El estallido de violencia social que se está produciendo en Francia está desencadenando reacciones de estupor, cuando no de pánico, entre los representantes locales del orden establecido. Es natural. No es difícil establecer paralelismos entre lo que sucede al otro lado de los Pirineos y lo que se vive aquí, máxime cuando – como era […]
El estallido de violencia social que se está produciendo en Francia está desencadenando reacciones de estupor, cuando no de pánico, entre los representantes locales del orden establecido. Es natural. No es difícil establecer paralelismos entre lo que sucede al otro lado de los Pirineos y lo que se vive aquí, máxime cuando – como era de suponer – la mecha ha prendido en otros países del «centro», como Bélgica y Alemania.
También se han escrito espléndidos artículos en los que se vincula la explosión de odio social con la opresión de clase con tintes racistas mantenida durante décadas, con el paro y las carencias de servicios sociales y con la ausencia de cualquier tipo de esperanza para millones de personas en el capitalismo global.
Hay algún enfoque más que puede servir para orientar la práctica de las organizaciones que creemos que es el propio sistema el que genera enormes dosis de violencia diaria sobre millones de personas, infinitamente mayores que las respuestas desesperadas que recibe, y que no hay otra solución que destruirlo. Los apelativos de izquierda y de derecha, apenas designan diferencias.
Si bien las insurrecciones populares no han sido frecuentes en las últimas décadas en Europa, la historia está plagada de situaciones en las que sectores del pueblo no toleran seguir viviendo en las mismas condiciones y se revuelven virulentamente contra el poder. En la inmensa mayoría de los casos la represión feroz acababa con la revuelta y servía de aviso a navegantes para generaciones posteriores. Este terrible aprendizaje, pagado con ríos de sangre desde Espartaco, nos mostró que para no despilfarrar inútilmente dolor y energías era preciso que la organización y la conciencia arraigaran profundamente, precisamente, entre quienes no tienen nada que perder más que sus cadenas.
La revuelta actual surge y se extiende por los barrios y pueblos-dormitorio más pobres de Francia, con mayoría electoral comunista, que obviamente, no ha servido, ni para mitigar los problemas, ni para desarrollar organización y penetrar de ideología la rebeldía ciega que crecía entre los jóvenes sin futuro, entre ?los parias de la tierra?. El abismo entre nativos y extranjeros, no fue superado por la percepción subjetiva de la identidad de clase. El primer muerto ha sido un trabajador de 61 años, prejubilado de la Peugeot, probablemente tras un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) que sirvió para liquidar puestos de trabajo fijos y con derechos, que no iban a poder ser ocupados, ni por sus hijos, ni por los adolescentes inmigrantes.
La fragmentación de la clase obrera en subcontratas, múltiples categorías y mil tipos diferentes de relaciones laborales, es la tecnología punta de la burguesía para dificultar percepción de la unidad de clase. El nulo interés mostrado por la izquierda institucional, política y sindical, por desarrollar formas de organización e incorporación a la lucha de la mezcla infernal de precariedad, paro y exclusión social que adquiere tintes especialmente duros si además se añade la inmigración, pretende ser la puntilla que liquide la lucha de clases más áspera, la protagonizada por los más explotados. Pero no servirá, no sirve como es evidente, para extirpar la violencia muda, sin discurso y sin reivindicaciones, que estalla como una caldera a presión sin válvula de seguridad. Violencia que sólo aporta sufrimientos y muertes perfectamente inútiles y enfrentamientos dentro de la propia clase, sin avanzar un ápice en su reorganización. Pero puede, debe, servirnos de experiencia; en Francia y aquí.
El camino a seguir está claro desde hace tiempo. No es fácil; las formas organizativas conocidas no sirven y hay que engendrar otras nuevas que quizás se parezcan a las que crearon las trabajadoras y los trabajadores de principios del siglo pasado, aquellos que en EE.UU. construyeron el sindicato Industrial Workers of the World (IWW) que aglutinó y coordinó importantes luchas de trabajadores de todas las nacionalidades. La precariedad que se generaliza entre la juventud trabajadora, no difiere gran cosa – solo en el grado – de la de quienes tienen pasaporte extranjero; la muerte en la construcción, afecta mayoritariamente a inmigrantes, pero también se lleva a la clase obrera autóctona; el retroceso permanente en derechos y garantías, pactado por la patronal, el gobierno de turno y las grandes centrales sindicales nos afecta a todos.
La reconstrucción de la unidad de clase hay que procurarla, no vendrá sola. Al contrario, sino se buscan incansablemente formas organizativas sindicales que permitan incorporar a trabajadores y trabajadoras inmigrantes, a precarios y precarias de aquí y de fuera, el abismo se abrirá, infranqueable. Nos encontraremos con que el racismo entre la clase obrera autóctona está a flor de piel y es alimentado por quiénes están interesadísimos en que se haga a los trabajadores extranjeros responsables de salarios bajos y pérdida de derechos, en lugar de mirar la mano común que recoge beneficios y es responsable del desastre compartido.
Hoy el dramático dilema: socialismo o barbarie está más vigente que nunca y así se percibe por quienes ayer lo calificaban de catastrofista. El alcalde comunista de Saint Denis se refería a él cuando se preguntaba: ¿ Y si explorásemos caminos radicalmente diferentes?.
Quienes sabemos que esos caminos de humanidad sólo vendrán de la mano de la organización y la lucha, hemos empezado a desbrozarlos, afirmando en la calle que de aquí o de fuera, somos la misma clase obrera.
La Haine hace referencia a la película de Mathieu Kassovitz de 1995.