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Bombazos en Londres

Fuentes: La Jornada

Todos «estábamos pasmados. Podíamos ver una luz parpadeante y pensamos que iba a ocurrir un incendio. Al principio no pudimos abrir la puerta del vagón; cuando salimos, nos dimos cuenta que había heridos de gravedad en el túnel». Estas son palabras de Loyita Worley, una pasajera del tren de la línea Circle en dirección a […]

Todos «estábamos pasmados. Podíamos ver una luz parpadeante y pensamos que iba a ocurrir un incendio. Al principio no pudimos abrir la puerta del vagón; cuando salimos, nos dimos cuenta que había heridos de gravedad en el túnel». Estas son palabras de Loyita Worley, una pasajera del tren de la línea Circle en dirección a Aldgate, poco antes de las 9 horas del jueves 7 de julio. Bajo tierra, la gente encuentra refugio y a la vez está indefensa. Los túneles son formas de escape y trampas terribles. El polvo sofoca cuando se bloquean los túneles.

Volar en pedazos a quienes viajan temprano por la mañana a su trabajo en un transporte público es atacar, con furtividad vergonzosa, a gente indefensa. Las víctimas sufren más dolor, y por mucho más tiempo, que el suicida que estalla las cargas atadas a su cuerpo. Y tal sufrimiento les otorga, con toda seguridad, el derecho de juzgar.

Otros, los políticos, se apresuran (de Gleneagles a Londres) a hablar en su nombre mientras sirven a sus propios intereses, unos que implican burdas simplificaciones, el uso de términos que deliberadamente confunden y, por encima de todo, el intento de justificarse a sí mismos con todo y su pasado, por más desastrosos errores que hayan cometido. Ni siquiera la inocencia del dolor y el desconsuelo que dicen venir a restañar y consolar, parece darles la pausa que los haga dudar por un instante.

«Seguí con los ojos cerrados pensando en el afuera. Daba miedo porque todas las luces se habían apagado y no escuchábamos al chofer, por lo que nos preguntábamos cómo estaba», dice Fiona Trueman, pasajera de la línea Picadilly.

La calma de los londinenses, que sufrieron el ultraje de las explosiones y la penosa experiencia de aguardar noticias de sus seres queridos que podían estar ahí (ese silencio que corta cual hoja filosa los dos lóbulos del corazón), impresionó al mundo que observaba, como también asombró la calma de la población madrileña un año antes. Sería de esperar que tal calma alentara un pensar claro y, sobre todo, preciso. En el Estado español las circunstancias lo permitieron y uno de los primeros actos del nuevo gobierno electo fue retirar a las tropas españolas de Irak, guerra a la que se oponía con vehemencia la mayoría de los españoles.

En Londres, pese al evidente fracaso de esa guerra, que sólo trajo caos y ruina a la nación que alegaban liberar, el efecto de las atrocidades sufridas por la gente en su modesto tránsito al trabajo no ha hecho sino incrementar la intransigencia del primer ministro y el gobierno, quienes arrastraron a una guerra innecesaria a un país que protestaba. La mañana de las explosiones, desde Downing Street, Blair declaró: «(los terroristas) intentan usar la matanza de gente inocente para acobardarnos, para que nos asuste hacer las cosas que queremos hacer, para que no sigamos en nuestros negocios…»

Quienes argumentan que Al Qaeda estaba activa antes de la invasión de Irak y que, por tanto, combatir en Bagdad o Fallujah es irrelevante para los bombazos de Londres, argumentan de mala fe. La misma mala fe que los animó a mentir acerca de las armas de destrucción masiva que no existían. Ciertamente Bin Laden planeaba atacar Occidente antes de la guerra de Irak, pero esa guerra (y lo que ahí ha ocurrido y sigue ocurriendo) le brinda a Al Qaeda un flujo constante de nuevos reclutas. Se dice que Eliza Manningham-Buller, cabeza del MI-5, alertó a los otros países del G-8 acerca del peligro de «una nueva generación de fanáticos como resultado de la guerra de Irak». Y ella, uno puede suponer, sabe de lo que habla.

Las atrocidades fueron planeadas para coincidir con la junta del G-8 de la cual, este año, el primer ministro británico era presidente. Lo ocurrido en esa junta no es otra historia sino parte de esta misma. En este contexto, no es el Corán lo que debería estudiarse, sino el comportamiento de las corporaciones y países más ricos. Dichas corporaciones consistentemente se embarcan en su propia jihad contra cualquier objetivo que se oponga a la maximización de sus ganancias. Con mucha conveniencia, este año la guerra de Irak se retiró de la agenda del Grupo de los Ocho. La prioridad consensada fue alcanzar un acuerdo en torno a acciones que respondan al desastroso sobre calentamiento del planeta y la pobreza en Africa.

Antes de la reunión, voces procedentes de todo el mundo -economistas, cantantes de rock, ecologistas, músicos, líderes religiosos- apelaron, en nombre de la conciencia y la solidaridad, a que hubiera decisiones sin precedentes para lograr cambios que pudieran mejorar las posibilidades futuras del planeta. ¿Y qué ocurrió? Después de buscar como pepenadores de basura por entre toda la retórica, casi nada. Una breve danza de estadísticas. Pero de acuerdo con la aplanada curva de hallazgos de los pepenadores: nada. Por qué.

El fanatismo proviene de cualquier forma de ceguera elegida para acompañar la consecución de un solo dogma. El dogma del G-8 es que hacer ganancias tiene que ser el principio rector de la humanidad, ante el cual todo lo demás -del pasado tradicional a las aspiraciones de futuro- debe sacrificarse como mera ilusión. La llamada guerra contra el terrorismo es de hecho una guerra entre dos fanatismos.

Agrupar ambos en los mismos corchetes parece desmedido y afrentoso. Uno es teocrático, el otro es positivista y laico. Uno es el ferviente credo de una minoría defensiva, el otro es la conjetura incuestionada de una elite amorfa y confiada. Uno está empeñado en matar, el otro preda, se va y abandona a la gente a que se muera. Uno es estricto, el otro es laxo. Uno no tolera argumentos, el otro «comunica» y trata de «enhebrarse» en todas las esquinas del mundo. Uno clama el derecho de derramar sangre inocente, el otro el derecho de vender toda el agua del planeta. ¡Es una afrenta compararlos!

Pero la afrenta de lo que ocurrió en Londres en las líneas Picadilly y Circle del subterráneo y en la línea de autobús número 30, fue la mala fortuna de muchos miles de personas vulnerables, que luchan por sobrevivir y dar sentido a sus vidas, atrapados inadvertidamente en el fuego cruzado global de esos dos fanatismos.

El poeta Keats escribió: «Los fanáticos tienen sus sueños, y con ellos intentan tejer un paraíso para una secta». Todos los que no pertenecen a secta alguna escogerían vivir, no en un paraíso sino sobre la Tierra, juntos.

Traducción: Ramón Vera Herrera