. Washington temía una segunda Cuba. En Honduras, la tarea del procónsul Negroponte era supervisar las bases donde un ejército de mercenarios terroristas, la Contra, era adiestrado, armado y enviado a derrocar a los sandinistas.
En 1984, Nicaragua replicó de la manera que corresponde a Estado respetuoso con la ley: denunció a Estados Unidos ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. El tribunal ordenó a EEUU terminar el «uso ilegal de la fuerza» –hablando claro, el terrorismo internacional– contra Nicaragua y pagarle sustanciales reparaciones. Pero Washington ignoró al tribunal y luego vetó dos resoluciones del Consejo de Seguridad en que se respaldaba el dictamen y se exigía a todos los estados respetar la ley internacional.
El asesor del Departamento de Estado, Abraham Sofaer, explicó la lógica de la Casa Blanca. Puesto que la mayor parte del mundo «no comparte» su punto de vista, EEUU debe «reservarse el poder de determinar» cómo actuará y qué asuntos «recaen esencialmente en el seno de la jurisdicción de Estados Unidos, en el sentido que determine Estados Unidos».
El desprecio de Washington por el tribunal y su arrogancia hacia la comunidad internacional quizá sean relevantes, si los relacionamos con la actual situación en Irak.
La campaña en Nicaragua dejó una democracia dependiente y a un costo incalculable. Las muertes de civiles se calcularon en decenas de miles.
Según Thomas Carothers, un importante historiador especializado en la democratización de América Latina, la cifra de muertos fue «en proporción mucho más alta que el número de estadounidenses muertos en la guerra civil y en todas las guerras del siglo XX combinadas». Carothers, además de ser un erudito, escribe como un conocedor profundo del tema, pues estuvo en el Departamento de Estado en la época de Reagan, mientras se aplicaba el programa de «fortalecimiento de la democracia» en Centroamérica.
Los programas de la era Reagan fueron, según Carothers, «sinceros», aunque «fracasaron» porque Washington sólo podía tolerar «formas limitadas de cambios democráticos, de arriba hacia abajo, a fin de no poner en peligro las tradicionales estructuras de poder con las cuales EEUU estaba aliado». Se trata de una inhibición histórica en los proyectos de democratización de la que los iraquís al parecer son conscientes.
En la actualidad, Nicaragua es el segundo país más pobre del hemisferio. Alrededor del 60% de los niños nicaragüenses menores de 2 años están afectados de anemia por desnutrición. Una siniestro indicador de qué se considera una victoria para la democracia.
Bush asegura que desea traer la democracia a Irak, y usará a la misma persona que utilizó en Centroamérica. Durante las audiencias para confirmar el nombramiento de Negroponte, se mencionó de pasada la campaña de terrorismo internacional en Nicaragua, pero no se le concedió mayor importancia, gracias, al parecer, a que estamos gloriosamente eximidos del principio de universalidad. Días después de la designación de Negroponte, Honduras retiró su pequeño contingente militar de Irak. Tal vez haya sido una coincidencia. O tal vez los hondureños recuerdan algo de la época en que estuvo allí Negroponte. Algo que nosotros preferimos olvidar.
Noam Chomsky es profesor de Lingüística del MIT y autor de Hegemonía o supervivencia. La estrategia imperialista de EEUU (Ediciones B). f by Noam Chomsky. Distributed by The New York Times Syndicate.